Isaac Enríquez Pérez

El pensamiento crítico es parte consustancial de la condición humana, o lo que es lo mismo, del ser humano. Sin el ejercicio de la duda y el cuestionamiento del mundo fenoménico no existiría humanidad y tampoco existiría futuro. Interrogarse sobre el mundo y sus avatares, cuestionarse sobre las realidades, es una praxis innata al desarrollo humano, entendido en términos psicológicos: los niños, en su crecimiento, si algo hacen es pensar y confrontarse con su entorno hasta encontrar respuestas. Pero en los mecanismos de socialización instaurados e institucionalizados desde la familia, la escuela, la iglesia, la empresa, y el Estado, se coarta la libertad de pensar y de subvertir el orden establecido desde el acto de conocer. Al mismo tiempo, se desnaturaliza el sentido de pensar para construir conocimiento y crear respuestas.

¿Por qué desde niño al ser humano se le exige que no pregunte, que no incomode? Porque con ello se niega toda posibilidad de construir colectivamente –en un primer mecanismo de socialización como la familia– el conocimiento y el posicionamiento ante la realidad. Allí comienza a coartarse la avidez de desplegar la curiosidad y de acercarse al arte de conocer y experimentar.

Al mutilarse la vocación para pensar, es posible controlar la mente, los cuerpos, la conciencia y la intimidad a través de la suplantación y reapropiación de la palabra que se despliegan desde el poder. Coartada esa posibilidad de ejercer el pensamiento crítico se incurre entonces en una involución bio-antropológica piloteada desde el poder, el disciplinamiento y el control del acto del conocer. La conciencia es sustraída –o acallada. El neocortex y la metaconciencia son sutilmente atacados y domesticados para que el individuo introyecte la idea de que la praxis del pensar tiene consecuencias y sanciones que comienzan con inducir el miedo y la vulnerabilidad.

Pensar implica un compromiso con la sociedad; de ahí el carácter subversivo de esta praxis. Con el pensamiento crítico se reinterpreta constantemente el pasado y la memoria histórica para incidir y controlar el futuro y los caminos de la utopía. Sin esa posibilidad de controlar el relato histórico, no existen amplios márgenes para construir y direccionar el porvenir.

A su vez, la praxis del pensar se desarraiga de la sociedad. Al ser un acto colectivo, el pensamiento se sustrae de ese carácter y es tornado ahistórico. No importa pensar de manera diferente; importa pensar de manera homogénea y estándar, de acuerdo a los cánones del statu quo. Y si de pensar se trata, entonces se remite desde el poder político, empresarial y mediático al pensamiento positivo, la programación neurolingüística y la dictadura autoimpuesta de la felicidad (https://bit.ly/3k9rd1Z) como un fin que depende del individuo y no de las estructuras sociales donde habita e interactúa. A lo sumo, se reduce el pensamiento crítico a una concepción instrumentalista para que la empresa expanda sus negocios; para que en la escuela el estudiante procese datos e información –que no conocimiento– y sea dócil para integrarse en el campo laboral, y para que el ciudadano asuma que si la falacia de la meritocracia lo margina es por su propia responsabilidad y decisiones personales y no por la exclusión y la desigualdad drenadas desde el sistema. Entonces, si el individuo es explotado en la empresa, el consuelo que le resta es pensar en clave positiva y apelando a la gratitud para que el resto del día marche mejor.

Es el llamado a no pensar por fuera del sistema y de sus estructuras de poder, dominación y riqueza. Se trata de formar individuos predecibles y estandarizables en algoritmos aptos para el consumismo y la propaganda. De tal forma que el falso confort suplanta a la libertad y la sumisión erradica la praxis del pensar como fuente infalible de libertades.

El lenguaje políticamente correcto estigmatiza y sanciona o castiga la subversión vinculada al pensamiento crítico y a la diversidad. Se entroniza una fascinación por los consensos, pero en ellos se extravía y diluye la diferencia. Ser acusados de herejes, inadaptados, conspiracionistas, comunistas, terroristas, deplorables, inconformes, resentidos sociales, soberbios, jactanciosos, etc., solo expresa el sectarismo irradiado desde el poder entre diversos corifeos que, incluso, lo reproducen en la vida diaria y en las relaciones cara a cara.

El pensamiento crítico emana de los excesos, ataduras y desvaríos del pensamiento hegemónico y reaccionario. Con aquel, se altera el orden previsible de la construcción del mundo. Si nos despojan de la palabra, es imposible ejercer el acto de conocer y de cuestionar; es imposible entonces construir significaciones y realidad. De allí a la desarticulación del pensamiento crítico existe una frontera endeble. Llegado a ese punto, entonces el social-conformismo se explaya a sus anchas sin límites. Sin embargo, se pierde de vista que sin la praxis del pensar no existen indicios de cultura ciudadana y de posibilidades reales de inclusión.

El pensamiento crítico abre la posibilidad para crear alternativas de sociedad y recrear con ello la praxis política. Sin embargo, no se le somete hoy día con la violencia a punta de bayoneta, sino que se le arrincona, ningunea, silencia e invisibiliza en el proceso de construcción de significaciones desde las estructuras de poder, dominación y riqueza.

Pensar no es una moda porque pensar incomoda y aturde a quienes son cuestionados. Es políticamente incorrecto pensar, preguntar, cuestionar, crear sociedad con la palabra razonada. De ahí que emerja la autocensura ante el miedo por ejercer el pensamiento crítico en cualquier actividad humana. Para los individuos políticamente correctos no es bien visto pensar para cuestionar. Si se piensa, entonces se está a favor o en contra de alguno de los dos signos ideológicos que polarizan el debate público en cada sociedad, en cada país. Se castiga y margina el discrepar de aquellos falsos consensos difundidos desde los mass medía.

A lo largo de la historia, se quemaron bibliotecas y libros, se destruyeron museos, obras de arte y zonas arqueológicas con las invasiones, se censuraron discursos, y se persiguieron y asesinaron a formadores y a informadores (periodistas críticos), porque ellos reproducen y perpetuán la memoria histórica de manufactura colectiva y le otorgan sentido a la palabra en la construcción de la sociedad.

La inhibición de la praxis del pensar se relaciona también con el freno a la crítica del capitalismo y al ejercicio del derecho de la libertad de expresión. Y esa es la gran paradoja de la ideología de la democracia liberal (https://bit.ly/3L6b8ai y https://bit.ly/3HQfEaQ) y de las sociedades que dicen encarnarla: se reivindican y reconocen derechos políticos –superficiales a lo sumo–, pero se castiga o margina la posibilidad de pensar las causas profundas de los problemas contemporáneos: se coarta o se niega la libertad de pensar en torno a la explotación y a las nuevas desigualdades y conflictivades.

Como la praxis del pensar es considerada una amenaza al statu quo, entonces se libra una guerra cognitiva (https://bit.ly/3tAHZNP) que remite a una verdadera colonización del pensamiento y las emociones en aras de instaurar la construcción de ciertas significaciones que son funcionales al poder. De ahí que la guerra contemporánea es principalmente neocortical e inhibidora de la imaginación creadora.

Además, uno de los problemas de las sociedades contemporáneas es el vacío intelectual y la falta de referentes intelectuales que les caracteriza y que inhiben y devalúan el juicio crítico. Hasta la enseñanza de la historia, la filosofía, la lógica, el álgebra, la geometría analítica y más, estorban y son prescindibles porque, supuestamente, «no tienen aplicación».

De cara a todo lo anterior, cabe preguntarnos lo siguiente: ¿Cuál es la postura de la universidad ante esta defenestración y subsunción de la praxis del pensar en las sociedades contemporáneas? Responder a ello supone, en principio, que la universidad se piense y se repiense a sí misma en sus funciones fundamentales y que emprenda procesos de refundación académica e institucional (https://bit.ly/3jJkJHN).

Por último, pero no al último, cabe señalar que reivindicar el pensamiento crítico no solo es un desafío académico y político; es ante todo un desafío antropológico y civilizatorio para salvar a la humanidad de sí misma. Pese a la autocensura y a la concepción que asume como delito a la praxis del pensar, resulta pertinente romper esas ataduras para reinventar la imaginación creadora y la capacidad de dudar respecto al mundo fenoménico y las interpretaciones que sobre él se tejen. Justo en ello radica el miedo el poder en cualquiera de sus formas.