Por: Isaac Enríquez Pérez
No son tiempos de certezas ni de controlar a plenitud todos los cauces que adopten las sociedades contemporáneas. A lo sumo, es posible plantear ciertos escenarios prospectivos que corren el riesgo de ser dinamitados con el implacable paso del huracán pandémico. De ahí que toda decisión pública que le dé forma a las estrategias, acciones e intervenciones en el mundo post-pandémico estará expuesta a la incertidumbre, a la volatilidad de los acontecimientos, a la debilidad y postración de las instituciones, y a las condiciones que imponga el azar. Aunado a ello, el manejo de la crisis epidemiológica global –cuando menos en Europa y en el hemisferio americano– acentuó el colapso de legitimidad de los Estados (https://bit.ly/3aPdgBL). Inoperante y postrado (https://bit.ly/2Z3YYre), el Estado evidencia la pérdida de control sobre su entorno y sobre el curso de los problemas públicos. Y ello no es un asunto menor, sino que se relaciona con la misma crisis de la política (https://bit.ly/2OdSmBL) como expresión del colapso civilizatorio contemporáneo. La pandemia vino a acelerar estas tendencias y no es acertado soslayarlo si se pretende, mínimamente, comprender la crisis sistémica y ecosocietal (https://bit.ly/3l9rJfX) de la cual forma parte y si se aspira a gestar mínimas estrategias para hacerle frente.
La realidad social contemporánea es, por sí misma, volátil y sujeta a la densidad de la incertidumbre. La lapidación de la palabra y la tergiversación semántica derivadas de la sobresaturación de mensajes y opiniones, muchas veces desinformadas o malintencionadas, ahonda y perpetúa esa incertidumbre. Paralela al camino que sigue el coronavirus SARS-CoV-2 y su talante destructivo y letal, marcha la autopista de la conspiración y la desinformación masiva.
Con la crisis pandémica se hizo evidente la fragilidad de los procesos (des)civilizatorios contemporáneos, pues como hecho social total (https://bit.ly/3kAjxVA) las decisiones públicas y corporativas tomadas en torno a ella trastocaron el conjunto de las formas de organización de la vida en sociedad. Como cataclismo global, la pandemia rompió con las aparentes seguridades y el confort de las sociedades contemporáneas, especialmente con la trivialidad del individualismo hedonista, su consustancial híper-consumismo y el proceder movido por el cinismo y la simplificación lingüística y sin matices que nos impiden observar las causas profundas y las megatendencias de los problemas públicos.
Es parte del colapso civilizatorio el implacable fatalismo de que los Estados se tornan incapaces de dar respuestas contundentes respecto a los problemas sociales más lacerantes. A lo sumo, su aspiración se reduce a hacer una gestión paliativa de dichas problemáticas y no a remover las ataduras que sobre ellos se ciernen para imaginar y ejercer alternativas de organización social. De ahí el imperialismo de la racionalidad tecnocrática y su ácido corrosivo que se extiende hasta los confines de las sociedades.
Las epidemias no son nada nuevo en la historia de la humanidad y si bien la actual tiene algunos rasgos inéditos (https://bit.ly/2VvSGiF), se corre el riesgo de que no se aprenda nada en su fluir y que las sociedades y los Estados den vuelta a la página sin rechistar y volviendo a los métodos y a las formas convencionales con los cuales se enfrentaban los problemas públicos hasta antes del 2020.
Más aún, es importante reconocer que la pandemia actual –aún con vacunas– no sigue, en su comportamiento y tratamiento, una lógica lineal ni progresiva, sino regresiva, zigzagueante, dotada de altibajos y expuesta a inercias volátiles. Los márgenes del azar son amplios de cara a ello y las decisiones públicas corren el riesgo de reincidir en la improvisación, el error y la inoperatividad. Aquellas medidas que son efectivas o eficaces para un día, una semana o en el corto plazo, dejan de serlo para el futuro inmediato o para otros territorios donde se replican los mismos problemas.
Entonces, cabe abundar en la siguiente pregunta: ¿Cuál es el perfil de las decisiones públicas que es necesario construir de cara a la emergencia de la era post-pandémica?
Ello es una pregunta urgente si se considera necesario pensar en nuevas formas de organización y de creación de instituciones en las sociedades contemporáneas. Pero las respuestas serían más meditadas si se parte de reconocer las especificidades y el carácter sui géneris de cada sociedad y de cada territorio por donde se suscita el implacable paso del huracán pandémico.
Entonces, las decisiones públicas tendrían que ser pensadas desde las necesidades y urgencias locales sin perder de vista las megatendencias globales y los procesos de larga duración que le dan forma a la crisis sistémica y ecosocietal y al entrelazamiento de múltiples colapsos. Si se reduce la mirada al aldeanismo, se tiende a perder perspectiva histórica y global, pero sí sólo se observan dinámicas exógenas sin comprender cómo impactan en lo local/regional, se corre el riesgo de ignorar dónde está parado el tomador de decisiones.
La pandemia se irradia de manera diferenciada en el territorio y la magnitud de sus impactos está en función de la densidad institucional que exista en los espacios locales/nacionales. Con sólidos entramados institucionales es posible atemperar los múltiples efectos de la crisis epidemiológica global, pero sin esos andamiajes y sin la capacidad política, sus impactos tenderán a radicalizarse y a gestar o reproducir nuevas desigualdades. De ahí que las decisiones públicas coloquen el acento en las especificidades y rasgos de los problemas públicos locales/nacionales, en las vocaciones territoriales y en las posibilidades institucionales de cada sociedad.
A su vez, si persiste una ausencia de cooperación internacional –tal como se manifiesta desde el inicio de la pandemia– (https://bit.ly/3lu3o47), es preciso que las decisiones públicas en las escalas nacionales tengan en su horizonte ese déficit propio de la economía mundial y la política internacional. Más importante aún resulta que la política exterior de los países incursione en el debate respecto a la gestación de una nueva institucionalidad en el plano internacional para hacer frente a fenómenos como la crisis pandémica.
Los Estados lidiarán con la profundización y radicalización de la crisis estructural del capitalismo y con el agotamiento de las posibilidades de expansión territorial en los procesos de acumulación de capital. La hegemonía del fundamentalismo de mercado y de la austeridad fiscal los sustrajo de potestades y capacidades para soberanizar e intervenir de manera plena en el conjunto del proceso económico. El hiper-endeudamiento y los «paquetes de rescate» aprobados en múltiples latitudes durante el último año representan un mecanismo de transferencia de riqueza pública a manos privadas. Lo que requiere la economía mundial son ambiciosos programas de construcción de infraestructura intensivos en mano de obra, y que a través del empleo se dinamice la demanda y el consumo. Sin embargo, esos «paquetes de rescate» no se dirigen a ese propósito, sino a las cuentas bancarias de grandes corporaciones y megabancos cuyo interés no se sitúa en la base material del proceso económico, sino en la financiarización y en los ataques especulativos propios de los mercados de valores.
La urgencia por adoptar un Green New Deal a escala planetaria a través de la transición a las llamadas «energías verdes» se ubica en la ampliación de esas posibilidades de expansión territorial de los mercados y en la obsesión de postergar el ilusorio modelo del crecimiento económico ilimitado. Esta agenda ambiental no está preocupada por la preservación de los ecosistemas ni por el restablecimiento de los equilibrios en la naturaleza, sino en el hecho de que se encontraron las posibilidades tecnológicas para transitar a un nuevo patrón de acumulación que aproveche la supuesta desmaterialización del proceso económico y el empleo de energías renovables. Sin embargo, no se ataca el problema de fondo relacionado con el patrón de ocupación territorial, el neo-extractivismo, la obsolescencia tecnológica programada y el hiper-consumismo depredador. Si las decisiones públicas y las estrategias de política no atienden el sentido de esos problemas profundos, tenderán a extraviarse y a continuar brindando paliativos correctivos.
La reorientación de las prioridades es fundamental en las decisiones públicas del mundo post-pandémico. Para ello, se necesita colocar sobre la mesa la clarificación de los principales problemas públicos que se relacionan con las nuevas desigualdades. Si las decisiones públicas obvian las nuevas formas de explotación, tanto las que recaen sobre la fuerza de trabajo como sobre la naturaleza, así como las nuevas formas de exclusión social que aparecieron con la pandemia y el confinamiento global, se corre el riesgo de adoptar estrategias de política erradas para los propósitos relacionados con la equidad social. Si la invisibilización, silenciamiento y encubrimiento son una constante en los debates públicos, es necesario remontarlos como prácticas político/intelectuales en aras de la claridad en los diagnósticos y en las estrategias de intervención.
Ello se relaciona con la elevada conflictividad social que signará a la era post-pandémica, y que se agravará –se agrava ya– con el hiper-desempleo y la acelerada transición hacia una sociedad de las vidas prescindibles. Se corre el riesgo de que con la emergencia de nuevas desigualdades se agraven esos conflictos, se gesten desgarramientos en las sociedades, y se tornen difíciles de revertir en el corto o mediano plazos. Al margen del discurso demagógico y encubridor de la «nueva normalidad», la pandemia representa una fábrica global de pobreza y de pauperización de las clases medias, con su consustancial reconcentración de la riqueza y el ingreso. Es inevitable que de esos escenarios emerjan nuevas conflictividades. ¿Los Estados están preparados para enfrentarlas? ¿Con que instrumentos y estrategias cuentan? Si se afianza una pulverización de las clases medias, será mayor el déficit de legitimidad, confianza y consentimiento mostrado por los ciudadanos hacia el Estado. De nueva cuenta, la densidad y solidez institucional y las posibilidades de signar nuevos pactos sociales serán fundamentales para hacer frente a los nuevos conflictos que ya se perfilan.
La desconfianza y el descrédito que se ciernen sobre los Estados radican en esa incapacidad e inoperatividad gestada a lo largo de cuatro décadas tras no resolver los problemas sociales más urgentes. La ideología de la democratización es el discurso que permite postergar la amplia influencia de la racionalidad tecnocrática. Sin embargo, los escenarios futuros y las decisiones públicas de los próximos años y décadas necesitan despojarse de esos preceptos restrictivos que conducen al gatopardismo y a oscuros callejones sin salida.
Todo ello supone –también– trascender la mirada que asegura que la pandemia es un fenómeno estrictamente epidemiológico. El abordaje del problema médico/sanitario es fundamental, pero no suficiente. Reivindicar el derecho a la salud y a los cuidados es una condición necesaria, pero insuficiente para hacer frente –desde las nuevas agendas públicas– a las distintas aristas de la crisis sistémica y ecosocietal contemporánea que se entrevera con la pandemia. Poner en el centro de los debates teórico/políticos la reconfiguración de las estructuras de poder, dominación y riqueza es fundamental y para ello es preciso que las decisiones públicas vayan más allá de los coyuntural y efímero.
Como las decisiones públicas no escapan a las inercias propias de las disputas en torno a la construcción de significaciones y su exposición a la tergiversación semántica, cabe la urgencia de reivindicar a la palabra como parte de la construcción de sentido sobre la realidad social y la configuración de posibles soluciones respecto a los problemas públicos. Mientras los funcionarios públicos se apeguen a posturas negacionistas, a «hechos alternativos» y se erijan en los principales productores de noticias falsas (fake news), las decisiones públicas estarán preñadas de dogmatismos y de argumentos infundados, efímeros y carentes de sentido.
¿Cómo atraer al debate público las secuelas de la pandemia en la intimidad, las emociones y el comportamiento cotidiano de los ciudadanos, así como las nuevas relaciones de los individuos y familias con la enfermedad y la muerte? Todo ello atraviesa por la bioética, pero no se agota en ese sendero. Si se pierde de vista la minuciosidad en torno a los múltiples impactos de la pandemia, se desdeñarán sus manifestaciones emocionales, mentales, conductuales y sus impactos neuropsicológicos en el corto y en el mediano plazos.
A su vez, resulta pertinente asumir que con la pandemia las decisiones públicas están expuestas a la incertidumbre, a lo imprevisible y a lo volátil. Esa tendencia se acarrea desde hace varias décadas, pero se acentúa con la vorágine de la crisis epidemiológica global. Además de no perder de vista que las epidemias serán cada vez más recurrentes e intensas en sus impactos durante los siguientes años y décadas.
La pandemia dio paso a la construcción de nuevas significaciones en torno al miedo (https://bit.ly/35KfaRU). Entonces cabe preguntarnos: ¿Cómo liberarnos de las cadenas del miedo que aprisionan la mente y la posibilidad de pensar en escenarios alternativos? Ante este miedo pandémico es necesario un sentido de esperanza y una política de la precaución. Ello supone reconocer en las decisiones públicas las facetas epidemiológicas y orgánicas del coronavirus SARS-CoV-2 y las amenazas reales que supone para los organismos humanos –sobre todo para aquellos que padecen co-morbilidades (obesidad, diabetes, hipertensión, enfermedades cardiovasculares, etc.). Se trata de adoptar –sobre la base de información precisa– una precaución activa, proactiva y crítica que facilite la reconstrucción de la esperanza e incorporar el tema de los cuidados con miras a reorganizar a las sociedades y a su cotidianeidad. Pero ello no se logrará sin un sentido de comunidad mínimamente eslabonado y que se oponga a la tendencia del ciudadano desterrado del espacio público que devino con el confinamiento global.
Como se introdujo en otro espacio (https://bit.ly/3j7iwmV), la pandemia es una red de sistemas complejos. Por tanto, las decisiones públicas están urgidas a proveerse de saberes provenientes de distintos campos del conocimiento. Más allá de los desafíos técnicos que impone la comprensión y tratamiento de la pandemia, es pertinente reconocer que es un reto político y teórico/epistemológico. La construcción de una teoría y política de la pandemia (https://bit.ly/3mNSM0y) precisa de la investigación interdisciplinaria y de amplios diálogos colectivos que se antepongan a la insularidad de los saberes. Si las decisiones públicas se nutren de un limitado cúmulo de conocimientos, no solo estarían condenadas al ostracismo, sino también a extraviarse en el mar de la complejidad de los nuevos problemas públicos que surcarán la era post-pandémica.
De ahí la importancia de desterrar el pensamiento mágico, el negacionismo, el pensamiento parroquial y la conspiranoia en cualquiera de sus formas. En el contexto de la era de la incertidumbre, ni las ciencias (https://bit.ly/2OGh55d) están exentas de ello, mucho menos las deliberaciones en torno a las agendas públicas y a la delimitación de estrategias de intervención en torno a los problemas públicos contemporáneos. Entonces, cabe preguntarse: ¿Cómo construir mínimos asideros de certezas que permitan encauzar las decisiones y las acciones que le son consustanciales? El conocimiento y los saberes razonados son un ingrediente sustancial para ello, pero más relevante lo es la capacidad de las sociedades para construir nuevos pactos sociales acordes a las necesidades y urgencias locales.