Homar Garcés
Con el auge de la Revolución Industrial y los avances científicos, el mundo comenzó a vivir una transformación radical. Para muchos era la concreción de los idearios liberales de la Revolución Francesa que haría de la sociedad una sociedad emancipada e igualitaria. Sin importar si ello era una convicción común y sincera, lo cierto es que en muchos países se anheló repetir la experiencia histórica que tenía como escenarios los países industrializados de Europa y de Estados Unidos, sin considerar que sus fortalezas económicas tuvieron como bases la explotación y la apropiación de los recursos naturales del resto del mundo bajo un régimen colonial y neocolonial, cuyos efectos se manifiestan en la condición de subdesarrollo económico, científico y tecnológico en que éste se mantiene. Esto hizo creer que el progreso podría ser algo infinito y que solo bastaría formar parte del enorme engranaje constituido por el sistema capitalista para disfrutar de sus múltiples beneficios. Ahora la realidad es otra. El mundo ha descubierto, tardíamente, que el capitalismo ha generado una diversidad de situaciones que afectan la existencia de las personas en distintos aspectos, tanto en el ámbito particular como en el colectivo, extendiéndose a la naturaleza que nos sirve a todos como soporte de vida.
Una realidad que, en su artículo «Crecimiento sin límite y colapso», refleja José María Agüera Lorente al afirmar: «Mientras nuestra condición material impone el límite ético a nuestra voracidad de consumidores, el dogma económico del crecimiento nos lleva a teñir nuestro sentido de deber ciudadano con el sagrado imperativo de consumir. Si consumir ha pasado a constituir parte integral de nuestro ser en el mundo entendido como estructura subyacente de sentido, ¿mediante qué portentosa ingeniería socio-política se transforman los modos de vida de una ciudadanía que ha crecido en las últimas generaciones instalada en la creencia de que no hay límites a la hora de satisfacer todos sus deseos? Es más: que tiene todo el derecho a exigirlo, nada importan las externalidades (los perjuicios sobrevenidos que afectan a toda la colectividad). Porque lo contrario sería atentar contra la sagrada libertad individual». Esto ha desembocado en la disyuntiva que se le presenta a gobiernos y pueblos al momento de decidir qué tipo de medidas deben adoptarse para solventar las crisis económicas que, recurrentemente y, a veces, de manera permanente, obstaculizan el acceso a mejores condiciones materiales de existencia. Además, es una cuestión que le ha dado espacio creciente a fórmulas políticas reaccionarias que se creían desplazadas de la historia y cuya única oferta es darle un mayor papel a las corporaciones capitalistas en el manejo de la economía y acabar con cualquier vestigio de lo que interpretan como socialismo y comunismo, así sea simple reformismo.
Tal disyuntiva ha permitido al sector empresarial -con la indiferencia y/o complicidad del Estado- imponerle el pago de salarios de miseria a los trabajadores. En muchas ocasiones bajo condiciones que violan la legislación laboral vigente y la amenaza del desempleo. Al respecto, vale recordar lo que, hace siglos, en su obra «La riqueza de las naciones» explicó Adam Smith: «Los salarios corrientes del trabajo dependen del contrato establecido entre dos partes cuyos intereses no son, en modo alguno, idénticos. Los trabajadores desean obtener lo máximo posible, los patronos dar lo mínimo. Los primeros se unen para elevarlos, los segundos para rebajarlos. No es difícil, sin embargo, prever cuál de las partes vencerá en la disputa y forzará a la otra a aceptar sus condiciones». A pesar del tiempo transcurrido, se observa que esta es una realidad frecuente en la mayoría de las naciones, incluidas aquellas que son altamente desarrolladas. El dilema de los trabajadores es aceptar las condiciones de expoliación o exponerse a padecer un mal mayor al no contar con un mínimo de recursos para sobrevivir junto con sus familias.
De ahí que gente dedicada al estudio de la economía planteé que el sistema capitalista debe cambiar, por lo menos -para algunos menos radicales- en lo referente a la explotación destructora de la naturaleza, ya que sus recursos están siendo agotados aceleradamente, causando además del desbalance ecológico que está afectando a toda el planeta (sin alternativas inmediatas que reviertan sus consecuencias) el despojo de las tierras ocupadas desde mucho tiempo por los pueblos originarios y campesinos. Aparte de ello, está la brecha aparentemente insalvable entre ricos y pobres, causando un nivel de desigualdades que está por encima de los preceptos democráticos y de la justicia que debieran imperar en toda sociedad. Los límites acabados del sistema capitalista están marcados por su propia lógica. Su afán de ganancias es insaciable y, por lo tanto, no está sujeto a la satisfacción del interés colectivo, cuestión que se trata de justificar como lo único posible y natural, si se aspira disponer de todo aquello que nos asegure un mejor nivel de vida. Sin embargo, el hecho que el capitalismo sea cuestionado, de una manera u otra, en cualquiera nación del mundo, sin importar que esto se invisibilice en la mayoría de los medios informativos, impone la necesidad de trascenderlo, tal como ocurriera en su momento con el sistema del feudalismo en Europa. Tocará a los pueblos en resistencia al mismo crear sus propias opciones, algunas basadas en sus valores identitarios ancestrales, otras amalgamando las experiencias históricas acumuladas por la humanidad en general en la lucha por su emancipación integral; pero todas centradas en el objetivo común de preservar toda forma de vida sobre la Tierra.