Por Víctor Bermúdez

Durante estos días, los países más ricos, con la UE y EE. UU a la cabeza, han vuelto a rechazar la propuesta de Sudáfrica e India al Consejo de los ADPIC (Acuerdos de Propiedad Intelectual) de la Organización Mundial del Comercio (OMC), para aplicar una liberación temporal y parcial de las patentes en medicamentos, vacunas, pruebas de diagnóstico y otras tecnologías contra la covid-19. Una propuesta que ha inspirado movilizaciones ciudadanas (como Right to Cure en Europa) y que cuenta con el apoyo dela mayoría de las naciones de la OMC (más de cien países), de ONG como Médicos Sin Fronteras, o del mismo director de la Organización Mundial de la Salud, Tedros Adhanom.

La liberación temporal de las patentes permitiría, según estos países y organizaciones, que muchos otros laboratorios y empresas pudieran fabricar y distribuir las vacunas en todo el mundo, acelerando así el proceso de inmunización y poniendo fin a la sangría humana, social y económica que está provocando la pandemia.

La posibilidad de una liberación como la citada está, además, contemplada en acuerdos internacionales como la Declaración de Doha en 2001, o el Acuerdo de Marrakech de 1994, en el que se prevé también la opción de exigir a las empresas licencias obligatorias para, por ejemplo, fabricar genéricos (previa indemnización a dichas empresas), en contextos de grave crisis sanitaria.

En el caso presente, a la extrema gravedad de la situación – una epidemia global de proporciones desconocidas que mantiene paralizado al mundo – se une el hecho de que las vacunas cuyas patentes se pretenden liberalizar han sido desarrolladas merced a enormes inversiones de dinero público (unos 10.000 millones de euros tan solo en la U.E.), por lo que exigir la exención temporal de tales patentes no equivaldría más que a reclamar un retorno parcial, obligado por las circunstancias, de aquellas mismas inversiones

De otra parte, el argumento esgrimido por el lobby farmacéutico, según el cual la liberación de patentes “desincentivaría” a largo plazo la investigación e innovación médica, es exagerado o falso. Es exagerado porque la liberación tendría carácter temporal (el tiempo que dure la pandemia), y es falso porque el ansia de beneficios económicos millonarios (como son los que procuran las patentes a las grandes farmacéuticas) no es el único ni el principal incentivo de la investigación médica. De hecho, gran parte de los medicamentos desarrollados por las multinacionales farmacéuticas son comprados a bajo coste a universidades, institutos de investigación (muchos de ellos públicos) o pequeñas empresas que trabajan con márgenes de beneficios razonables, sin que eso resienta en nada la vocación de sus investigadores. Las patentes exclusivas suponen, además, una grave limitación al intercambio de información que se requiere para el desarrollo del conocimiento, algo especialmente doloso cuándo nos referimos a las ciencias de las que dependen la salud y el bienestar de todos.

La justificada mala prensa de las multinacionales farmacéuticas (debido a la opacidad de sus políticas de precios, sus escandalosas estrategias especulativas o el saqueo continuo al que someten a los sistemas de salud pública), junto a lo excepcional de la situación (la mayor campaña de vacunación colectiva de la historia), representan, así, una ocasión única para limitar el inmenso poder de aquellas y reestructurar la gestión de un bien de primera necesidad como son los medicamentos básicos.

Los gobiernos no tienen, en esto, más que ser consecuentes con sus propias leyes y declaraciones (el artículo 122 del Tratado de la UE o, en el caso español, lo consignado en la Estrategia de Respuesta Conjunta de la Cooperación Española con la Pandemia de Covid-19) para promover políticas de propiedad intelectual orientadas a facilitar el acceso universal y equitativo a las vacunas – un “bien mundial común”, como ha declarado reiteradamente la presidenta de la Comisión Europea –.

De este modo, y más allá de ineficaces componendas caritativas (como los fondos COVAX), y frente ala estrategia suicida de los países ricos de acaparar la producción de vacunas (algo que retrasaría durante años la vacunación en los países más pobres, con el consiguiente riesgo para todos), se impone forzar a las empresas farmacéuticas a compartir sus patentes a nivel global, establecer políticas de precios máximos, sumarse a la iniciativa de la OMS para compartir el conocimiento científico desarrollado contra la COVID-19 (iniciativa C-TAP) y establecer un riguroso control internacional sobre la producción y distribución de medicamentos esenciales, algo que no puede estar, en estas catastróficas circunstancias, al albur de los intereses especulativos de las compañías farmacéuticas.

*Profesor de filosofía