Antonio Lorca Siero

La rendición de las masas ante el acoso del capitalismo se veía venir desde tiempo atrás. A pesar de las viejas alarmas de la elites tradicionales, lo que en su día se llamó rebelión, solo se trataba de simples escaramuzas ideológicas alentadas por la propia burguesía que pretendía ilusionarlas para llevarlas al terreno del nuevo modelo de explotación. Ya educadas en el mercado, fue evidente que las masas no se rebelaban y, finalmente, cuando entraron sin posibilidad de salida en el cercado del consumo, la situación quedó clara. No obstante desempeñar con fidelidad el papel consumidor que les ha sido asignado en el sistema capitalista, el mundo del dinero aspira a muchos más, sencillamente a tener el control total sobre vidas y haciendas. Finalmente lo ha conseguido, porque con ocasión del ambiente reinante, acosadas por el miedo y las penurias económicas, las masas se han rendido sin condiciones ante el nuevo capitalismo global surgido a raíz de la llamada pandemia.

Resultaba que la entrega al consumo desbocado, para satisfacción del capitalismo productivo y del sistema reticular controlado por el capitalismo mediático no era suficiente. Indagar tanto sus preferencias de mercado como sobre la intimidad de las personas para, con ayuda de máquinas y algoritmos, adelantarse y confeccionar productos e implementar modas para la ocasión, al objeto de llevarlas a comer dócilmente de la mano empresarial, también les sabía a poco. A la par, los especuladores se movían a placer con sus capitales de un punto a otro del globo sin apenas control, arruinando aquí y saqueando allá, pero incluso el dinero bobo seguía considerando escaso el botín, porque la avaricia por principio nunca se siente satisfecha. Había pues, de una parte, sectores del mundo del dinero que consideraban que obtenían pocos beneficios en la tarea de promocionar el mercado por el mercado y otros que, tentados por el dinero fácil, aspiraban a mucho más; pero no hay que pasar por alto a los que en la sombra, animados por el espíritu totalitario a la nueva usanza, exigían entrega total de las masas, ya sujetas a explotación económica.

Esta postura del todavía más, propia del aspecto comercial del capitalismo, hasta hace poco tiempo, cuando no respondía a sus expectativas se venía aliviando con abiertas contiendas bélicas o simples escaramuzas para mejorar el sistema. Sin duda, tras la ruina de la sociedad, el negocio empresarial de los afectados mejoraba y los otros obtenían los correspondientes beneficios explotando las desgracias colectivas. Aunque este proceso siempre tiene un coste político, podría volver a recrearse en cualquier momento montando un tinglado a nivel cuasi-mundial para satisfacción de los afectados, pero las guerras convencionales parece que saben a poco y, como dejan mala prensa, hay que ingeniar nuevos métodos de destrucción masiva menos agresivos en principio. También una crisis económica más, de esas que vienen siendo habituales de forma periódica, aunque fuera de mayor calado, podría servir, pero ya están muy vistas, amén del inconveniente de sus efectos incontrolados. Aunque no fuera nada nuevo, a alguien, debidamente subvencionado, se le ocurrió lo de la bomba del virus, discreta, efectiva, aséptica y amparada en el anonimato.

De otro lado, la elite del dinero que viene moviendo el capitalismo global animada por un sentimiento totalitario, ha entendido que ha llegado el momento de que las masas asuman su situación de vulnerabilidad ante cualquier emergencia y el papel salvador asignado a las elites. Más allá de democracias ficticias y de derechos y libertades de película que, por otro lado, se han congelado por el efecto del virus, las masas tienen que asumir su dependencia de quien se muestra dispuesto a aportar soluciones al problema. En este caso de aquel que entregue la clave para una potencial vacuna y los fármacos que sirvan de remedio frente a la enfermedad. Quedando meridianamente claro que, no obstante su papel de contribuyentes al desarrollo del mercado, su fragilidad las hace dependientes del sistema. En definitiva se trata de marcar las respectivas posiciones de los que mandan en el mundo, porque disponen del poder económico, y de quienes están destinados a obedecer, dada su condición de víctimas de una escaramuza más del sistema.

Para guardar las apariencias, la explicación dada a la nueva situación de calamidad pública trata de apoyarse en la lógica de la naturaleza y en especial del sufrido murciélago o de cualquier otro ser vivo que a la luz de la ciencia y los técnicos a sueldo permita justificar lo injustificable, simplemente amparándose en el principio de autoridad que mantiene una y la profesión de los otros. Sin embargo la versión declarada oficial presenta demasiadas lagunas. Por eso, ya en terreno de las hipótesis, no es de descartar, habida cuenta de los intereses geopolíticos y comerciales en juego, que la realidad camine por otro lado y el gran tinglado montado tenga su origen en el terreno de los virus laboratorio —si así fuera, resultaría que cualquier teoría de la conspiración se quedaría corta y ya habría que hablar de momento Orwell—. Es previsible que los creadores del ingenio dispusieran de antemano de los correspondientes antídotos, ya sean tratamientos o vacunas. Después solo ha bastado soltar el producto viral discretamente, por aquí y por allá, y esperar a los resultados del experimento a gran escala.

Con el blindaje que aporta el sistema es difícil contradecir la versión oficial, si además viene asistida por la ciencia y el refuerzo mediático. Las divergencias, y en especial aclarar el origen del virus y quién lanzó el artefacto, se reconducen al terreno de los bulos o del negacionismo carente de sentido, mientras las tesis realistas están destinadas a no prosperar en un ambiente de lavado de cerebro colectivo. Si se quiere encontrar un argumento de mínima consistencia para etiquetar lo que parece un novedoso y ambicioso proyecto de destrucción masiva resultaría que su finalidad pudiera tratarse, primero, de aligerar de carga a la población mundial, básicamente de personal inservible para el trabajo por razones de edad —hecho plenamente confirmado por las estadísticas—, dejando a salvo la reserva prometedora de las nuevas generaciones, que han resultado protegidas en gran medida de la devastadora acción del virus —lo que también recogen los datos estadísticos—. Se puede observar que el aparato estatal se ha aligerado de algunas cargas para sufragar otras y el mercado se ha modernizado con savia nueva, más afín a las innovaciones tecnológicas y al consumismo.

El miedo a la enfermedad y sus consecuencias han jugado una baza importante en favor del tenedor de los remedios, de manera que la entrega al sistema ya es incondicional por parte de las masas. Han puesto a su disposición vidas y haciendas y, por el mismo coste, la voluntad individual, aunque desgastada por el mercado y sus manipulaciones. A cambio se van a resolver todos los problemas creados, al menos por el momento. Pero a cambio las personas deberán ser fieles a los fármacos que curarán el mal, cuando el empresariado sectorial, siguiendo ordenes superiores lo considere conveniente comercializar, pero ese momento debe estar cercano porque en mundo de las las finanzas ya lo celebra, frotándose las manos a la vista del enorme potencial del negocio de la reconstrucción, —al igual que ha venido sucediendo con cualquier guerra—. Vistos los resultados, no se puede descartar que, cuando se agote el ordenado caos de esta pandemia, se monte otra de similares características. Todo ello como garantía de permanencia de un sistema capitalista dispuesto a arreglar vidas y procurar bien-vivir a cambio de dinero y mantener en auge el negocio. Lo sustancial de esta situación es la claudicación definitiva de las masas ante un capitalismo totalitario, en el que ya no queda espacio para hombres libres.