Isaac Enríquez Pérez

Concebida como un hecho social total (https://bit.ly/3kAjxVA) y como un sistema complejo (https://bit.ly/3j7iwmV), la pandemia trastoca la lógica de las estructuras sociales y de las prácticas cotidianas de las sociedades contemporáneas. Como crisis epidemiológica global, la pandemia evidencia las grietas de la ilusión del progreso como proceso civilizatorio inaugurado con la modernidad europea desde el siglo XVIII. La noción de bienestar social generalizado derivado de manera automática tras alcanzarse el progreso material no solo fue eclipsada, sino vaciada de contenido al gestarse un desanclaje entre la abundancia de bienes y servicios, el avance tecnológico y la enfermedad como principal condicionante de la vida humana. A este dislocamiento se suman las amplias posibilidades de una sexta extinción tras agravarse la contradicción sociedad/naturaleza (https://bit.ly/3ekjIkb) regida por el modelo del crecimiento económico ilimitado y la vocación expansiva del capitalismo. De tal modo que, en su conjunto, estos procesos le dan forma a un colapso civilizatorio de amplias magnitudes en el contexto de la radicalización de la era de la incertidumbre y de las contradicciones propias de las sociedades capitalistas.

Este colapso civilizatorio hunde sus raíces en la crisis de sentido que asedia a las sociedades occidentales desde el desmembramiento de la Unión Soviética. La incapacidad de las élites políticas e intelectuales para soñar, imaginar y proyectar el futuro y los modelos de sociedad alternativos se relaciona con la crisis del liberalismo como ideología consustancial a la génesis y expansión del capitalismo en tanto modo de producción y proceso civilizatorio. Las promesas incumplidas de la ideología liberal y de su programa político enarbolado por el Estado moderno ampliaron el desencanto en torno a las contradicciones del capitalismo, al tiempo que sentaron los cimientos para el destierro del pensamiento utópico (https://bit.ly/30kbnsV). 1968 fue el punto de quiebre y 1989 fue el inicio de la profundización de esta crisis de sentido a escala planetaria. En tanto que 2020 –con la crisis epidemiológica global–, es el año en que se acelera un drástico cambio de ciclo histórico (https://bit.ly/3fULDsl) que reconfigura a los Estados, la forma de organizar el capitalismo, las relaciones económicas y políticas internacionales, e incluso el ejercicio de la intimidad y las maneras de canalizar las emociones ante el miedo.

El telón de fondo de este colapso civilizatorio es la desigualdad extrema global que le da forma a una sociedad paradojal donde el maremágnum de innovaciones tecnológicas y el vértigo de la abundancia conviven con la pobreza y la exclusión social. De ahí que la pandemia sea una fábrica global y masiva de náufragos que amalgama múltiples flagelos sociales (https://bit.ly/2AvtD8C), segrega marginados y profundiza el avasallamiento sobre la clase trabajadora.

Mismos expertos de entidades como la Organización de las Naciones Unidas (ONU) auguran que lo peor de la crisis pandémica contemporánea está por llegar para los más pobres entre los pobres y para los analfabetos digitales; especialmente por las insuficiencias y deficiencias de las redes de seguridad social que no evitarán la suma de un contingente masivo de 176 millones de nuevos pobres (https://bit.ly/3hQoF62). Entonces, lo que se entreteje con ello y como una manifestación del colapso civilizatorio es la inoperancia y postración del Estado (https://bit.ly/2Z3YYre) que –en medio de su crisis de legitimidad (https://bit.ly/3aPdgBL)– torna inviables y rebasadas sus decisiones, medidas de política pública e intervenciones –especialmente de aquellas regidas por el imperativo de la austeridad fiscal y la utopía del mercado autorregulado.

Una manifestación más del colapso civilizatorio relacionado con la pandemia lo representa la lapidación de la palabra. Sometida a la tergiversación semántica, la palabra y las significaciones y valores –sean modernos o los propios de la(s) alteridad(es)– que entraña fueron diezmados por la vorágine de la construcción mediática del coronavirus (https://bit.ly/2VOOQSu) y la desinfodemia (https://bit.ly/2YrkO8U) que acompaña al apocalipsis mediático (https://bit.ly/3esaRhl) en el encauzamiento del miedo y de las emociones ante un patógeno que es asumido como un «enemigo común». Si la palabra sustentada en la razón fue uno de los principales cimientos del movimiento de la llamada modernidad europea, con la pandemia fue dinamitada en su potencial para construir significaciones, sentido ante la realidad, y explicaciones razonadas en torno a las grandes preguntas y problemas sociales. En este escenario, la palabra vaciada de sentido es usada para la normalización de la crisis y de las catástrofes que le son consustanciales. Particularmente, con la tergiversación semántica se perfiló una falsa disyuntiva, a saber: la salud o la economía. Supeditando acríticamente todo lo demás a esa dicotomía y perfilando con ello una nueva modalidad de instituciones públicas: el estado sanitizante o higienista, dotado de importantes componentes hobbesianos mediante los cuales el ciudadano o súbdito pretende protegerse de los peligros y acechanzas que le impone el entorno.

Otro rasgo del actual colapso civilizatorio acelerado con la pandemia es la magnificación de la centralización y concentración del conocimiento científico, tecnológico y sanitario. Movidas por el afán de lucro y ganancia, las grandes corporaciones del big pharma entronizaron la idea de que la solución ante la presente crisis epidemiológica global lo es única y exclusivamente la vacuna. En torno a su invención y patentes se despliegan disputas comerciales, interempresariales y geopolíticas que evidencian el hecho de que la ciencia no está al servicio de los pueblos, sino que dichas disputas son parte consustancial de la configuración y expansión de las estructuras de poder, riqueza y dominación.

El potencial dispositivo antiviral no está exento de las jerarquías, asimetrías y correlación de fuerzas de las sociedades contemporáneas. Así como tampoco lo están las decisiones bioéticas en torno a quiénes salvar cuando se carece de respiradores artificiales. El mismo triage social jerarquiza, disciplina y discrimina a través de algoritmos computarizados quién vive y quién muere en el marco de la pandemia, quién goza y quién no de los servicios médicos indispensables para enfrentarla, quién ocupa o quién no una cama de hospital ante la saturación y colapso de los servicios sanitarios. La necesidad de atemperar la incertidumbre se engarza con los dispositivos de poder y control y con la ideología médica alejada de toda consideración bioética. Entonces, si el Estado es incapaz de tomar decisiones y de movilizar recursos para garantizar la preservación de la vida de los súbditos, se abre la brecha en torno a los valores civilizatorios que le dieron forma en Europa desde los siglos XVI y XVII. De ahí que este colapso civilizatorio redunda en una crisis institucional que evidencia el agotamiento de la política como praxis adecuada para solucionar los problemas sociales (https://bit.ly/2OdSmBL). La privatización de facto de los sistemas sanitarios y la insuficiencia de inversiones públicas para brindar servicios oportunos y de calidad son el botón de muestra de esa incapacidad de los Estados y de la escasez inducida provocada por la austeridad fiscal de las últimas décadas.

La entronización de la sociedad de los prescindibles y de la cultura del descarte se abre paso con la pandemia y sus mecanismos de clasificación y segregación de los marginados. Al tiempo que evidencia que los muertos de la pandemia son muertos drenados por la misma desigualdad del capitalismo y forman parte de una economía institucionalizada de la muerte que se fundamenta en el entumecimiento psicológico (https://bbc.in/30o64rn), el olvido y la desmemoria.

La misma crisis epistemológica evidenciada ante la pandemia por las mismas ciencias y las humanidades permite entrever el colapso civilizatorio a partir del agotamiento de los grandes relatos y de los discursos que brindaron explicaciones e interpretaciones acordes con la necesidad de construir certezas en sociedades regidas por el pensamiento y los valores modernos. Es una crisis de las significaciones que nos coloca como sociedad en el umbral de la orfandad intelectual.

De ahí que la pandemia nos impone la urgencia de pensar en tiempo real. Urgencia planteada como un desafío para cualquier modalidad de reflexión y ejercicio del razonamiento en las sociedades humanas; más lo es para las ciencias sociales y el despliegue del oficio de la investigación. La pandemia, en tanto hecho social total, impone ese desafío a los convencionalismos, metodologías y prácticas cotidianas de la academia universitaria. En tanto manifestación acabada de una crisis sistémica y ecosocietal, la pandemia no solo rompe con la ficción de un mundo preñado de certezas, sino que nos conduce por los vericuetos de un colapso civilizatorio que lo mismo conjuga una crisis de sentido con el fin de las certidumbres y con la confusión epocal suscitada por el maremágnum de acontecimientos que se aceleran con la crisis epidemiológica global y que se entrelazan con las decisiones estratégicas y los intereses creados que le dan forma a las transformaciones del capitalismo contemporáneo. El desafío de pensar en tiempo real, en el marco del uso público de la razón desplegado desde la academia y otros ámbitos de construcción del pensamiento, supone engarzar la reflexión sistemática con el proceso de toma de decisiones en las distintas escalas territoriales –desde lo local/regional hasta lo global–; ello no solo es un imperativo para comprender a cabalidad el carácter multidimensional y los rasgos de sistema complejo que adopta la pandemia y el mismo confinamiento global. Comprender, explicar e interpretar las manifestaciones y alcances múltiples de la pandemia amerita de la convergencia de variadas miradas que desentrañen su esencia, contradicciones y senderos. De ahí la urgencia de pensar en tiempo real y de desplegar el ejercicio de la investigación interdisciplinaria que reivindique al conocimiento como una construcción social y como una praxis íntimamente relacionada con la creación de escenarios, las decisiones públicas y los procesos de planeación expuestos –cada vez más– a la intensificación de los procesos de globalización. Este ejercicio es más apremiante aún de cara a una especie de destierro autoimpuesto de la academia.

De cara al colapso civilizatorio acelerado con la crisis sistémica y ecosocietal entrañada en la pandemia, las posibilidades que abre el ejercicio del pensamiento crítico se engarzan con la magnitud de los problemas sociales y el cambio de ciclo histórico que se perfila. En ello es crucial la construcción de nuevas significaciones para atemperar los efectos del consenso pandémico. Es, en efecto, un tema sanitario, pero también es un tema semántico y propio de la economía política que atraviesa los alcances y limitaciones de los valores que le dieron forma al proceso civilizatorio de los últimos 200 años. De ahí la importancia de la disputa por la palabra razonada e informada en aras de atemperar el miedo y los dispositivos de control de la intimidad, el cuerpo y la mente de los ciudadanos. Sin una mínima cultura política las sociedades contemporáneas están imposibilitadas para enfrentar y remontar las ausencias y postración del Estado, así como las fisuras del proyecto civilizatorio condensado en la modernidad europea y su crisis terminal.