Isaac Enríque Pérez

En otros ensayos sobre el tema, publicados anteriormente en esta editorial, tratamos de trazar algunos escenarios futuros respecto a la sociedad y al mundo que emergerán a raíz de la ruptura sistémica y (des)civilizatoria y de los procesos sociales acumulados durante las últimas tres décadas, y que muestran su rostro más frontal y acabado con la actual crisis epidemiológica global. Estas transformaciones comienzan a perfilarse en las relaciones cara a cara de los individuos, en el conjunto del Estado-nación, y en el ámbito de las relaciones económicas y políticas internacionales.

En principio, no existe sensación más poderosa que se inocule hasta las entrañas de los seres humanos que el miedo y, particularmente, el temor a perder la vida o al peligro que suponga daños a la integridad física. El miedo –cual bestia devoradora y desbocada que ataca al personaje de «El grito» pintado por Edvard Munch– nubla y eclipsa la ecuanimidad, el razonamiento y el entendimiento; aviva las emociones primarias y los instintos más básicos, hasta alcanzar niveles de alucinación y desquiciamiento. El miedo, a su vez, es el fundamento del poder, pero nada garantiza que éste sea capaz de controlar a aquel cuando es soltado sin responsabilidad, ni escrúpulos. Más aún, en situaciones límite que suponen riesgos, peligros y vulnerabilidad, los seres humanos suelen perder el control de la situación y de sus decisiones. Identificadas (construidas) las víctimas y sembrado el miedo desde el rumor fundado o infundado, lo que está por venir es la inoculación del odio y la búsqueda de un enemigo real o imaginario a quien volcar ese odio. Es así como opera históricamente el complejo militar/comunicacional/cinematográfico y, con la irradiación global de un virus que amenaza a la vida humana, no es la excepción. Si las masas se sugestionan con la sensación contagiosa del miedo, la individualidad, la reflexión y el libre albedrío son erosionados y subsumidos. Ante el apremio de la supervivencia, el instinto aflora a la luz del miedo, el pánico y el horror.

Este miedo, que ya se extiende a la vida cotidiana de los individuos y a sus relaciones sociales, induce la necesidad de bioseguridad ante la amenaza viral. Primero se extiende como desconfianza hacia el vecino, el compañero de trabajo y al desconocido que transita por las calles. Todos somos sospechosos y ello erosiona los lazos de la cohesión social, virtualiza las relaciones y entroniza el individualismo. Instalado el miedo como sensación a flor de piel y la desconfianza como actitud cotidiana, la bioseguridad se erige como la nueva narrativa dotada de significaciones que posicionan a la muerte en el horizonte. Nada es más efectivo que explotar la vena de la inestabilidad, vulnerabilidad y fragilidad humanas en aras de construir el poder y los mecanismos de control sobre los cuerpos y la mente.

La relación sociedad/Estado que se prefigura con el modelo chino de contención de la pandemia y que se replica en Europa, es una mediada por el control digital de la vida de los individuos. Ello acompañado de mayores controles fronterizos y de actitudes nativistas.

La tecnología digital cambiará las relaciones laborales y el ejercicio del trabajo se desplegará, con mayor intensidad, en el ciberespacio. El precariado (fuerza de trabajo sobreexplotada, con empleos inestables, inseguros, contratos a tiempo parcial y salarios deprimidos que no se corresponden con su cualificación) será –es ya– el correlato del campo laboral digitalizado. En tanto que las labores rutinarias y repetitivas serán realizadas desde los robots y la inteligencia artificial. Los entornos virtuales en red darán paso a una ciudad virtual con alta sincronización, pero fundamentados en infraestructuras frágiles que nos impiden escapar de la realidad, sus peripecias y la exposición a las catástrofes. La vida cotidiana de los ciudadanos será trastocada con la aceleración de los cambios en el campo laboral y acentuará lo que Massimo Gaggi y Edoardo Narduzzi denominan como «el fin de la clase media y el nacimiento de la sociedad de bajo coste».

En los ámbitos nacionales –con sus consustanciales matices y diferencias–, de cara a la inoperancia y postración del Estado, evidenciadas en las reacciones tardías y titubeantes tras la irradiación de la pandemia y el desmantelamiento y privatización de los sistemas de salud en los últimos lustros, es muy probable que emerja una nueva modalidad de sector público, con renovados mecanismos de intervención en la vida social. Ello reconfigurará a los Estados y sepultará –al menos por una larga temporada– el imperativo de la austeridad fiscal y la reducción del déficit público. Bajo la urgencia de alejar el peligro que se cierne sobre las sociedades, este nuevo Estado será más intrusivo en sus funciones y en su relación con la intimidad y libertades de los ciudadanos. Echará mano de la biopolítica y la tecnología en aras de reducir la incertidumbre. Subordinará la libertad individual a la urgencia de la seguridad, el orden y la contención del riesgo y los peligros. Solo así logrará revertir su crisis de legitimidad y descrédito acumulados durante las últimas cinco décadas, tras arraigarse los efectos sociales negativos del fundamentalismo de mercado.

Regidas por el nativismo, el neoaislacionismo y el nacionalismo económico, las élites políticas, cada vez más conservadoras y xenófobas, echarán mano de mecanismos de redistribución del ingreso y de cuantiosos recursos presupuestales para dinamizar la acumulación de capital y la (re)concentración de la riqueza; sin embargo, ello no erradicará las desigualdades. El endeudamiento público se perfila como el expediente predilecto para la instauración de un nuevo patrón de acumulación menos expuesto a las turbulencias de la economía mundial y a la voracidad irrestricta de la financiarización.

En la escala global, emergerá un mundo fragmentado y discontinuo que conjugará la autarquía flexible de las sociedades nacionales; la menor densidad de la interconectividad y la movilidad; el mayor arraigo a los espacios físicos locales; y la más amplia virtualidad de las relaciones sociales. En este contexto, las relaciones económicas internacionales y las cadenas de valor serán reconfiguradas por los Estados en aras de no someterse a la dependencia productiva, comercial, tecnológica y financiera, evidenciada con el proceso de desindustrialización que torna incapaces a Europa y Estados Unidos en la producción de insumos sanitarios para combatir la pandemia. El proceso económico formará parte del diámetro de la noción de seguridad nacional; al tiempo que será desechado en las políticas públicas el supuesto de la eficiencia económica como mantra incuestionable. En tanto que la obsesión por el crecimiento del PIB persistirá como fetiche ilimitado del nacionalismo económico.

La fragmentación geopolítica del mundo contemporáneo –con su consustancial rivalidad– se corresponde con la erosión de la hegemonía de los Estados Unidos en el sistema mundial, y con el retiro o retracción de su liderazgo. En ese contexto, la cooperación internacional orientada a resolver los problemas globales brilla por su ausencia y no existen visos de su posible retorno. La irradiación de una pandemia como la del Covid-19, se explica por la intensificación de los procesos de globalización y, particularmente, por los viajes aéreos y el turismo masivo. Y ni siquiera ello urge a reivindicar la acción colectiva global

La reclusión o enclaustramiento mundial y el parón premeditado de la economía, redujeron la demanda internacional de hidrocarburos, y países productores como Arabia Saudita y Rusia se enfrascaron en una disputa por los niveles de producción y los precios. Ello es muestra del grado de tensión e incertidumbre que caracteriza a la economía mundial. La partida ganada por Rusia no solo radica en la dependencia energética que le ofrenda la Unión Europea, sino en el hecho mismo de que aquella se afianza como una potencia energética mundial y hace de los hidrocarburos un factor geopolítico de peso.

El ataque de los Estados Unidos hacia el multilateralismo de la segunda posguerra (la suspensión del financiamiento a la Organización Mundial de la Salud es una muestra de ese desdén), abre la posibilidad para el ascenso sin escalas de China en el concierto de las relaciones políticas internacionales. Las instituciones y organizaciones interestatales que emerjan de la reconfiguración del (des)orden mundial, tendrán –con toda seguridad– la impronta china ante el destierro de la pax americana. La propaganda que subyace en la ayuda oficial que China otorga a otros gobiernos en medio de la contingencia, marcha en ese sentido.

Taiwán, Singapur y Corea del Sur, enfrentan la pandemia con destacados resultados a partir de un recelo al «Estado mínimo». Junto con China, son las sociedades que –por la gracia de sus instrumentos intervencionistas– resentirán menos el parón económico y retomarán la senda de la recuperación.

Si China logró controlar la expansión de la pandemia, lo hizo sobre la base de la exacerbación de los controles políticos, la opacidad en el manejo de la información, y de la biovigilancia estatal a través de la tecnología digital. El uso de aplicaciones móviles como Suishenban, que aprovechan la geolocalización y el big data para medir la temperatura corporal de los ciudadanos y otorgar permisos de movilidad por las ciudades, se exporta a Europa. El gobierno italiano, por ejemplo, diseña una aplicación para identificar ciudadanos contagiados por el Covid-19, así como de las personas con las cuales se reúnen, y a partir de ello proceder a aislarlas. En tanto que la Secretaría de Estado de Digitalización e Inteligencia Artificial (fundada el 13 de enero pasado) desarrolla, en España, una aplicación móvil para geolocalizar a los ciudadanos y confirmar si se encuentran en el sitio donde declararon al de solicitar permiso para salir de sus hogares. Aunado ello a la declaratoria de Estado de alarma nacional, la militarización de las calles y al uso de drones para vigilar que los ciudadanos retomen el confinamiento.

Asfixiada por los impactos del Brexit, la Unión Europea radicaliza sus contradicciones y fragilidades como proyecto comunitario. Debatida entre la obsesión de la austeridad fiscal y el «rescate» de la planta productiva, la Unión Europea no solo diluye lo poco que restaba de su cohesión interna, sino que pierde posiciones en la geopolítica y geoeconomía mundial, al dividirse entre una Europa –la del Norte– que no desea asumir la carga fiscal del «rescate» de la Europa sureña y rentista que aspira a socializar las pérdidas privadas. El miedo inoculado por la irradiación masiva del virus reforzará a los partidos ultraconservadores, nacionalistas y antieuropeistas. Los primeros indicios de estas tendencias son la ausencia de liderazgos regionales y el hecho de que buena parte de las decisiones y estrategias para enfrentar la pandemia se toman desde las escalas nacionales. Más aún, al calor del látigo de la epidemia, fluye un discurso que agrieta al bloque regional tras perfilar una «Europa industriosa del norte» y una «Europa vaga del sur», desorganizada, a la cual no hay por qué rescatar.

Además del declive hegemónico de los Estados Unidos, las luchas intestinas entre sus élites –el viejo establishment de las dinastías Bush y Clinton y el grupo político liderado por Donald J. Trump–, se recrudecen con la caída del mercado de valores y la espiral de desempleo agravada durante las últimas semanas. Al excluyente, insuficiente y desarticulado sistema sanitario del país, se suman pronósticos extraoficiales que sitúan el desempleo, en el contexto de la crisis epidemiológica, en un 30% de la fuerza de trabajo. El coronavirus marcha a la par de la desigualdad que signa a la nación. Millones de homeless en las calles de las ciudades sobrepobladas, servicios sanitarios caros, amplios segmentos de la población carentes de seguro médico, son botón de muestra de esa desigualdad y exclusión social que favorece la irradiación del virus. 2.2 billones de dólares son destinados por el Estado a manos privadas, y ello se acompañará, probablemente, de la nacionalización de amplios segmentos estratégicos de la economía. Pero esa maniobra no será protagonizada por el reformismo, sino por neoaislacionismo ultraconservador. Más aún, es evidente la renuncia de los Estados Unidos a la conducción y liderazgo en momentos de crisis y desconcierto mundial.

Al liberalismo y su promesa incumplida del progreso material y la mejora de las condiciones de vida en los individuos, le fue colocado –con los acontecimientos epidemiológicos recientes– un clavó más al féretro mortuorio que deambula desde 1968. El ideal del progreso y su linealidad histórica, ascendente e ilimitada no solo es puesto en entredicho, sino que pierde su carácter absoluto e irreversible. Los niveles de bienestar alcanzados en décadas, no lograron hacer frente a la desigualdad, fragilidad y vulnerabilidad evidenciadas por la pandemia. De ahí que la peste contemporánea aceleró un proceso más amplio de desmoronamiento de las instituciones y de su legitimidad.

De todo ello, solo el Estado-nación y las identidades saldrán avantes, justo por el miedo inoculado entre las poblaciones. Los ciudadanos estarán dispuestos a renunciar a ciertas libertades fundamentales en aras de preservar la integridad física y de protegerse de los peligros. La biovigilancia totalitaria y la bioseguridad, bajo el supuesto de que los portadores del virus son un «enemigo común», es una agresión a las libertades y a los derechos humanos básicos. Pará ello, se echa mano de bases de datos personales centralizadas, confinamientos forzados o voluntarios, toques de queda, ejercicios de la ley marcial, entre otros dispositivos de control. El Estado fuerte y omnipresente será uno de los clamores consentidos por las sociedades expuestas al riesgo sanitario. La higiene y la profilaxis serán prioridad en las políticas públicas y para el aumento del gasto social se requerirá de mayores impuestos que faciliten la expansión y operación de un Estado sanitizante o higienista.

Restablecer los niveles de producción y comercio tras el coma inducido en amplios segmentos de la economía mundial, llevará varios años, según las posibilidades de cada uno de los países. La ruptura de las cadenas globales de suministro posicionará políticas de reindustrialización en las economías desarrolladas en aras de contrarrestar la dependencia productiva respecto a China y el sudeste asiático. Si bien los sistemas internacionales de producción integrada no desaparecerán, sí sufrirán fracturas sus cadenas de valor diseminadas a lo largo y ancho del mundo.

Cabe acotar la idea de que no es la pandemia lo que detona o detonará la crisis de la economía mundial, sino que la génesis e irradiación de los impactos del coronavirus SARS-CoV-2 son resultado de la crisis estructural del capitalismo en su fase del fundamentalismo de mercado, que despliega una criminalización y guerra contra los pobres. Esto último se observa en Lombardía (Italia) –con el predominio de las mafias y la corrupción en el sistema sanitario– y en España, donde comienza a manejarse la versión –incluso judicial– de que las masivas muertes de ancianos por Covid-19 en las residencias y asilos pueden ser atribuidas a la negligencia médica y a decisiones premeditadas para inducir la muerte de pacientes terminales

Más aún, lo que subyace en la magnificación de la pandemia es una crisis civilizatoria dada por el agotamiento de la razón moderna. Por una parte, René Descartes introdujo un paradigma que separa –por considerarse distintas y opuestas– a la sociedad de la naturaleza; de ahí que el hombre, al desplegar su capacidad cognitiva para conocer el mundo físico/natural, tenga como finalidad última dominar la naturaleza y afianzar su supuesta superioridad. Francis Bacon, por su lado, a través del empirismo, le dio forma a esta noción de dominio de la naturaleza desde la ciencia. De ahí el discurso que legitima la devastación ambiental y la noción de que el humano no forma parte de la naturaleza, sino que tiende a estructurar ecosistemas autónomos, distantes de la biosfera asumida como objeto a disposición del hombre y de sus necesidades y deseos ilimitados. A través de esta noción empirista, se pierde de vista que los virus y las epidemias son parte consustancial de la historia de las sociedades y no meros accidentes efímeros. Esta creencia, con el Covid-19, fue dinamitada en sus cimientos.

Solo la ética de la compasión nos ayudará a comprender y asimilar el entrelazamiento de un virus con el carácter desigual y polarizante de nuestras sociedades. Ello hace evidente que el estilo de vida fundamentado en un patrón de producción y consumo depredador y extractivista, genera escenarios que desbordan los efectos negativos de la desigualdad social y económica, la exclusión de los sistemas sanitarios, la sobrepoblación, el crecimiento desmedido de las regiones urbanas, el flujo masivo de personas a través del turismo y los vuelos intercontinentales que trasladan al otro lado del mundo en menos de 24 horas.

Más que la gran transformación que vislumbró Karl Polanyi, podemos decir que la gran reclusión precipitada con la irradiación de la pandemia actual, abrirá escenarios que derivarán en un cambio de ciclo histórico. De ahí que estos procesos nos obligan a pensar en formas distintas y alternativas de organización de la vida social, que no se fundamente en el productivismo y eficientismo económico.

Académico en la Universidad Nacional Autónoma de México.

Twitter: @isaacepunam