David Torres-Público.es
abril 16, 2020
No hay muchas cosas que sirvan para enfrentarse a una situación tan anormal como la que estamos viviendo con la cuarentena provocada por el Covid19, pero la hipocondría y las películas de zombis ayudan bastante, se lo aseguro. Como llevo toda la vida entrenándome a fondo en ambas disciplinas, puedo decir que el confinamiento no se me está haciendo demasiado pesado, teniendo en cuenta que había días, antes de esta catástrofe, que no bajaba a la calle salvo para tirar la basura, exactamente igual que ahora. Tomarse la temperatura y sospechar que se padece una enfermedad mortal son actividades cotidianas para los hipocondríacos, de manera que puede decirse que ya estábamos acostumbrados.
Hace poco volví a ver Dawn of the Dead (1978), la octava película de Romero y la segunda dedicada al subgénero que fundó con la maravillosa La noche de los muertos vivientes (1968), una extraordinaria obra maestra en la que demostró, de una vez por todas, que el infierno ya está aquí y que el hombre es un lobo para el hombre. Estrenada en España con el lamentable título de Zombi, en su particular amanecer de los muertos Romero encontró la metáfora definitiva del colapso de la civilización occidental al encerrar a un grupo de supervivientes en un centro comercial asediado por hordas de zombis. Por faltar, no faltan ni los vecinos insoportables simbolizados en una banda de motoristas ataviados con estética neonazi. Hay un remake bastante decente, realizado con muchos más medios en 2004 por Zack Snyder, donde la escalofriante secuencia de inicio es netamente superior a la original y además los muertos corren que se las pelan.
Sin embargo, este culto a la velocidad (que Romero criticó con una frase histórica: «Carece de sentido, los zombis no tienen energía suficiente para eso») va en detrimento del escalofrío, puesto que lo que verdaderamente da miedo es ver acercarse una epidemia a cámara lenta y no hacer nada para evitarlo. Lo hemos visto en España y en el resto del mundo, cuando, a pesar de los ejemplos horripilantes de China, Irán e Italia, no se tomaron las medidas pertinentes a la hora de frenar los contagios por el Covd19. Es exactamente lo mismo que sucede en las películas de Romero, donde el auténtico enemigo no son los zombis, que marchan mecánicamente a paso de tortuga, sino los irresponsables que se ponen a jugar a dos pasos de los monstruos como si no hubiera peligro alguno.
Uno de los mayores aciertos de Dawn of the Dead, en la versión primigenia de Romero, es la equiparación que hace entre los zombis y los clientes que pierden el tiempo paseando por los centros comerciales, toqueteando mercancías y admirando las delicias del capitalismo, sin comprender que el mundo ya ha terminado y que ellos son el epílogo. Ahora hay que comprar a toda hostia, igual que comandos en una misión de reconocimiento, entrar y salir pertrechados de mascarillas como si fueran a atacarnos con gas venenoso, ponerse guantes, disparar a los estantes sin fallar un tiro -fruta, verdura, café, cerveza, refrescos, pescado, embutidos-, pasar por caja, pagar, regresar a casa esquivando transeúntes por las calles desiertas del apocalipsis. La hora de la compra es el momento en que recobramos nuestro estadio antropológico de cazadores-recolectores, pero Romero ya nos había advertido que la civilización actual consiste básicamente en una muerte en vida: no hay más que echar un vistazo a la sección de ultracongelados. El recelo y la desconfianza se han instalado en los pasillos de los supermercados, cuando cualquier roce con el otro puede significar el contagio. Sí, los zombis somos nosotros.