Misión Verdad Tercera Información
Culminó el primer año de Jair Bolsonaro en la presidencia de Brasil. Habiendo criminalizado a la izquierda y encarcelado a Lula Da Silva, caso Lava Jato mediante, Bolsonaro se presentó a las elecciones bajo la bandera de la lucha anticorrupción y en clara sintonía con la visión supremacista de las élites blancas.
El orden planteado al país involucra deslegitimar y desmantelar al Estado progresista. Lo sustituye un Estado policial que refuerza la condición de periferia de la región, cortando de tajo los flujos de materia prima a las potencias emergentes y trasladando el control a la decadente hegemonía norteamericana. ¿Cuál es el balance del año inaugural?
Desarme del país potencia y asfixia a la población
En 2019, Brasil registró un crecimiento del 1%, desempeño económico que fue mucho menor a las expectativas generadas por Jair Bolsonaro durante su campaña presidencial, cuando reforzó la idea preconcebida en la clase media brasileña de que la caída del rendimiento económico del Estado se debía a la corrupción e ineptitud del Partido de los Trabajadores (PT) y no, por ejemplo, a la caída de los precios internacionales de las materias primas.
Sin embargo, nunca ocultó su paradójico planteamiento para afrontar esta situación: restituirle el estatus preferencial a los sectores tradicionales oligárquicos y enterrar en el olvido a la histórica mayoría negra y pobre del país. En jerga económica: liberalización económica y reducción del déficit fiscal.
Su papel es instrumental al desarme del proyecto «Brasil Potencia» que grupos financieros de Wall Street y capitales del agronegocio están ejecutando desde la destitución de Dilma Rousseff y la encarcelación de Lula. Bolsonaro asume en el punto exacto que dejó Temer para continuar la tarea.
El equipo económico, dirigido por el ministro ultraliberal Paulo Guedes, formuló un paquete de reformas de pensiones y recortes sociales acordes a la receta neoliberal. Redujo el número de ministerios de 29 a 22 y despidió a 40 mil 500 empleados del sistema público que estaban en cargos «obsoletos».
A mediados de año se aprobó la polémica modificación del modelo de pensiones, propuesta de su campaña presidencial. Hoy, cada brasileño debe disponer de más años de explotación laboral (62 años para las mujeres y 65 para los hombres). No solo eso: tendrá que haber contribuido al menos 40 años si quieren optar por el beneficio completo.
Con esta única movida, el gobierno se está ahorrando 260 mil millones de dólares en 10 años. La mejor inversión social es la que no se hace, podría decir Bolsonaro. El mercado internacional aplaude y espera ansioso para invertir ante el panorama de paquetes de privatizaciones que se vienen.
Finalizando el año, prefirió engavetar momentáneamente otro paquete de reformas al sector público, haciendo una lectura de las protestas sociales en los países vecinos de la región, detonadas por medidas del mismo corte neoliberal.
Sumado a eso, avanzó en la oferta de privatizaciones en la industria pública, que incluyó al menos 20 activos distribuidos en infraestructura, servicios y recursos estratégicos. En el tope está Eletrobrás, el mayor holding eléctrico de América Latina, que está siendo ofrecida a las transnacionales extranjeras en 4 mil 50 millones de dólares por la cartera de economía, con lo que el Estado reducirá su participación en la compañía a menos del 50%. Este año el proyecto de ley debe aprobarse en la Cámara Baja del Congreso.
Por otro lado, crecen las especulaciones acerca de incluir en este lote a la matriz de Petrobras, lo que supuestamente ocurriría antes de finalizar el mandato de Bolsonaro. «Hay tipos grandes que piensan que no serán privatizados, pero lo conseguiremos», se escuchó decir a Guedes en un evento organizado por el periódico brasileño Valor Económico. Mientras tanto, algunas de sus filiales ya están siendo rematadas en el mercado.
Sin casi ningún contrapeso, fue afincado en la subjetividad brasileña el relato de que el virus de la corrupción era el mal supremo. Obviamente, los anticuerpos del país son insuficientes para combatirlos. Los aparatos estatales deben ser intervenidos con medicaciones extranjeras, extirpados en último caso, para garantizar la erradicación de la enfermedad. Mientras el país tenga menos instituciones para gobernar menos corrupción habrá. Tampoco soberanía, pero hay que aguantar las secuelas. Dicen ellos.
Para blindar estas acciones, el gabinete de Bolsonaro ha sido atravesado por la militarización. «En solo nueve meses de gobierno, aumentó en 325 puestos el personal militar que forma parte de la administración federal. Además de él y del vicepresidente, el general Hamilton Mourão, hay ocho de los 22 ministros y no menos de 2 mil 500 militares en cargos directivos o de asesoramiento», dice un informe de Camila Mattoso y Ranier Bragon, publicado en el medio Folha de S.Paulo.
Paradójicamente ha crecido la tasa de empleo, producto de medidas que «flexibilizan» las responsabilidades del patrono. Informal y precario, pero empleo al fin.
Citando al mandatario ultraderechista, «salvar a Brasil económicamente», es salvarlo de proteger a los sectores pobres del país ante la estampida de corporaciones extranjeras invitadas por los políticos locales para absorber a los competidores nacionales. Salvar a Brasil de los brasileños y entregárselo al proyecto occidental de Estados Unidos y Europa.
Trump, el amor no correspondido
La primera visita que realizó como presidente de la República Federal de Brasil fue a Washington, luego de una breve estadía en Davos, con el objeto de asistir a una reunión con el magnate presidente Donald Trump. Un Bolsonaro sonriente entregando la franela de la selección de Brasil al mandatario estadounidense, fue la imagen simbólica que introdujo al público la decisión gubernamental de entregar lo poco de país que quedó de la administración pasada, y defender los intereses de la élite corporativa estadounidense en la región.
Bolsonaro comparte los valores supremacistas de la ultraderecha que financia a la administración actual de la Casa Blanca, otra razón por la que calificó como candidato de ellos y fue asistido por Steve Bannon, exfuncionario y operador de confianza de Donald Trump. En reconocimiento a sus tareas, aspira al cumplimiento de las promesas de Occidente con respecto a tratados comerciales exclusivos y su participación en los clubes de países ricos.
En esa medida, cumplió con los requisitos más polémicos de la política exterior excepcionalista de Estados Unidos. Con Colombia, Brasil cesó el apoyo a la resolución que cada año se vota en la Asamblea General de las Naciones Unidas para acabar el embargo contra Cuba, y fue el único en la región que le dio un espaldarazo a las agresiones económicas estadounidenses.
Entre las promesas de campaña figuró la de mudar la embajada brasileña en Israel a Jerusalén, en alineación a las exigencias de las élites evangélicas del país. Se acopla a la decisión que en efecto tomó Estados Unidos, violando las leyes internacionales. Aunque flexibilizó la propuesta (Brasil abrió una oficina comercial en la «ciudad santa»), Bolsonaro no descarta imitar a los estadounidenses.
Otro escándalo que atravesó las relaciones con Washington fue el anuncio de otorgarles el permiso para establecer una base de operaciones aeroespaciales en la Base de Alcántara, al noreste de Brasil. La concesión abarca el lanzamiento de cohetes, naves espaciales y satélites por parte de empresas estadounidenses a un bajo costo, aunque prohíbe el lanzamiento de misiles.
A pesar de la animosidad de Bolsonaro, hubo ítemes que no pudo alcanzar porque imperó el pragmatismo de algunos sectores del poder nacional. Es el caso, por ejemplo, de su papel en un escenario de confrontación con Venezuela.
La agenda golpista de los halcones estadounidenses preveía la tercerización del conflicto en Colombia y Brasil. El mando militar brasileño, de tradición neutral, se negó a participar en esta aventura intervencionista, dejando espacio únicamente a actividades encubiertas de mercenarios en la frontera, que han sido detectadas y desarticuladas por el Estado venezolano dirigido por el presidente Nicolás Maduro.
En ese sentido, Bolsonaro no tuvo mucho más qué ofrecer a la guerra en Venezuela, salvo el respaldo a la antidiplomacia de la OEA-Grupo de Lima-TIAR y el apoyo intermitente al proyecto Guaidó.
Con respecto a la entrada de capital chino al país, el mandatario brasileño también tuvo que aminorar su retórica antiglobalista. Convencido por la realidad incuestionable de que no existe un mayor inversor en el país que la potencia asiática, Bolsonaro pasó de vociferar que «China no compra en Brasil. China está comprando Brasil» a afirmar que «China es cada vez más parte del futuro de Brasil». Así de irregular puede ser el pulseo por la influencia global.
Trump hizo retribuciones muy al estilo unilateral que lo caracteriza. La oferta de membrecía a Brasil en la exclusiva Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) quedó en nada más que palabras. Un documento firmado por Mike Pompeo y filtrado por Bloomberg, reveló que la Casa Blanca solo respaldaba la entrada de Argentina y Rumania al club de ricos, «dados los esfuerzos de reforma económica y el compromiso de estos países con los mercados libres».
Donald Trump también contradijo la postura pública con respecto al gobierno de Brasil cuando reactivó los aranceles comerciales contra el acero y el aluminio del país ante la perplejidad del propio Bolsonaro, que más tarde calmaría asegurando que había convencido a Trump de desistir en la medida.
Lo cierto es que, en la lucha por restituir el poder absoluto en el continente, y ante la sombra china, Estados Unidos no tiene aliados inamovibles. El discurso y las acciones ultraderechistas de Bolsonaro golpean con saña a las mayorías brasileñas, pero no le garantizan la simpatía de la oligarquía estadounidense.
La crisis de la Amazonía
En agosto, los incendios forestales que se desataron en la región amazónica pusieron en el ojo del huracán mediático al mandatario brasileño. El manejo torpe y casi sin interés de una crisis que rebasó la logística operativa del país, además del aumento de la deforestación del Amazonas en las estadísticas del último año, condujeron a la conclusión de que la crisis ambiental estaba ocurriendo como resultado de su llegada al gobierno.
En efecto, este negacionista del cambio climático impulsó reformas legales favorables a la agricultura y ganadería intensiva, el uso de agrotóxicos y la explotación minera de tierras indígenas.
Pero el cuadro completo revela al presidente como un subalterno del agronegocio y las corporaciones mineras ancladas en Estados Unidos, que lo colocaron allí con la función de garantizar protección militar y jurídica a las empresas que se engullen la Amazonía.
La derecha brasileña amarra el poder con doble nudo
Mucho se ha hablado acerca de la valoración al desempeño del gobierno de Bolsonaro, siguiendo datos proporcionados por una encuesta de la empresa Datafolha. Las reseñas noticiosas resaltan el hecho de la caída significativa de su popularidad. Pisó el año 2019 con 49% de aprobación y lo despidió con un 30%, mientras que el bloque duro que se opone a su gobierno creció a un 36%.
«El nivel de aprobación del que goza,
sin embargo, le otorga un piso suficiente como para que, si las
elecciones fuesen hoy, entrase en una segunda vuelta», hace notar el
politólogo argentino Ignacio Pirotta en el portal Perfil.
Ese treinta por ciento podría
considerarse la base sólida, clase privilegiada y minoría blanca que
cree en la tesis supremacista, sin importar la magnitud de los
escándalos que invadieron el entorno partidista y familiar de Bolsonaro,
varios relacionados a la corrupción que dijo combatir: casos abiertos
de desvío y lavado de dinero, fraudes en campaña electoral, las
filtraciones sobre el laufare dirigido por el ministro de Justicia
Sergio Moro, su propia implicación en el asesinato de la activista y
concejala Marielle Franco.
La permanencia del proyecto ejecutado
por Bolsonaro no está pensada exclusivamente en función de los votos de
la gente. La derecha ha impedido regresar al gobierno a las fuerzas
progresistas, no por seguir el orden democrático, sino por las alianzas
estratégicas con grandes grupos empresariales y por imponer sus propias
reglas dentro del aparato estatal.
Ahora que se abre una ventana con la
liberación de Lula, se verá si el progresismo brasileño es capaz de
unificar un solo discurso contra los poderes fácticos, que aglutine a la
gran mayoría de los indignados brasileños perturbados por este primer
año de gobierno ultraderechista y trace un plan de acción que haga
contrapeso político el resto de tiempo que resta antes de enfrentarse en
el escenario electoral.