Alfredo Apilánez
«Según Marx, el capitalismo es un sistema injusto (explotación) e inestable (crisis). Pero es también, llegado a un cierto punto, un sistema que aparece como irracional, a causa de la situación a la que le han llevado los mismos éxitos derivados de su propio modo de eficacia«
Michel Husson
Crack del 29: tempestades de acero
Según relata el ilustre economista John Kenneth Galbraith en su trepidante historia de la Gran Depresión, en agosto de 1929, dos meses antes del estrepitoso crack de la bolsa neoyorquina, fue recibida con gran alborozo la noticia de la instalación de emisoras de radio en los trasatlánticos que surcaban el océano. El milagro tecnológico evitaba a los especuladores de Wall Street sufrir la ansiedad generada por no poder operar en el desquiciado parqué neoyorquino durante los interminables seis o siete días que duraba el viaje a Europa. Un poeta anónimo celebró así la prolongación del festín bursátil al puente del trasatlántico en alta mar:’ Nos apiñábamos dentro de la cabina observando las cifras sobre el tablero; era medianoche en el océano y una tempestad rugía amenazadora’.
Noventa años después, esta extraordinaria revolución en las comunicaciones no deja de producir una sonrisa. Como refiere un artículo reciente: «¿Cuántas cosas puede hacer una persona durante un parpadeo? Muy pocas. Pues bien, en el mercado hay margen para hacer casi 50.000 operaciones en el lapso de tiempo que se tarda en abrir y cerrar los ojos. El uso de potentes ordenadores basados en programas algorítmicos permite escupir miles de órdenes de compra y venta en microsegundos. Este tipo de estrategia, conocida como ‘comercio de alta frecuencia’, supone ya más del 50% del volumen de la negociación diaria en Wall Street. Con cada movimiento, su objetivo es ganar 0,001 euros…Un martillo pilón con el que hacer dinero si se acierta con el modelo». Tal abismo tecnológico pareciera imposibilitar el establecimiento de arriesgadas analogías entre las dos épocas. O quizás no sea así y, por debajo de las apariencias, haya tal vez notables similitudes entre el pujante fordismo de la belle époque y el capitalismo cognitivo de las plataformas y startups de nuestros días.
«Muchas cosas iban mal, pero el desastre parece haberse debido principalmente a tres causas: la pésima distribución de la renta -el 5 por ciento de la población con rentas más altas recibió aproximadamente la tercera parte de toda la renta personal de la nación-; la desastrosa estructura bancaria, constitutivamente frágil y excesivamente apalancada y especulativa y, last but not least, los míseros conocimientos de economía de la época que, por apego a los viejos dogmas del laissez faire, maniataron cualquier posibilidad de una política activa. El temor de una fantasmagórica inflación fortaleció los llamamientos en favor de un presupuesto equilibrado y la negativa a intervenir del gobierno agravó la deflación y la depresión». Este sucinto resumen que hace Galbraith describe las causas de la formidable crisis de… ¡hace 90 años! ¿No nos resultan extraordinariamente familiares? ¿Tanto se parece el vetusto capitalismo financiarizado de la crisis de las subprime al lozano fordismo que colapsó en el crack del 29?
Aunque la pervivencia del arcaico patrón oro –que para Keynes no representaba otra cosa que una ‘bárbara reliquia’-, el feroz proteccionismo y los agudos desequilibrios monetarios, derivados de las deudas acumuladas tras la primera conflagración mundial en el mundo ‘sin patrón’ de entreguerras, no permiten llevar muy lejos la analogía, las similitudes siguen siendo notables. Es evidente que hay un patrón común entre ambas hecatombes, cuya punta del iceberg es la vorágine especulativa y la exuberancia irracional, que alimentan la ilusión de lo que Marx llamó la explosión del capital ficticio: el dinero que se reproduce a sí mismo sin «mancharse» en la producción, pugnando por emanciparse del trabajo vivo. El mismo ‘martillo pilón’ en las tiras agujereadas de los primitivos teletipos que en las enormes pantallas de los superordenadores del trading de alta frecuencia. Y la misma brusca interrupción de la euforia: «El lunes 21 de octubre de 1929, el mercado bursátil sobrevaluado comenzó su caída. Logró una breve recuperación a mediados de semana, pero 7 días más tarde, el Martes Negro, volvió a derrumbarse: se pusieron a la venta 16 millones de acciones y no había compradores. El juego se había acabado». Idéntico final abrupto del festín especulativo erigido sobre la montaña de hipotecas basura, empaquetadas en creativos productos de ingeniería financiera y esparcidas por todo el sistema financiero mundial, que reflejaban las escenas de pánico posteriores a la quiebra de Lehman Brothers, el 15 de septiembre negro de 2008. Y, por debajo del aparatoso derrumbe del castillo de naipes, la misma causa profunda expresando la contradicción esencial del sistema de la mercancía. En palabras de Marx: «La razón última de todas las crisis sigue siendo la pobreza y el consumo restringido de las masas, en oposición al impulso de la producción capitalista para desarrollar las fuerzas productivas como si sólo el poder de consumo absoluto de la sociedad constituyera su límite». La crisis derivada de la enloquecida especulación financiera representando pues, no una situación excepcional debida a una confluencia de infortunios, sino la dinámica ordinaria de un sistema tendente a desconyuntarse.
Hay, empero, una diferencia esencial entre las dos situaciones: la capacidad del puesto de mando del capital global para cronificar su degradación, evitando a duras penas la catástrofe de los años treinta, mediante el uso de la fábrica de dinero y la política monetaria a cargo del gran demiurgo del capitalismo actual, la todopoderosa banca central independiente. Abismal contraste pues entre la torpeza paralizante de los gestores políticos y monetarios ante el crack del 29 y la astuta pericia de los actuales encargados de la gobernanza de la fábrica de dinero.
«Liquidad trabajo, liquidad stocks, liquidad agricultores y propiedad inmobiliaria. El lujo y la buena vida desaparecerán. La gente trabajará más, tendrá una vida más moral. Los valores se ajustarán y la gente emprendedora cogerá los restos del naufragio de la gente menos competente». Había que ‘purgar la podredumbre’ para que el organismo se regenerara. Este alegato fustigador, con tono de maldición bíblica, corresponde nada menos que al secretario del Tesoro de EEUU en 1929, que encabezada el grupo conocido como ‘los liquidadores’, defensores acérrimos de la acendrada creencia en el laissez faire laissez passer como la única vía de regeneración de las partes podridas del gangrenado organismo económico.
La batalla contra la Gran Depresión fue la crónica de la impotencia e incompetencia de los encargados de prevenirla y de paliar sus efectos: «El Consejo de la Reserva Federal de aquellos tiempos era un organismo de sobrecogedora incompetencia» describe inclementemente Galbraith. Coincidiendo, dicho sea de paso, con el diagnóstico de Milton Friedman, el padre del monetarismo neoliberal y de la ominosa doctrina del shock, que, en su monumental obra sobre la historia monetaria de EEUU, achaca unilateralmente a la torpeza y rigidez de la Fed la responsabilidad de la debacle. La inacción de la fábrica del billete verde, anclada en arcaicos principios prekeynesianos y premonetaristas, y la fragilidad del sistema financiero –atomizado, sin garantía de depósitos y sin prestamista de última instancia, funciones claves de la red «salvabancos» de la banca central actual- amplificaron la onda expansiva y agravaron la parálisis deflacionaria de los años 30. El historiador marxista Eric Hobsbawn remacha el clavo de la impericia de los timoneles ante el aparatoso naufragio del capitalismo de la belle époque: «Nunca se hundió un barco con un capitán y una tripulación más ignorantes de las razones de su mala fortuna y más impotentes para hacer algo en contra de ellas».
Ben Bernanke, presidente de la Reserva Federal en los años de la debacle de las hipotecas basura, se disculpó ante Friedman, en nombre de su institución, por la desastrosa política monetaria llevada a cabo durante la durísima depresión de los años treinta: «Tenía usted razón. Fue culpa nuestra. Lo sentimos mucho. Pero gracias a usted, no volveremos a hacerlo». Y ciertamente, cuando los cimientos del edificio volvieron a resquebrajarse, amenazando de colapso al sistema financiero mundial, a fe que cumplió su palabra: Bernanke fue, al mando de la Reserva Federal, el arquitecto de la colosal inyección de dinero fresco –la famosa ‘expansión cuantitativa’, QE, por sus siglas en inglés- que apuntaló el tambaleante sistema financiero estadounidense tras el crack de Lehman Brothers.
Sin embargo, a diferencia de los escarmentados gestores del puesto de mando del capital financiero, los popes de la pseudociencia económica, siempre obsesionados con probar que el sistema de libre mercado se autorregula y tiende al equilibrio y no a descoyuntarse –como afirman los fanáticos marxistas, infelices pobladores del ‘bajo mundo’ de la economía-en crisis de creciente virulencia, se cubrieron de «gloria» en ambas situaciones. El ilustrísimo padre de la teoría cuantitativa del dinero, germen del monetarismo friedmaniano y de la cruzada neoliberal de los años 70, aseguraba, como refiere sarcásticamente Galbraith, justo antes del colapso, que todo iba viento en popa: «Aquel otoño el profesor Irving Fisher de Yale dio a conocer su inmortal estimación: ‘Los precios de los valores han alcanzado lo que parece ser un nivel permanentemente alto’». Comparen la preclara sentencia con el pronóstico del fanático ultraliberal Robert Lucas, el padre de la pseudoteoría de las expectativas racionales, -que propugna que los mercados se autorregulan sin necesidad de ninguna intervención externa- en su discurso inaugural, nada menos que en 2003, como presidente de la American Economic Association: «el problema principal para prevenir la depresión se ha resuelto, a todos los efectos prácticos, y lleva de hecho muchas décadas resuelto (sic)».
Incluso el mito del salvífico ‘New Deal’ –el estímulo fiscal público al rescate de la anémica inversión privada, como vía de superación de la letal combinación de estancamiento y deflación que paralizaba las ‘venas de la nación’- queda sumamente desvaído a la luz de los resultados obtenidos. El economista marxista Michael Roberts describe la impotencia de la política fiscal para restablecer la senda de crecimiento: «El régimen de Roosevelt mantuvo déficits presupuestarios consistentes de alrededor del 5% del PIB a partir de 1933, gastando dos veces más que los ingresos fiscales. Y el gobierno contrató en tandas legiones de trabajadores en los programas de empleo. Pero todo con poco resultado. El New Deal no puso fin a la Gran Depresión». El propio Keynes no tuvo más remedio que reconocerlo: «Es, al parecer, políticamente imposible para una democracia capitalista organizar el gasto en la escala necesaria para hacer los grandes experimentos que probarían mi teoría – excepto en condiciones de guerra-«. Lawrence Summers, uno de sus más egregios epígonos, abunda sobre el influjo benéfico de la ‘tempestad de acero’ sobre la marcha de los negocios: «Muchos creen que los acontecimientos del New Deal probaron que Alvin Hansen estaba equivocado acerca de su tesis del estancamiento secular. Por el contrario, el hecho de que fuera la Segunda Guerra Mundial la que sacara al mundo de la gran depresión es la mejor prueba de este aserto. En ausencia del formidable gasto militar, la trampa de liquidez deflacionaria habría sin duda persistido».
Así pues, la cronificación de la Gran Depresión se debió a la impotencia del, aparentemente pujante, capitalismo fordista para regenerarse por sus propios medios y al relativo fracaso –a pesar de toda la idealización posterior del remedio keynesiano- del primer ensayo de aplicación del salvamento a gran escala a través de la inversión pública. Ausente la intervención de emergencia de la Reserva Federal al rescate del sistema financiero, sólo el keynesianismo bélico –que ya había sido emprendido expeditivamente, con éxito inmediato, por el nazismo- y la formidable destrucción provocada por las tempestades de acero de la Segunda Guerra Mundial pudieron extirpar el tumor de la atonía crónica del capitalismo hacia el fugaz destello de prosperidad de los ‘treinta gloriosos’.
Crack del 2008: tempestades de dinero
«La doctrina más maligna planteada nunca en el mundo monetario o bancario en este país es decir que la función propia del Banco de Inglaterra es tener dinero siempre disponible para abastecer las demandas de banqueros que han conseguido que sus activos no sean negociables«
Walter Bagehot
En una reciente entrevista, el geógrafo David Harvey, marxista de cabecera de los mass media y de la izquierda reformista, afirmaba jocosamente que la gran dificultad de la actividad revolucionaria en la actualidad residía en que no existían ya Bastillas ni Palacios de Invierno que conquistar para alcanzar el poder. Para ello habría simplemente que tomar la Reserva Federal. A continuación, se preguntaba sarcásticamente, ante la hilaridad de los presentes: ¿pues bien, y qué haríamos después? Los sedicentes marxistas patrios Anguita y Monereo atribuyen incluso cualidades divinas a la sacrosanta institución: «vivimos gobernados por la mano férrea de un Banco Central omnipotente y, por lo que se ve, omnisciente» ¿Aciertan los anteriores asertos al señalar el puesto de mando de la gobernanza del capital? En ese caso, ¿Cómo ha llegado a convertirse la fábrica del ‘billete verde’ –en agudo contraste con su impotencia en el crack del 29- en el organismo rector del capitalismo neoliberal y el salvador del sistema financiero tras la debacle de 2008?
La descripción que hace Thomas Piketty, autor del best seller ‘El capital en el siglo XXI’, de la ‘potencia de fuego’ de la banca central moderna parece darles la razón: ‘la fuerza de los bancos centrales radica en que pueden redistribuir la riqueza muy rápidamente, en principio en proporciones infinitas (sic). Si fuera necesario, un banco central puede, en el lapso de un segundo, crear tantos miles de millones como desee y depositarlos en la cuenta de una institución o de un gobierno. En caso de urgencia absoluta (pánico financiero, guerra, catástrofe natural), esta inmediatez y carencia de límites para la creación de dinero son dos de sus ventajas irreemplazables». ¡Vaya si lo son, qué duda cabe!
Una institución dotada del fabuloso poder de ‘crear tantos miles de millones como desee’ para ‘redistribuir la riqueza en proporciones infinitas’ debe sin duda dotarse de una aureola de misterio para ocultar al común de los mortales la fuente de tan formidables atribuciones. Galbraith describe, con su característica ironía, la liturgia esotérica de los todopoderosos ‘money makers’: «Estos hombres no dan órdenes; a lo sumo sugieren. Manejan principalmente tipos de interés, compran o venden títulos y, al hacer esto, estimulan la economía aquí y la frenan allá. Debido a que el significado de sus actos no es comprendido por la gran mayoría de la gente, se les concede razonablemente una superior sabiduría. En algunas ocasiones, sus actos serán objeto de críticas, pero por lo general se intentará descubrir en ellos significados ocultos. Tal es la mística de la banca central».
Y ciertamente, con su aura de sobriedad franciscana, bien alejada de la extravagante ostentación de los tiburones de Wall Street, los adustos funcionarios al mando de tan espectrales instituciones aparentan tener el mundo a sus pies. Cuando se dignan emitir alguna información acerca de tan ininteligibles materias, los gurúes de las finanzas contienen la respiración, expurgando los crípticos comunicados en busca de cualquier significado oculto que proporcione un indicio de una modificación de la senda de tipos de interés o de una reactivación de los estímulos monetarios a la languideciente economía. Las exégesis acerca de cierta modulación de un críptico tecnicismo hacen correr ríos de tinta, captando la atención de los «mercados» ante cualquier mal presagio avizorado en el horizonte. Es legendario el impacto formidable de la famosa sentencia –en este caso, de meridiana rotundidad- del impertérrito banquero del euro para calmar a los implacables mercados en el fragor de la crisis de la prima de riesgo de 2012: ‘el BCE está preparado para hacer todo lo necesario para preservar el euro. Y créanme: será suficiente’. En los tabloides de información económica proliferan los términos procedentes del lenguaje sanitario -estímulos, inyecciones, salvamentos- referidos a las decisiones de la fábrica de dinero en pos del ajuste de los fallos del engranaje de la delicada maquinaria de la economía de mercado. Sin duda, parece una carga demasiado pesada.
¿Cuáles son pues las herramientas «mágicas» con las que cuenta esta todopoderosa institución y por qué resultan tan neurálgicas para sostener a duras penas –a diferencia del triste papel de su homóloga en 1929- la maltrecha arquitectura del capitalismo financiarizado tras el desplome de 2008?
Al actuar como único emisor de la moneda de curso legal –dinero fiduciario, despojado, a diferencia de los tiempos de la ‘bárbara reliquia’, de cualquier ligamen material- tiene las manos libres para cumplir su función de red salvavidas de la banca privada -prestamista de última instancia- y de suministrador de reservas y de liquidez para el funcionamiento ordinario de los circuitos de pagos y créditos, garantizando los depósitos y proporcionando cobertura cuando vienen ‘mal dadas’. Lapavitsas resume su papel de regulador y de garante del business as usual de las finanzas globales –más allá de la función ortodoxa, de dudosa eficacia, de fijación de los tipos de interés de referencia- a través del monopolio de la producción de dinero de curso legal: «El banco central desempeña, de este modo, un papel decisivo en el ascenso y consolidación del dinero crediticio privado al convertirlo en una promesa de pago con los pasivos del banco central, en vez de con el dinero mercancía. En el capitalismo contemporáneo, el dinero crediticio promete básicamente pagar con dinero del banco central (billetes y reservas bancarias), una vez que el Estado lo ha declarado inconvertible en cualquier otra cosa». La función clave del banco central moderno es pues proporcionar soporte legal y material al dinero-deuda creado ‘del puro aire’ por la banca privada -el 97% del circulante-, facilitando de este modo la expansión crediticia y el crecimiento del castillo de naipes de las apuestas de casino del sistema financiero global. A pesar de sus ínfulas de omnipotencia, como resume Alejandro Nadal, no se trata más que del ‘facilitador’ de la ‘máquina de succión’ de riqueza real que representa el negocio de la banca privada: «El banco central camina dándose aires de importancia y emite comunicados severos y formales, como si fuera el dueño del negocio. En realidad no es más que el siervo fiel de los bancos comerciales privados».
Por si esto fuera poco, la fábrica de dinero –el ‘objeto por excelencia’, como lo calificaba Marx- es totalmente independiente de los poderes democráticos y tiene completamente prohibido proporcionar financiación a los Estados a través de la adquisición de deuda soberana. Este golpe financiero pone al decimonónico Estado-Nación a los pies de los caballos de los manejos especulativos de la banca privada y de los designios de las oscurantistas agencias de calificación de riesgos. Se propulsa de este modo el fabuloso negocio que representa la deuda pública, una máquina de succión de riqueza real en forma de colosales pagos de intereses a cargo del erario público hacia las arcas de los banqueros. Stephen Lendman hace una exacta descripción del extravagante mecanismo: «La Ley de la Reserva Federal da a los banqueros el más importante de todos los poderes. Al que la mayoría de los gobiernos jamás debieran renunciar. La autoridad para crear dinero. Éste se presta al gobierno cobrándosele interés por su propio dinero. Más tarde, es devuelto, menos gastos operativos, y un beneficio garantizado de un 6%. Los contribuyentes pagan la cuenta»
¡Qué extraordinario contraste con la ‘sobrecogedora incompetencia’ de sus predecesores ante el crack del 29! La fulminante respuesta al desplome de los mercados financieros mundiales en 2008 por parte de la Reserva Federal, a través de la taumatúrgica QE (compras de bonos y de toneladas de activos tóxicos a la moribunda banca comercial y de inversión a cambio de dinero fresco, graciosamente emitido del ‘puro aire’ en pantallas electrónicas por la criatura de Jekyll Island) representa el ejemplo paradigmático de la extraordinaria relevancia de la fábrica de dinero en la cúspide de la gobernanza del capitalismo senil: antes de 2008, el balance del BCE –que siguió dócilmente, aunque con retraso, las directrices de su guía estadounidense- era de 1 billón de euros -el diez por ciento de la producción de la zona euro-. Desde entonces, se ha disparado a nada menos que ¡4,7 billones de euros!, casi la mitad del PIB de la eurozona, lo que da una idea del formidable salvamento del sistema financiero llevado a cabo por el dueño de la fábrica de dinero.
Una cuestión surge inmediatamente. La formula Lawrence Summers, uno de los más ilustres popes neokeynesianos y asesor económico de varios presidentes: «¿Realmente puede la banca central ser la herramienta principal de la estabilización macroeconómica en el mundo industrial durante la próxima década?» La respuesta de Piketty pone las cosas en su sitio: «los bancos centrales tienen el poder de evitar la quiebra de un banco o de un gobierno pero no tienen el poder para obligar a las empresas a invertir, a los hogares a consumir y a la economía a reanudar el crecimiento». Comienza a disiparse pues el espejismo de la omnipotencia de quienes pueden crear en un segundo ‘tantos millones como deseen’. Si los magos de los papelitos de colores no pueden atajar –podría incluso afirmarse que su ascenso a la cúspide de la gobernanza global es una meridiana expresión del bloqueo de los mecanismos saludables de la acumulación de capital- la degradación progresiva del sistema de la mercancía, ¿cuáles son los efectos que los formidables trucos de la fábrica de dinero tienen en las múltiples fallas tectónicas sobre las que se asienta el capitalismo senil tras la salida en falso del desplome de 2008?
El ‘mundo fantástico’ del capitalismo desquiciado
«El dinero, la sangre vital de la nación, se estanca e infecta en sus venas, a menos que una buena circulación garantice su movimiento y su calor«
Jonathan Swift
El economista marxista Michael Roberts califica el capitalismo actual de ‘mundo fantástico’, irracional, carente de lógica incluso según sus propias premisas: «Ahora estamos en un mundo económico donde parece que hay una especie de ‘pleno empleo’, pero con estancamiento de los salarios reales, bajas tasas de interés e inflación y, sobre todo, una inversión productiva baja. Por el contrario, el mercado de valores de Estados Unidos se dirige a nuevos máximos. La deuda corporativa está aumentando rápidamente a nivel mundial con la emisión de obligaciones de las principales compañías a bajas tasas de interés con el fin de volver a comprar sus propias acciones y así aumentar su precio y continuar la fiesta». ¿Ausencia de inflación tras la mayor inundación de liquidez en los circuitos financieros de la historia? ¿Pleno empleo con estancamiento salarial y acelerada precarización de las condiciones de trabajo? ¿Grandes multinacionales endeudándose para comprar sus propias acciones y repartirse los dividendos? ¿Tiene algo que ver esta surrealista operativa con la función asignada a la libre empresa por la teoría económica y por los apóstoles del libre mercado en las tribunas mediáticas? Hasta los oráculos de la ortodoxia expresan su incredulidad ante tamaña aberración. En un artículo muy detallado, The Economist, el tabloide de referencia de los gurúes de los sacrosantos «mercados», constata preocupado que «los mercados son alcistas en todos los activos. Hay numerosas burbujas. En los mercados bursátiles pero también, una vez más, en el sector inmobiliario». El tono es alarmista. «Pronto o tarde una o varias de estas burbujas van a estallar, tal vez simultáneamente». Todo indica pues que la catástrofe acecha de nuevo irremisiblemente.
Las señales de inquietud se disparan: la fragilidad –remitiendo a la famosa hipótesis del economista poskeynesiano Hyman Minsky- del sistema financiero intimida incluso a sus partícipes y apologistas. La deuda global –un formidable 300% de la riqueza mundial-, principalmente deuda privada de las grandes corporaciones, es un enorme castillo de naipes a punto de colapsar. Los desconcertados predicadores de la música celestial de la teología económica observan aterrados la inversión de la curva de rentabilidad de los bonos soberanos, la congelación sine die en el 0% de los tipos de interés de la mayor parte de los bancos centrales y la extensión sin límites de la excepcionalidad en la política monetaria: en Dinamarca, un banco hipotecario está ofreciendo préstamos al -0.1%, en otras palabras, ¡está pagando para que usted se haga una hipoteca! «Está fuera de toda lógica pensar que un préstamo puede llegar a ser oneroso para el prestador», expresaba estupefacto un directivo de Bankinter ante la surrealista situación de tener que pagar intereses a los prestatarios de hipotecas de tipo variable con un Euríbor situado actualmente ¡en el -0,4%! Más del 20% de todos los bonos gubernamentales y algunos corporativos tienen tasas de interés negativas. Roberts explica una vez más el trasfondo real del surrealista ‘mundo fantástico’ del capitalismo desquiciado: «¿Por qué los inversores en bonos están haciendo esto? Básicamente porque temen una recesión global que causaría un colapso en los mercados bursátiles y de otros activos financieros de riesgo». Y todo ello en medio de graves tensiones comerciales y cantos de sirena prebélicos, aventados por el energúmeno de la Casa Blanca, en estéril pugna por exorcizar los malos augurios que anuncian los estertores imperiales.
Múltiples botones de muestra certifican el nivel de aberración económica alcanzado como consecuencia de los efectos colaterales de la política monetaria ‘no convencional’: «Por ejemplo, el anuncio de Ford Motor Company sobre el despido de 12.000 trabajadores en toda Europa a fines de junio de este año fue recibido con éxtasis en los mercados de acciones. Los precios de las acciones aumentaron inmediatamente en un tres por ciento, ya que los inversores financieros anticiparon que la mayor explotación de la fuerza laboral restante liberaría efectivo para mayores pagos de dividendos y recompras de acciones».
Incluso los capos del cotarro con buena conciencia están preocupados porque los dones de la prosperidad no parecen derramarse sobre las capas menos favorecidas. Ray Dalio, uno de los gestores de fondos de cobertura más exitosos, expresa la jeremiada al uso: «Hay que rediseñar el capitalismo para que funcione para todos». Según el multimillonario con ínfulas filantrópicas, desde 1980 no ha habido un crecimiento real del salario para la mayoría de los estadounidenses, un 40% de sus ciudadanos carecen de cualquier tipo de ahorro y la brecha entre los ricos y los que no lo son es muy similar a la de la década de los treinta, justo antes de la Segunda Guerra Mundial. Esta es una sociedad de dos direcciones: una minoría está sacando partido del capitalismo actual, y aumenta su riqueza, mientras que la gran mayoría está perdiendo pie». Una abogada de un bufete especializado en asesoramiento financiero, McGee, lamentaba que «mucha gente se percibe estancada en sus empleos y ha de trabajar más horas sin que sus salarios aumenten, y al mismo tiempo ven cómo los directivos cada vez ganan más y más. De esta tensión entre las vidas de unos y otros nacería el impulso populista».
Y, a despecho de su condición de beneficiarios de la máquina de succión de las finanzas globales, motivos de alarma no les faltan. La desigualdad social de rentas y de riqueza está en niveles record en todo el mundo; el desempleo, el subempleo y la precariedad siguen en valores elevados en muchos países; los precios de compra y, sobre todo, de alquiler de vivienda vuelven a ser prohibitivos y los niveles de deuda estratosféricos que provocaron la crisis de 2008 se han nada menos que duplicado.
Entonces, ¿para qué ha servido el pretendido ‘bálsamo de Fierabrás’ de la QE, que iba a derramar –los gurúes de la música celestial lo llaman ‘efecto goteo’- sus dones sobre el bendito emprendedor y el soberano consumidor reactivando el circuito virtuoso de la inversión y el empleo? ¿Realmente era capaz, como se preguntaba Summers, la ingeniería financiera de la «omnipotente» banca central de propulsar el capitalismo senil y sacarlo de su atonía crónica? O, por el contrario, como dice Paul Toynbee: «descubrimos que Ciudad Esmeralda no es sino un espejismo, gobernada por un mago, un hombre chiquito, que no sabe controlar sus propios trucos». Resalta el hecho de que más de diez años después de la crisis financiera mundial, cualquier retorno a lo que antes se consideraba una política monetaria «normal» está más lejos que nunca, y la economía y el sistema financiero dependen completamente de la provisión de dinero ultra barato proveniente de los bancos centrales. Este es pues el papel real del demiurgo del capitalismo desquiciado y sus tempestades de dinero: servir de soporte de la colosal extracción de riqueza real que representa la máquina de succión de las finanzas globales, ampliando el abismo entre los ufanos especuladores rentistas y los crecientemente explotados asalariados y abriendo enormes fallas en las cada vez más frágiles placas tectónicas sobre las que se asienta el capitalismo senil.
¿Cómo se ha llegado a este estado de marasmo surrealista de las burbujas especulativas y la miseria rampante, en medio del descontrol irracional provocado por los trucos de la fábrica de dinero? ¿Cuáles son los rasgos que caracterizan esta tendencia degenerativa hacia la hipertrofia de la esfera financiera ante la atonía creciente de la productividad y la acumulación de capital, motores saludables del capitalismo ‘comme il faut’?
La metamorfosis de la inflación: símbolo del capitalismo desquiciado
«La inflación es una enfermedad, una peligrosa y a veces fatal enfermedad que, si no es controlada a tiempo, puede destrozar una sociedad«
Milton Friedman
La metamorfosis que ha sufrido la ‘lucha contra la inflación’ y el papel crucial que han tenido en la evolución del capitalismo en el último medio siglo los tratamientos presuntamente diseñados para controlarla nos pueden ayudar a entender la génesis del capitalismo desquiciado. De hecho, el control de la inflación es el único objetivo explícito de la política monetaria del BCE. ¿A qué se debe esta importancia capital que concede el discurso dominante al combate contra la inflación –muy por encima de otros objetivos, aparentemente más razonables, como reducir el desempleo crónico o la desigualdad galopante-, como principal pilar de la ‘estabilidad macroeconómica’?
Tras el final abrupto de los ‘treinta gloriosos’, el espectro del estancamiento secular de los terribles años 30 -encarnado esta vez en la llamada estanflación, coincidencia de altos niveles de desempleo e inflación, que destruía los fundamentos económicos de los años del ‘milagro de posguerra’- reapareció con inusitada virulencia a principios de los años 70. Esto cambió el carácter de la inflación alterando profundamente la matriz de rentabilidad del capitalismo. La inflación como la vía de recuperación de la tasa de beneficio, mediante subidas de precios a cargo de las grandes multinacionales oligopólicas, y la financiarización como sostén de la anémica demanda salarial, deprimida por el embate neoliberal, conformaron la nueva arquitectura de la gobernanza del capital. Husson explica el uso de la inflación por parte de las grandes corporaciones como vía de restablecimiento de la rentabilidad: «Ahí está la clave de una explicación de la estanflación en Estados Unidos diferente al recurso a las anticipaciones y otros delirios monetaristas. Es claro que la caída de la tasa de beneficio a partir de 1967, hasta inicios de los años 1980, se acompaña de una aceleración de la inflación. El choque inmediato de las políticas neoliberales desencadena, de forma simultánea, el ascenso de la tasa de beneficio y el descenso de la tasa de inflación al nivel de los años 1960. El verdadero arbitraje es pues entre inflación y el beneficio, y la tasa de paro es el útil que permite ajustar ese arbitraje».
La inflación devino pues el arma de la clase capitalista –más allá del impacto, indudable aunque sobrevalorado, del shock petrolero de 1973, considerado convencionalmente como el detonante de la crisis- para restablecer la maltrecha tasa de beneficio tras el final del auge de los treinta gloriosos. Y la expansión del crédito y las entelequias financieras devienen la forma de compensar la depresión en el nivel de consumo de las masas y el desempleo provocados por el aumento del coste de la vida y la agresión contra el trabajo de las políticas neoliberales. Fue entonces cuando la financiarización levantó el vuelo. El resumen que hace Husson es inmejorable: «De este modo, la falta de oportunidades para sostener una acumulación rentable, a pesar de la recuperación de los niveles de ganancia gracias a la ofensiva neoliberal sobre los trabajadores, movilizó una masa creciente de rentas financieras en busca de valorización: allí es dónde se encuentra la fuente del proceso de financiarización».
La obsesión por el combate contra la inflación fue asimismo la coartada perfecta, a través del absurdo dogma neoliberal del equilibrio presupuestario, para amputar la capacidad del demediado estado-nación de realizar políticas redistributivas, facilitando la ofensiva privatizadora y la progresiva erosión del Estado del Bienestar. Y la nueva arquitectura del sistema financiero internacional, con la todopoderosa banca central independiente en la cúspide, surge con el objetivo primordial –consagrado, en el caso del guardián del euro, en el tratado fundacional de Maastricht- de alcanzar ‘metas de inflación’, acompañado de la prohibición explícita de financiar directamente al estado derrochador. Certificando de paso la defunción de la precaria autonomía presupuestaria del Estado-nación respecto del capital financiero global.
Y así, una vez cumplida su función disciplinadora del factor trabajo y de la soberanía nacional, en el marco del embate neoliberal y de la euforia globalizadora del capitalismo triunfante, tras la fulminante implosión de su enemigo histórico, la ‘lucha contra la inflación’ sufre una metamorfosis total.
Treinta años después, la temida inflación de precios, anatema del artefacto ideológico monetarista y fundamento de la arquitectura institucional de la banca central global y de las políticas neoliberales del ‘austericidio’, ni está ni se la espera. ¿Cómo es posible que la inflación brille por su ausencia tras las riadas de liquidez inyectadas al sistema financiero por la política de ‘relajamiento cuantitativo’ de los pródigos demiurgos de la fábrica de dinero? ¿Qué factores extraordinarios han alterado el modelo tradicional de análisis económico neoclásico-keynesiano, provocando el descontrol absoluto de las variables macroeconómicas en el ‘mundo fantástico’ surgido tras la Gran Recesión de 2008?
La respuesta es la clave de bóveda de la matriz de rentabilidad del capitalismo desquiciado: tras el colapso de 2008, la maltrecha tasa de ganancia de las grandes corporaciones, financieras y no financieras, no se ha restablecido a través de la inflación de precios, como en la fase neoliberal de los años 70, sino a través de la inflación de activos y de la expansión descontrolada del castillo de naipes del casino financiero global. Una recesión en las hojas de balance –aludiendo al impacto del colapso de activos financieros e inmobiliarios en el crack de 2008- debía combatirse inflando el precio de los activos, esa es la misión fundamental de la política monetaria no convencional ejemplificada por la QE. El propio expresidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, describe la innovadora receta: «Intercambiando los viejos préstamos malos en las hojas de balance de los bancos por nuevos fondos buenos, apuntalados por tasas de interés negativas, la Reserva Federal hizo que los precios de los activos se dispararan».
Así pues, el aumento de los beneficios empresariales -desde 2009, los pagos totales de dividendos han aumentado un 195 por ciento, casi triplicando su valor- y el restablecimiento de la rentabilidad tras el sobresalto de 2008 se produjeron por la vía financiera –a través, por ejemplo, de las masivas recompras de acciones- y no por la tradicional de la inflación de precios como en la crisis de los 70. La situación resultante refleja una saturación de los circuitos financieros globales sin reflejo en el anémico dinamismo de la economía productiva. El capitalismo desquiciado se olvida cada vez más de cumplir su función de hacer cosas útiles para la gente a través de los benditos mercados libres y autorregulados descritos por los venerables padres de la economía política.
Michael Roberts pone el dedo en la llaga acerca de la artificiosidad de la receta aplicada como fuente de males mayores: «Las soluciones monetarias y fiscales a las recesiones del sistema capitalista no funcionarán. La flexibilización monetaria ha fallado, tal como lo ha hecho antes. La flexibilización fiscal, donde se adoptó, también ha fallado. De hecho, el capitalismo solo puede salir de una recesión con la recesión misma. Una recesión acaba con las empresas capitalistas más débiles y el despido de los trabajadores «improductivos». Luego, el costo de producción disminuye y las compañías que se salvan obtienen una mayor rentabilidad para invertir. Este el mecanismo de una recesión «normal». Está en camino otra recesión y ni las medidas monetarias ni las fiscales podrán detenerla». Keynes expresó poéticamente la impotencia de ‘empujar una cuerda’ para tratar de obligar infructuosamente al dinero a convertirse en capital: «Si nos vemos tentados de asegurar que el dinero es el tónico que incita la actividad del sistema económico, debemos recordar que el vino se puede caer entre la copa y la boca«. Se puede llevar un caballo a la charca pero no se le puede obligar a beber.
El economista marxista Anwar Shaikh resalta las consecuencias de esta falta de regeneración de los tejidos gangrenados: «Preservaron toda esta deuda ficticia, contable, y parece como que a todos les va bien pero es una estructura construida sobre una base muy débil. Y es inestable, cualquier cosa puede desequilibrarla y se derrumba. Eso es lo que ocurrió en 2008 y creo que es lo que podría ocurrir de vuelta, porque no se libraron del capital ficticio acumulado, que no se basa en ganancia real». La contradicción básica es pues que la deuda y los flujos financieros no pueden crecer indefinidamente a través de la inflación de activos y acaban descoyuntando el conjunto del organismo económico, pero la matriz de rentabilidad del capitalismo senil exige ese crecimiento artificial para sostenerse.
La ilusión de los reguladores: ¿Puede volver el ‘genio malo’ a la botella?
«Hemos descubierto la manera en que el dinero funciona en la economía moderna«
Randall Wray
Según Piketty, el contraste entre el gran impulso de optimismo que animó a Europa durante los ‘treinta gloriosos’ y las dificultades subsiguientes para aceptar, desde los años ochenta, que se haya frenado ese irresistible avance hacia el progreso social, nos lleva a preguntarnos, ¿cuándo volverá a la botella el genio malo del capitalismo? ¡Qué maravilloso sería sin duda conseguir, a través de los civilizados mecanismos de las reformas legales, implementados por autoridades democráticas que respondan a los intereses de las mayorías sociales a las que dicen representar, la mejora de las condiciones de vida de la gente que atemperen las fuerzas ciegas de los mercados! La cuestión decisiva sería pues, ¿es ello posible? ¿Perviven en el capitalismo actual palancas correctoras, que, con el manejo adecuado, pudieran revertir los aspectos más inicuos de la acerva realidad circundante? ¿Resulta realista pretender corregir los rasgos surrealistas del capitalismo desquiciado con políticas fiscales y monetarias adecuadas o, por el contrario, son estos rasgos la expresión de un organismo crecientemente degenerativo e irreformable? ¿Tiene el Estado-nación actual, despojado de soberanía monetaria y maniatado por las instituciones de la gobernanza del capital, alguna posibilidad de desarrollar políticas redistributivas o ha quedado reducido a comportarse como la correa de transmisión pseudodemocrática del gran capital?
Ciertamente, razones para ‘echar el freno de mano’ a la creciente irracionalidad del sistema de la mercancía no faltan en absoluto. El estancamiento secular y la depresión crónica, sin grandes alteraciones desde hace medio siglo, avizoran un horizonte de degradación social acelerada que el desquiciamiento provocado por la hegemonía absoluta de las finanzas globales no hará más que agudizar. El espanto de la miseria y la desigualdad crecientes describe la penosa situación de más de dos terceras partes de los seres humanos, excluidos de las precarias seguridades del bienestar del mundo rico. Y un cataclismo más neurálgico aún acecha con implicaciones devastadoras para la propia subsistencia de la especie: el capitalismo desquiciado choca cada vez más violentamente, sin el más mínimo atisbo de corrección a la vista, con los límites biofísicos del planeta, encaminando a la sociedad humana hacia una inédita situación de colapso ecológico-social de consecuencias catastróficas. Como expresaba gráficamente el ilustre economista marxista Paul Sweezy: «si las tendencias presentes continúan operando, será sólo cosa de tiempo que la especie humana torne completamente asqueroso su propio nido». Y todo ello coincidiendo con la tremenda paradoja de que nunca antes ha sido mayor la brecha entre la capacidad de producir bienes y servicios para proporcionar un nivel de vida digno a todos los seres humanos en un planeta habitable, con la tecnología y los recursos existentes, y el panorama de miseria y desigualdad rampantes que padecemos.
Por el contrario, los creyentes en la regulación, como Piketty, profesan la creencia en la posibilidad de retorno a una época excepcional –y, dicho sea de paso, profundamente depredadora desde el punto de vista ecológico y explotadora de los pueblos del Tercer Mundo- que no se repetirá. El sueño de un capitalismo estable, con crecimiento sostenido y un cierto equilibrio entre el trabajo y el capital, gestionado por un Estado «corrector» a través de políticas redistributivas de tipo keynesiano pareció alumbrar durante los ‘treinta gloriosos’ un periodo duradero de prosperidad y bienestar social. Paul Krugman, uno de los popes de la ortodoxia neokeynesiana, recuerda, con muy expresiva nostalgia, aquellos tiempos como «los Estados Unidos que amamos».
Piketty describe los hechos socioeconómicos más relevantes de ese capitalismo con rostro humano: el desarrollo de una clase media patrimonial –en España el 80% de las viviendas son en propiedad-, la «principal transformación estructural de la distribución de la riqueza en el siglo XX», y la gran reducción de la desigualdad de rentas y de riqueza parecían justificar la ilusión reformista en la viabilidad de que un capitalismo embridado derramara sus frutos para todos. Empero, se trataba de un espejismo, un remanso de paz entre dos tempestades. La tendencia inexorable al estancamiento secular y las subsiguientes dificultades para retornar a tasas de acumulación y crecimiento adecuadas causaron un cambio drástico en la política del capital. El genio malo salió de la botella para no volver a entrar. La lucha contra el monstruo de la inflación sirvió la coartada perfecta. Shaikh describe los ingredientes del nuevo paradigma: «El secreto del «gran boom» financiarizado que se inició en los 80 es ‘fuerza de trabajo abaratada y finanzas menos costosas’».
Y las fuerzas divergentes, irracionales, generadoras de creciente degradación social fueron las que de nuevo volvieron por sus fueros. Como el propio Piketty destaca, en el capitalismo financiarizado y desregulado de las burbujas de activos y el crecimiento anémico la riqueza «muerta» del patrimonio heredado se multiplica más velozmente que la riqueza viva acumulada por el fruto del esfuerzo de toda una vida de duro trabajo. El rentismo financiero e inmobiliario que, propulsado por la matriz de rentabilidad basada en las burbujas de activos y en la financiarización ‘a muerte’, sustituye a la economía productiva y al obrero fabril como eje de la vida económica, es pues el vector fundamental del incremento acelerado de la desigualdad y la degradación sociopolítica que viven las sociedades occidentales.
Sin embargo, más allá de la corrección de su diagnóstico superficial sobre la ‘insoportable’ desigualdad de rentas derivada de la hegemonía del talón de hierro neoliberal durante el último medio siglo, la propuesta estrella de Piketty para reducirla es de una puerilidad asombrosa: «el impuesto progresivo sobre el patrimonio individual es una institución que permite al interés general retomar el control sobre el capitalismo, apoyándose en las fuerzas de la propiedad privada y la competencia». En plena hegemonía de la máquina de succión de las finanzas globales, laminadas la soberanía nacional y sus palancas redistributivas por el poder en la sombra de la plutocracia financiera, el optimista irredento, con indisimulada candidez, propone nada menos que ¡retomar el control sobre el capitalismo! Sin duda, peccata minuta. Tamaña puerilidad se explica por su obsesión por demostrar que el fundamento de la desigualdad no se debe buscar en la esencia misma del capital –a pesar del título de su obra, tiene a gala no haber leído ‘El capital’ de Marx lo cual, a la luz de sus superficiales referencias al marxismo, es perfectamente verosímil- ni en el origen de su rentabilidad, sino en la sociedad de rentistas y en el peso de la herencia. Sin embargo, lo que omite Piketty es que la fuente real de la desigualdad – y por tanto, de las crisis que muestran la incapacidad de un funcionamiento normal del organismo económico- en el sistema capitalista es el capital mismo, que no es un «objeto» o algo idéntico al patrimonio, como él lo considera, sino una relación social, en la cual el trabajo vivo impago es el único factor capaz de incrementar el trabajo muerto contenido en el capital inicial, posibilitando su acumulación ampliada.
¿Y quién implantaría el impuesto sobre el patrimonio que nos permitiría retomar el control sobre el capitalismo? He aquí el rasgo común a todos los reguladores reformistas: el uso del Estado, cual Deus ex machina, como herramienta para implementar reformas fiscales, monetarias o legales que pongan coto al capitalismo desquiciado. Se pretende constituir de esta suerte un campo de juego «neutral» que logre colar la ilusión de que, con el timonel adecuado, el control del Estado -como pretendido agente reequilibrador- será capaz de voltear las relaciones de poder a favor de las clases subalternas. Joseph Stiglitz –keynesiano de cabecera de la ‘nueva izquierda’ socialdemócrata- expresa la esencia del paradigma reformista: «La reflexión sobre la crisis de 2008 tiene muchas enseñanzas que ofrecernos, pero la más importante es que el problema era –y sigue siendo– político, no económico: no hay nada que necesariamente impida una gestión económica que asegure pleno empleo y prosperidad compartida». Sin duda, un dechado de optimismo y ‘pensamiento desiderativo’.
El atractivo de los reguladores reformistas se deriva pues de que parecen propugnar atajos «pragmáticos», que permitirían sortear los obstáculos «absurdos» y desarrollar una gestión eficaz por parte de las fuerzas progresistas a través de medidas claramente factibles y de abrumador sentido común. Su respeto a las reglas legales e institucionales infunde la confianza en sus propuestas razonables y ponderadas, alejadas de los utopismos de los radicales. Sin embargo, lo cierto es que, a pesar de su apariencia de respetabilidad y pragmatismo, quizás sean más utópicas sus prescripciones que la defensa de la ‘socialización de la banca y de los medios de producción’ propugnada por radicales antisistema. Haciendo abstracción de la lógica interna del funcionamiento del capitalismo, los reguladores llegan por tanto a soluciones mágicas que ignoran las estructuras profundas de las relaciones sociales. Abundan los ejemplos.
La TMM –teoría monetaria moderna, otra de las herramientas mágicas de los reguladores de la izquierda reformista, de rancia estirpe keynesiana- ofrece una revolución en la política económica a través de la utilización de la soberanía monetaria -¡en tiempos nada menos que de la jaula de hierro del euro!- para enchufar la manguera del gasto público deficitario a la economía real y asegurar el pleno empleo. Randall Wray, uno de sus sumos sacerdotes, señala la tecla mágica: «Siempre pueden suministrarse unas finanzas suficientes para la plena utilización de todos los recursos disponibles a fin de apoyar el desarrollo de capital de la economía. Podemos servirnos del golpe de tecla para llegar al pleno empleo». «Toda nación dotada de una moneda soberana será capaz de alcanzar el pleno empleo». ¡Bum! De nuevo la confianza en el papel corrector del Estado y las palancas institucionales para revertir, con una gestión correcta y a través de maravillosamente sencillos mecanismos, el embate de los ‘espíritus animales’ del ‘genio malo’ del capital. Empero, como dice Roberts, quizás no sea una idea ni tan novedosa ni tan mágica: «Los keynesianos, post-keynesianos (y los partidarios de la TMM) creen que los estímulos fiscales a través de más gasto público y el aumento de los déficits presupuestarios de los gobiernos es la manera de poner fin a la Larga Depresión y evitar una nueva recesión. Pero nunca ha habido la menor prueba de que tales medidas de gasto fiscal funcionen, excepto en la economía de guerra de 1940«.
El mito de la renta básica, proclamada como panacea asistencial-redistributiva por otra rama de los reguladores reformistas, emerge como la coronación de este fútil intento de construcción nostálgica de un capitalismo con «corazón». Junto al trabajo garantizado de los ‘curanderos’ de la TMM y a las varitas mágicas fiscales ‘a la Piketty’, el mito del ingreso universal completa la tríada de propuestas estrella de los reguladores en pos del retorno del ‘genio malo’ del capitalismo sin corazón a la botella donde lo encerrará el bueno del papá Estado al servicio del interés general.
Michel Husson describe la debilidad teórica de las propuestas de regulación de los curanderos: «La salida de la crisis implicaría que el capitalismo acepta funcionar con una tasa de beneficio menos elevada y que la finanza privilegia las inversiones útiles. Lo que es al mismo tiempo cierto pero incompatible con el fundamento mismo del capitalismo. Esto es lo que no comprenden los analistas keynesianos que, fascinados por la finanza, desprecian los fundamentos estructurales de la crisis».
Vanas y anacrónicas ilusiones que omiten el hecho esencial: el capitalismo regulado de los añorados ‘treinta gloriosos’ fue un periodo excepcional e irrepetible, un paréntesis en la tendencia hacia el estancamiento secular que caracteriza al capitalismo senil. La falta de comprensión de este hecho histórico –ya descrito por Marx, cuya tesis del capitalismo degenerativo, progresivamente ahogado en sus insolubles contradicciones, cada vez adquiere más verosimilitud- es la que incapacita a los reguladores para realizar un diagnóstico correcto y les sitúa delante del espejismo de la posibilidad de detener los espíritus montaraces del capitalismo desquiciado.
La keynesiana de izquierdas Joan Robinson, con su agudeza proverbial, apunta a la paradoja de utilizar al Estado para arreglar los desperfectos del capitalismo desembridado: «Cualquier gobierno que tenga tanto el poder y la voluntad de solucionar los principales defectos del sistema capitalista tendría la voluntad y el poder de abolirlo por completo».
El sociólogo y destacado marxista ecológico John Bellamy Foster describe la cruda realidad que los reguladores reformistas prefieren ignorar: «Ahora la política fiscal y la monetaria están fuera del alcance de cualquier gobierno que se atreva a hacer algún cambio que afecte a los grandes intereses creados. Los Bancos Centrales se han transformado en entidades controladas por los Bancos Privados. Los Ministerios de Hacienda están atrapados por los límites de la deuda y las agencias reguladoras están en manos de los monopolios financieros y actúan en interés directo de las corporaciones»
Y hay razones profundas cuya ignorancia impide a los reguladores situar sus mágicas propuestas en el terreno firme de la realidad: «Pero hay una razón quizás más fundamental que hace imposible la regulación del capitalismo, y es la caída de la mejora de la productividad. El capitalismo neoliberal tiene esta característica muy suya de haber sido capaz de restablecer la tasa de ganancia a través de la inflación de activos a pesar de una disminución relativa de las ganancias de productividad. Ya no tiene mucho que redistribuir y por lo tanto no tiene más remedio que aumentar de manera continua la tasa de explotación. Hoy en día, el capitalismo no beneficia más que a una pequeña fracción de la población. A la mayoría no le ofrece otra perspectiva que la regresión social sin fin».
Y, más fundamentalmente, todo se basaba en otra ilusión, a saber, que el dinero puede generar dinero sin pasar por la casilla de la explotación. Para disipar esta representación fantasmagórica que los reguladores tienen del organismo económico es necesario disponer de una teoría del valor, marxista en este caso, de la que abominan los reformistas de toda laya.
Frente a esta regresión social y ecológica sin fin, no queda más remedio pues que proclamar de nuevo la vieja máxima de Rosa Luxemburgo contra el falso espejismo de los reguladores de un capitalismo con rostro humano. Porque estas ilusiones basadas en hacer retornar el genio malo a la botella no son solamente estériles, son también, desgraciadamente, mala pedagogía popular. Y representan por tanto obstáculos para el surgimiento de movimientos y luchas verdaderamente antagonistas que construyan alternativas frente a las crecientemente desconyuntadas relaciones sociales en el capitalismo desquiciado. En caso contrario, como describe Anselm Jappe, autor del libro titulado, significativamente, ‘Crédito a muerte’, las implicaciones de ese progresivo desquiciamiento del sistema de la mercancía pondrán a la especie humana y a su crucificado planeta ante una perspectiva catastrófica: «Lo que se avecina tiene más bien el aspecto de una barbarie a fuego lento, un sálvese quien pueda. Antes que el gran crash, podemos esperar una espiral que descienda hasta el infinito, una demora perpetua que nos dé tiempo para acostumbrarnos a ella como en la fábula de la rana y el agua caliente. Seguramente asistiremos a una espectacular difusión del arte de sobrevivir de mil maneras y de adaptarse a todo, antes que a un vasto movimiento de reflexión y de solidaridad, en el que todos dejen a un lado sus intereses personales, olviden los aspectos negativos de su socialización y construyan juntos una sociedad más humana». Ojalá se equivoque.
Blog del autor: https://trampantojosyembelecos.wordpress.com/2019/09/05/el-capitalismo-desquiciado/
aapilanez@gmail.com