Mario F. Hurtado
Esta semana, el gobierno del ultraderechista Jair Bolsonaro vivió la primera gran jornada de descontento nacional. Miles de personas marcharon por la calles de las ciudades brasileñas, la mayoría estudiantes y comunidad universitaria, en protesta a la reducción del 30% sobre el presupuesto para la educación. La consigna de las marchas fue “la educación no es gasto, es una inversión”.
Y es que el gobierno brasileño considera que las universidades federales (públicas) están cooptadas por una élite de izquierda que en lugar de educar, adoctrina. De igual forma el Primer Mandatario, al estilo Trump, hace afirmaciones provocadoras, cargadas de desprecio y odio. Por ejemplo, en las pasadas marchas afirmó que: “Es natural (que protesten), pero la mayoría es militante que no tiene nada en la cabeza, que no sabe calcular siete por ocho ni la fórmula química del agua. No saben de nada. Son unos imbéciles que están siendo utilizados por una minoría que compone el núcleo de las universidades federales de Brasil”.
El gobierno de Bolsonaro le declaró la guerra a la cultura, no solo el recorte del 30% de los recursos, también la paralización de 100 mil becas y acciones que ponen en riesgo la investigación científica y la producción de conocimiento. Por otra parte, se hizo un anuncio en busca de eliminar las carreras de filosofía y sociología, a las que Bolsonaro define como nidos de izquierdistas que nada aportan a los contribuyentes brasileños.
El descontento frente a las decisiones del Presidente va en aumento. La aprobación de su gestión está en el 35%, la más baja desde que se posesionó hace cinco meses. La academia y los sectores sociales ven con preocupación sus posiciones contra la diversidad, la inmigración, el odio hacia la educación pública, la promoción de uso masivo de armas, las políticas conservadoras frente al aborto o los derechos LGTBI y sus políticas ambientales sin regulación.
El conflicto demuestra una profunda división de la sociedad. Los recortes, por una parte, son un golpe para las 296 universidades públicas del país, que a pesar de ser solo el 10% -porque existen 2.152 universidades privadas- son de lejos las de mayor calidad. Las universidades públicas brasileñas lideran los rankings de calidad de la educación, concentran la mayor parte de las investigaciones científicas del país y de la producción de patentes. En las mismas estudian casi 2 millones de personas y trabajan casi 100 mil estudiantes.
Antes de la llegada de Bolsonaro, Brasil invertía un 6% de su PIB en educación, que no alcanza a ser un tercio del promedio por estudiante de lo que invierten los países de la OCDE, por eso mismo los resultados en educación básica siguen siendo pobres.
La universidad pública, por otro lado, ha enarbolado las banderas en defensa de los sectores más vulnerables del país, la población más pobre, la rural y las minorías. Sin embargo, al parecer las banderas de defensa no han llegado a la mayoría de esa sociedad que no se siente identificada y terminó bajo la tutela de las iglesias cristianas y evangélicas. Brasil es uno de los países del mundo con mayor expansión de las iglesias evangélicas, atraen a millones de personas, y detrás de esa religión viene un discurso ultraconservador, intolerante con la diversidad, los derechos individuales y el libre pensamiento.
Fue en esos sectores vulnerables donde Bolsonaro arrasó, son esos fieles los que avalan su proyecto político. Por eso, un reto de las universidades públicas es cómo se acercan de nuevo a las comunidades que proclaman defender, cómo seducen con nuevas formas de labor social, porque el alimento a las agresivas políticas del gobierno brasileño viene en gran parte de los sectores evangélicos.
@hurtadobeltran*Especialista en educación. El contenido de este artículo es responsabilidad exclusiva del autor.