Juan J. Paz-y-Miño Cepeda Prensa Latina
Desde 1999 en adelante, entre los sectores democráticos y de izquierda, se creyó que el ciclo de los gobiernos progresistas abría un nuevo momento histórico. Parecía que su duración era indefinida. Los avances no solo en la estabilidad y hasta el crecimiento económico, sino sobre todo en múltiples mejoras sociales, aseguraban la permanencia de la tendencia progresista. Pero hubo demasiada confianza en los procesos electorales, porque los triunfos se sucedían y, en general, se descuidó la organización social, laboral y popular, así como el permanente trabajo ideológico para transformar viejos valores y conceptos y generar nuevas conciencias ciudadanas.
Juan J. Paz-y-Miño Cepeda
Prensa Latina
Desde 1999 en adelante,
entre los sectores democráticos y de izquierda, se creyó que el ciclo
de los gobiernos progresistas abría un nuevo momento histórico. Parecía
que su duración era indefinida. Los avances no solo en la estabilidad y
hasta el crecimiento económico, sino sobre todo en múltiples mejoras
sociales, aseguraban la permanencia de la tendencia progresista. Pero
hubo demasiada confianza en los procesos electorales, porque los
triunfos se sucedían y, en general, se descuidó la organización social,
laboral y popular, así como el permanente trabajo ideológico para
transformar viejos valores y conceptos y generar nuevas conciencias
ciudadanas.
Pero el progresismo fue derrotado no solo a través de los golpes blandos, como en Brasil, Honduras o Paraguay, sino también por los triunfos electorales de las derechas en Argentina o Chile, e incluso por el giro absolutamente imprevisible, la ruptura total con la Revolución Ciudadana y la persecución institucional del “correísmo”, ocurridos en Ecuador, desde 2017.
De manera que al ciclo progresista ha sucedido el de la restauración conservadora, con el poder total de los sectores sociales de mayor elite y concentración de la riqueza económica en Latinoamérica. En la región -y especialmente en Sudamérica, cuna del progresismo- predominan hoy los gobiernos identificados con el gran capital y subordinados a la geoestrategia continental del americanismo.
El retorno de las derechas -nuevas o viejas- unifica posiciones en torno a múltiples áreas del manejo económico. Pero cuatro son las que están definiendo el marco del desarrollo de la región: la vinculación transnacional, el Estado, los impuestos y el trabajo.
Primero. Los vínculos latinoamericanistas se han debilitado. No interesa fortalecer CELAC, MERCOSUR o UNASUR. Las acciones de ALBA están reducidas. Los gobiernos de la derecha latinoamericana buscan tratados de libre comercio (en Brasil se cuestiona el multilateralismo y se prefiere el bilateralismo), convenios bilaterales de inversión, ingreso al Acuerdo Asia-Pacífico, apertura y conexiones con el capital imperialista. Es una cuestión de negocios, no de intereses nacionales.
Segundo. Como los gobiernos de derecha han revitalizado la ideología neoliberal, el Estado debe ser reducido a su mínima expresión, pero con una institucionalidad suficiente, que responda exclusivamente al mundo de los intereses y negocios privados. En consecuencia, las empresas otrora públicas, son descuidadas o se privatizan; las inversiones estatales pasan a manos de empresarios, contratistas o concesionarios particulares; los servicios públicos se deterioran a fin de favorecer la educación, la medicina o la seguridad social privadas. De este modo, la atención estatal a la sociedad se reduce, pasa a ser de peor calidad y queda justificado el argumento de que el Estado es “mal administrador”.
Tercero. Abolir o reducir impuestos directos ha pasado a ser la consigna de la nueva ideología fiscal según la cual el aflojamiento de los sistemas tributarios alienta la inversión de capitales y la promoción del crecimiento. Todos los estudios de la Cepal al respecto niegan ese supuesto, pero continúa en vigencia. De modo que la tendencia generalizada está en reducir, condonar o abolir impuestos directos como el de rentas y fortalecer los indirectos y el IVA. La reciente reforma fiscal de Costa Rica es un claro ejemplo de lo que viene ocurriendo. Y, bajo estas condiciones, se ha agravado la concentración de la riqueza, se afirman las diferencias sociales y se marginan los programas, acciones e inversiones públicas, porque el Estado carece de los recursos impositivos necesarios para promover el desarrollo.
Cuarto. La flexibilidad y la precarización de la fuerza de trabajo están en plena vigencia y se generalizan. En Brasil y Argentina los niveles de derrumbe de antiguos principios y derechos laborales se tornan en modelos ejemplares para las burguesías de todos los países. No importa si todo ello trae la ruina social, el incremento de la pobreza, la ampliación del desempleo o el subempleo. Nuevamente, es un asunto de negocios y rentabilidades, que predominan sobre los intereses y necesidades sociales.
En este “trágico” panorama, el ciclo neoderechista de América Latina afianza procesos complementarios: la judicialización de la política y la politización de la justicia (lawfare), para perseguir a todo exfuncionario o partidario de los gobiernos progresistas y para marginar cualquier tipo de oposición o crítica, como ocurre en Argentina, en Brasil o en Ecuador (con la fascista “descorreización” de la sociedad); la instrumentalización de los organismos de control al servicio de estos mismos objetivos; la reorientación de las policías y de las fuerzas armadas para recuperarlas como instituciones al servicio del poder del capital y de los empresarios; el contubernio de los más importantes medios de comunicación para dirigir la opinión publica y la información solo en el sentido que mejor interese a los poderes constituidos, etc.
Nos hallamos en situaciones parecidas a las de fines del siglo XX, que merecieron una obra colectiva muy importante: Tiempos conservadores. América Latina en la derechización de Occidente (1987), que recogió los estudios de diez investigadores, bajo el impulso del CELA y la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM (México).
Se ha afectado la movilización social. El movimiento obrero, los otros movimientos sociales e incluso el movimiento indígena, están en crisis en Ecuador, aunque cabe diferenciar a Bolivia, con un pujante movimiento indígena. Lo social-popular todavía no encuentra posibilidades de lucha efectiva ni de sumatoria de fuerzas sociales que reaccionen frente a las imposiciones de los gobiernos de derecha, lo cual no resta la importancia que tienen las luchas coyunturales y las reacciones ciudadanas que cuando se activan han logrado frenar en algo las ambiciones del reinado absoluto del capital.
Las izquierdas continúan debilitadas y, además divididas. El caso de Ecuador es patético: sectores reconocidos de las izquierdas tradicionales y los antiguos marxistas (incluyendo a los marxistas pro-bancarios) se unieron a la “descorreización”; en principio, saludaron al gobierno de Lenín Moreno, apoyaron sus acciones, así como la reinstitucionalización del país; pero ahora procuran alejarse sin hacer mucho ruido, a fin de que se “olvide” su responsabilidad política directa en lo que ha ocurrido en el país desde el año pasado.
Desde 1979 en adelante, esos mismos sectores no crearon una alternativa electoral propia para acceder al gobierno y peor una alternativa política ciudadana o “proletaria” para la toma del poder. A su vez, las nuevas izquierdas solo lograron mantener expresión política durante la Revolución Ciudadana, pero en la actualidad, además de estar seriamente golpeadas por la “descorreización” y por los evidentes casos de corrupción (aunque mediáticamente magnificados) que afectaron la imagen del gobierno de Rafael Correa (2007-2017), no han podido articular mecanismos que les permitan retomar la lucha con eficacia.
En estas circunstancias, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) se convierte en una esperanza obligada y en un referente continental. Porque su éxito podrá alentar, con mejor fuerza e influencia, la rearticulación de las izquierdas latinoamericanas y la preparación para un futuro que permita recuperar el camino que trazaron los gobiernos progresistas.
Sin embargo, en mi reciente visita a México pude observar lo mismo que en Ecuador ya habíamos experimentado en algún momento: ciertos sectores de la izquierda más tradicional se lanzaban contra las propuestas de AMLO aún antes de que tomara posesión de su cargo como presidente. Y, naturalmente, las derechas se preparaban a evitar la “venezolanización” de México y el “comunismo”, conforme lo advertí en forma directa.
AMLO ha valorado a Bolívar y a Martí; anuncia la redefinición del Estado; el aliento e identidad con los sectores sociales, laborales y populares; pero ha asegurado que no aumentará impuestos, lo cual puede afectar los afanes redistributivos de la riqueza. Sus primeras acciones, como el intento por reducir sueldos en la alta burocracia, ya han chocado con la misma Corte Nacional, que ha impedido esa reforma con un pronunciamiento jurídico. Es decir, el flamante gobierno mexicano empieza a experimentar las mismas reacciones anticipadas o en proceso de desarrollo de las fuerzas que, en los otros países, tuvieron en mira la derrota de los gobiernos progresistas.
Sin embargo, no han sido abatidas las esperanzas por el camino progresista de México. Así es que su desarrollo tendrá determinante repercusión en una América Latina por el momento cercada por los gobiernos de la derecha política y económica.