Entre el 30 de noviembre y el 1 de diciembre (2018) se realizó en Buenos Aires, Argentina, la decimotercera reunión del G-20, el foro de los mayores países industrializados y emergentes del mundo, integrado por Alemania, Arabia Saudita, Australia, Canadá, China, Corea del Sur, Estados Unidos, Francia, India, Indonesia, Italia, Japón, Reino Unido, Rusia, Sudáfrica, Turquia, más una representación por la Unión Europea, otra por España, y solo con tres países de América Latina: Argentina, Brasil y México. También estuvieron presentes representaciones de la ONU, OMC, BM, FMI.
Al inaugurar la reunión, Mauricio Macri, presidente de Argentina, dijo: “tomamos la cumbre como un gesto de apoyo, sobre todo después de tantos años de aislamiento”; pero la verdad es que el turno anual llegaba a su país, tal como el año pasado tocó a Alemania y en 2019 tocará al Japón.
Con una situación económica crítica, un endeudamiento externo que retomó el camino de la dependencia al FMI y condiciones sociales y laborales agravadas por las políticas neoliberales, no es posible tener al gobierno de Macri como un ejemplo que merezca el reconocimiento mundial.
Para México la situación fue especial: Enrique Peña Nieto (2012-2018) concluyó su presidencia suscribiendo el nuevo tratado de libre comercio con EEUU y Canadá (T-MEC o USMCA) el día en que se inauguraba el cónclave del G-20 y bajo la complacencia de Donald Trump, quien obtuvo un acuerdo a la medida de sus intereses, frente al anterior TLCAN (1994) que el norteamericano cuestionó desde el inicio de su gestión presidencial.
Durante los últimos 30 años, las condiciones económicas sujetas al neoliberalismo de los sucesivos presidentes mexicanos y con el TLCAN de por medio, lo único que reforzaron es el poder de una elite empresarial y de las mafias. Porque el problema de la pobreza, el desempleo y el subempleo solo se han agravado en el tiempo, junto a la corrupción a todo nivel y a la extensión de una violencia hasta hoy imparable, precisamente por la debilitación institucional del país. Tampoco el México neoliberal puede ser un ejemplo mundial.
Brasil igualmente, de la mano del neoliberalismo de fines del siglo XX, se volvió una potencia económica sobre la base de extender las peores condiciones de vida y de trabajo entre su población. Solo los gobiernos de Luis Inácio Lula da Silva (2003-2011) y Dilma Rousseff (2011-2016) lograron revertir esas herencias, con avances sociales, un nuevo poder institucional y la atención inédita a los sectores populares. Esas conquistas, imperdonables ante los ojos de los poderes económicos y políticos tradicionales del país, condujeron al golpe de Estado blando que colocó en la presidencia a Michel Temer (2016-2018), con quien aquellos poderosos recuperaron el manejo del Estado, implementaron el lawfare, persiguieron al PT y lograron la encarcelación de Lula, tras un cuestionado proceso judicial. Tampoco el Brasil neoliberal ha podido convertirse en un ejemplo mundial.
De manera que en el G-20 no estuvieron presentes los problemas cruciales de los tres países latinoamericanos miembros y los más “grandes” de la región. En cambio, predominaron los temas de interés de las potencias mundiales y particularmente los que involucran a EEUU, China y Rusia.
La guerra comercial de EEUU con China ha quedado, por el momento, en suspenso. Trump ofreció postergar por 90 días la anunciada subida de aranceles a productos chinos, mientras Xi Jinping se comprometió a ampliar la compra de bienes a los norteamericanos. A pesar de eso, lo que queda en pie es la política neomonroísta (“América para los americanos”) del gobierno Trump para contrarrestar la presencia china y rusa en América Latina.
Trump canceló la reunión con Vladimir Putin, argumentando la detención de tres navíos ucranianos por parte de Rusia. La verdad de fondo es que procuró tomar distancia con el presidente ruso, mientras en los EEUU reflota el tema de la supuesta intervención de ese país en la campaña que favoreció electoralmente a Trump.
Por sobre estos acontecimientos, para la Casa Blanca está muy claro que la reunión en Buenos Aires ha sido un “éxito” y que el documento final acordado merece considerarse como “un gran día para los Estados Unidos”, porque refleja muchos de los objetivos de Donald Trump.
Ese documento, titulado “Construyendo consenso para un desarrollo justo y sostenible» (https://bit.ly/2U3ey3j), contiene 31 puntos de acuerdos, entre los que se habla del combate a la corrupción, la seguridad financiera mundial, la atención al trabajo, sobre refugiados y causas humanitarias.
Pero el comercio libre, como paradigma económico contemporáneo, constituye el eje de las preocupaciones. Sin embargo, hay cambios: Trump ha logrado que no se cuestione el proteccionismo de su país, lo que implica afectar, por primera vez, el hasta hoy imbatible principio del “libre comercio”. Además, se abogó por un replanteamiento de la Organización Mundial de Comercio (OMC).
América Latina podría aprovechar mejor esa reforma, al mismo tiempo que potenciar su propio proteccionismo para defenderse de la competencia externa, que sobre todo afecta al desarrollo industrial; pero es algo difícil y hasta imposible de obtener con gobiernos mayoritarios de derecha y elites empresariales neoliberales, que todavía creen en el aperturismo comercial indiscriminado y en los tratados de libre comercio (TLC). Difícil, además, frente a las presiones transnacionales que admiten la protección para sus intereses, pero no la de los latinoamericanos, a quienes exigen apertura. Es una relación similar a la de los viejos tiempos coloniales, cuando los imperios imponían a las naciones subordinadas los intereses metropolitanos.
Otro punto acordado se refiere al aprovechamiento y desarrollo de todo tipo de energías “limpias”; pero ello no frenará la afectación a los países del “tercer mundo” y, sin duda, a América Latina, región poseedora de distintos recursos energéticos sobre los cuales históricamente se han lanzado las grandes corporaciones capitalistas. Como lo quería Emmanuel Macron, presidente de Francia, el documento insiste en la protección del medio ambiente; pero incluye un párrafo que recoge la posición contraria de los los EEUU en este tema, que incluso se retiraron del acuerdo de París sobre el cambio climático en junio de 2017.
Jair Bolsonaro, quien se posesionará como presidente del Brasil el 1 de enero de 2019, seguramente habría encajado muy bien en el G-20, porque su pensamiento y ubicación tanto política como económica, ha cuestionado el multilateralismo, se alía con los EEUU y se halla en la mira de constituir a su país en el subimperialismo de América Latina.
En cambio, un discurso como el de Andrés Manuel López Obrador al tomar posesión de la presidencia de México el 1 de diciembre, habría caido como balde de agua fría, porque su cuestionamiento de fondo fue al neoliberalismo, que tanto daño ha hecho a su país. El flamante presidente añadió que su misión será acabar con la corrupción y que separaría el poder económico del poder político. Afirmó que atendería a la población y no a la elite enriquecida con los gobiernos del pasado. También anunció que aboliría la inmudidad presidencial y que era mejor dejar atrás lo ocurrido con anteriores gobernantes, para no caer en la venganza ni el revanchismo. Pero son dos asuntos peligrosos ante la voracidad de la clase política tradicional que bien podría encontrar cualquier pretexto para enjuiciar al presidente; además de que triunfaría la impunidad frente a quienes han sido los responsables del desastre social de México bajo el neoliberalismo.
Un presidente como el ecuatoriano Lenín Moreno ¿habría resultado incómodo entre los “grandes” del G-20? Su política económica, local y provinciana tras 18 meses de administración, se ha reducido a quitar capacidades al Estado, perdonar multas e intereses debidos, suprimir impuestos a la elite empresarial bajo la figura de incentivos tributarios, orientar al gobierno por los intereses de las cámaras de la producción y creer todavía en el mercado libre internacional, así como en las “bondades” del capital imperialista, las privatizaciones y la flexibilidad laboral, contradiciendo así toda la historia económica del neoliberalismo latinoamericano, que López Obrador, en cambio, sí supo cuestionar. La “descorreización” y la desinstitucionalización han prosperado, así como la persecución política, el lawfare y la violación a los principios de la Constitución de la República del Ecuador de 2008.
Con todo lo expuesto es posible concluir que el G-20 se mantuvo como foro de los intereses transnacionales y del capitalismo central, sin topar los temas sensibles de América Latina, que tienen que ver, entre tantos asuntos, con el fortalecimiento de los Estados y con ello de la institucionalidad, la redistribución de la riqueza, la superación de la pobreza, el desempleo y el subempleo, la seguridad, la movilización migratoria, el incremento de tributos a los ricos, el fomento a las producciones nacionales, la integración regional autónoma, la contraposición al poder mundial de las corporaciones, el saqueo de recursos o el fin del bloqueo a Cuba, en la perspectiva de la lucha regional por una sociedad justa, por la soberanía y la dignidad de cada país.