Agencias
Este martes 11 de septiembre se cumplen 45 años del golpe de Estado en contra el presidente socialista de Chile, Salvador Allende.
El asedio político, el clima de desestabilización, la desinformación, la tergiversación y la manipulación fueron los protagonistas para abonar el camino previo a uno de los golpes militares más sangrientos de la historia Latinoamericana.
La derecha chilena contó con la complicidad de grandes corporaciones mediáticas. Los diarios El Mercurio, Tribuna y La Tercera destacaron como los más activos en el plan golpista, y sobrevino la dictadura militar encabezada por el general Augusto Pinochet, quien gobernó de facto por 17 años y medio.
En este período se contabilizan más de 3.200 personas asesinadas, casi 1.200 desaparecidos y 34.000 personas que sufrieron torturas y fueron encarceladas injustamente, además de un gran número de chilenos que se vieron en la necesidad de huir de su país para salvar sus vidas.
En la madrugada del martes 11 de septiembre los barcos de la Armada, que habían zarpado el día anterior para participar junto a buques estadounidenses en unas maniobras militares, regresaron a Valparaíso. Unos pocos cañonazos bastaron para ocupar las calles del puerto, la Intendencia y los centros de comunicación. Eran las 6 de la mañana.
Después de tratar inútilmente de comunicarse con los jefes de los tres ejércitos, Allende tuvo claro que los tres cuerpos estaban conjurados en el golpe. Entonces empezaron a sentirse los primeros disparos entre golpistas y francotiradores instalados en los edificios públicos próximos. A las 9:20 de la mañana, Allende habló por última vez a través de Radio Magallanes. Con emotivas palabras, en el que sabe será su último discurso, se despidió del pueblo chileno.
Salvador Allende se había convertido en el líder natural de la izquierda chilena desde mediados de los años cincuenta. Impulsor de la fórmula conocida por la vía chilena al socialismo, una vía pacífica, que postulaba un socialismo democrático y pluripartidista, en las elecciones del 4 de septiembre de 1970, encabezando la candidatura de la UP -coalición que integró a todos los partidos de izquierda chilena, recibió el 36,6 de los votos, casi dos puntos más que el derechista Jorge Alessandri y nueve más que el democristiano Radomiro Tomic.
En las legislativas de marzo de 1973, la UP aumentó el respaldo hasta el 45 por ciento de los votos, pero fue insuficiente para conseguir la mayoría de las dos Cámaras. Allende dirigió el país durante tres años con la oposición del Congreso y una parte de la sociedad, antagónica a sus ideas. Su voluntad de disminuir la pobreza y las desigualdades no tuvieron el suficiente apoyo social. La sociedad chilena se fue polarizando cada vez más y el centro político se hundió. Además, la misma UP, en demasiadas ocasiones, le proporcionó un apoyo político endeble y fragmentado.
El papel de Estados Unidos
La masiva desclasificación de documentos estadounidenses sobre el golpe de Estado en Chile en 1999 y el año 2000 confirmó la responsabilidad de Washington en el derrocamiento de Allende. Los documentos de la CIA, el Pentágono, el departamento de Estado y el FBI señalaron que desde la elección de Allende en 1970, el entonces presidente Richard Nixon autorizó al director de la CIA, Richard Helms, a socavar al gobierno chileno por temor a que el país se convirtiera en una nueva Cuba.
De hecho, la agencia realizó operaciones encubiertas en Chile desde 1963 a 1975, primero para impedir que Allende fuera electo –sobornando a políticos y legisladores-, luego para desestabilizar su gobierno y, tras el sangriento golpe, para apoyar la dictadura de Pinochet. Los documentos también revelaron que la CIA pagó 35.000 dólares a un grupo de militares chilenos implicados en el asesinato, en octubre de 1970, del general René Schneider, comandante en jefe del Ejército y leal a Allende.
Las víctimas
El Estadio Nacional se convirtió en el mayor campo de detención, cerca de 30.000 partidarios de la UP fueron hechos prisioneros, torturados y muchos asesinados, entre ellos el cantautor Víctor Jara. Según el informe Rettig(1991), murieron a causa de la violencia 3.196 personas, de las que 1.185 fueron detenidos políticos desaparecidos, de las que pocos han sido encontrados e identificados. Pero estas cifras son de muertos y desaparecidos comprobadas meticulosamente tras las denuncias recibidas por la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, creada en 1990. Otras fuentes elevan las cifras significativamente.
La última víctima ilustre de aquel luctuoso septiembre chileno fue el laureado poeta Pablo Neruda. Falleció el día 23. El funeral se convirtió en la primera manifestación contra la Junta Militar. Su muerte todavía es un misterio. En febrero del año 2013, su cadáver ha sido exhumado para intentar aclarar si falleció como consecuencia del cáncer de próstata que padecía o fue envenenado, la cual todavía esta siendo investigada.
Omar Sepúlveda, periodista de Prensa Latina y quien vivió directamente los hechos, los relata de esta manera:
El vuelo rasante de los aviones caza Hawker Hunter sobre el centro de Santiago conmovió a los seis periodistas que el martes 11 de septiembre de 1973 permanecíamos en las oficinas de Prensa Latina en Santiago de Chile.
El motivo no fue el atronador ruido de sus turbinas Rolls Royce, sino porque mostró la verdadera cara de los militares que impulsaron el golpe de Estado contra el gobierno constitucional del presidente Salvador Allende, el primer gobernante socialista elegido en las urnas.
En silencio, Jorge Timossi (argentino), Pedro Lobaina y Mario Mainadé (cubanos), Jorge Luna (peruano) y los chilenos Orlando Contreras, que había llegado la noche anterior desde La Habana, y quien esto escribe, miembro de la corresponsalía, observamos la columna de humo que se elevaba del Palacio de La Moneda.
Desde allí, poco antes, el presidente había enviado el que sería su último mensaje, en el cual llamó al pueblo a “no inmolarse”.
El ataque con rockets a la sede de gobierno, construida en 1784 para servir como Casa de Moneda (de allí su nombre posterior), fue solo el último episodio de una campaña del terror montada por Washington, con ayuda de la derecha chilena, con el objetivo de impedir la elección de Allende en su cuarta postulación a la Presidencia.
El proceso había empezado mucho antes que el almirante José Toribio Merino y el general del aire, Gustavo Leigh, junto con generales de segundo orden del Ejército, a los que a última hora se sumó Augusto Pinochet, planearan el derrocamiento del presidente Allende.
La estrecha victoria de Allende, abanderado de la Unidad Popular, en las urnas había puesto en un aprieto a los perdedores. Por tradición, el Congreso respetaba la primera mayoría, pero en esta ocasión, las presiones para ignorar esa tradición, de la cual se enorgullecían los políticos chilenos, eran muchas y muy fuertes, al igual que la demanda de quienes respaldaban a Allende.
Nunca supe porqué le decían Chicho, y menos la razón por la cual el 4 de septiembre de 1970, al interior de la cámara secreta para emitir mi voto en la elección presidencial, grité: “tira p’arriba Chicho hombriii”, exclamación que me valió una reprimenda del presidente de la mesa receptora de sufragios y la amenaza de ser detenido si continuaba haciendo propaganda.
Salí en silencio, pero esa noche pude gritar “Chicho, Chicho” junto a otras miles de personas que nos reunimos en la Alameda Bernardo O’Higgins para celebrar el triunfo, el cual dos meses después, el 4 de noviembre, lo conduciría a asumir la Presidencia de Chile.
Pero el camino no iba a ser fácil. A las “garantías” exigidas por el Congreso al presidente electo se sumaba la creciente acción violentista de la ultraderecha que, desesperada por la inminente toma de posesión de Allende, intentó (el 22 de octubre) secuestrar al Comandante en jefe del Ejército, general René Schneider, quien fue baleado al resistirse a la acción planeada para inculpar a la “ultraizquierda”, motivar una asonada militar e impedir que el Congreso ratificara a Allende.
Schneider, quien proclamaba que el Ejército debía reconocer la voluntad expresada en las urnas, murió tres días después víctima de las heridas recibidas, pero el Congreso no mordió el anzuelo y ratificó a Allende como presidente.
Para la derecha chilena, la asunción de Allende fue solo un revés transitorio que la llevó a incrementar los atentados, a provocar protestas violentas, desabastecimiento de alimentos y de artículos de primera necesidad, cierre de industrias y a boicotear la economía.
La nacionalización del cobre, el principal producto de exportación y que estaba en manos de empresas estadounidenses, fue un pretexto válido para la intervención de Washington a través de la CIA, que tuvo su punto culminante el 11 de septiembre de 1973.
La periodista Elena Acuña, la única mujer integrante de la corresponsalía de PL en Santiago, me avisó esa mañana temprano que el golpe había comenzado antes de las siete de la mañana en el puerto de Valparaíso, y que la insurrección estaba siendo acatada por todos los cuarteles a lo largo del país.
Casi una hora después, cuando llegué a la oficina, tras cruzarme con destacamentos militares que se distribuían por diferentes puntos de la ciudad, mis compañeros ya estaban trabajando, interrumpidos a veces por periodistas chilenos que, preocupados por nuestra suerte, llegaban a expresar su solidaridad.
Poco después del bombardeo del Palacio, Elena, a regañadientes, había aceptado la orden de Timossi de aprovechar una breve tregua dictada por los militares para llevar a su departamento, también cercano a La Moneda, documentos de la agencia y permanecer allí en compañía de su pequeña hija.
Escribiendo directamente en los teletipos, nosotros intentábamos estructurar resúmenes de la situación, pero éstos eran constantemente superados por los hechos que se sucedían en forma vertiginosa.
Uno de esos nos afectó de forma particular: alguien, probablemente un militar, nos cortó la señal y con ello enmudeció nuestros teletipos, y la expedita comunicación con La Habana.
Una llamada telefónica a la corresponsalía de PL en Buenos Aires, Argentina, que se mantuvo abierta durante horas, nos permitió seguir trabajando, pero no por mucho tiempo.
Una veintena de soldados, jóvenes reclutas con arreos de combate, se presentó en la oficina tras allanar (o más bien destruir con saña) la vecina redacción de Punto Final, una importante revista de izquierda.
Los soldados, que lucían nerviosos y cansados, nos pusieron contra la pared y con sus fusiles en nuestras espaldas nos registraron antes de ordenar sentarnos en el piso.
El allanamiento, violento por momentos como cuando reventaron un afiche del Che contra el respaldo de una silla, o cuando pusieron a Lobaina y a Mainadé como escudos humanos en un balcón durante un tiroteo, duró horas.
Solo fue interrumpido cuando un general que citó a Timossi a una reunión en el Ministerio de Defensa, junto con otros corresponsales, ordenó suspender el operativo y escoltar al jefe de la oficina.
Fueron horas tensas las que vivimos hasta su regreso. La muerte del presidente Allende y del periodista Augusto Olivares en el Palacio incendiado, nos habían impactado, así como noticias de enfrentamientos en barrios obreros, detenciones masivas en centros fabriles y universidades, y la incertidumbre sobre el paradero de familiares y amigos, pero nuestra voluntad seguía incólume.
Esa noche, con Luna, montábamos la primera guardia en la oficina de PL, ubicada en el último piso de un edificio situado a solo dos cuadras del bombardeado palacio, cuando surgió el ruido de un motor del elevador amplificado por el silencio de un edificio que se suponía vacío.
Pensé en el Chicho, quizás, un subconsciente homenaje al presidente mártir que solo horas antes había cumplido su palabra de ‘pagar con su vida la lealtad del pueblo’.
Ráfagas de metralletas, tiros aislados, ulular de sirenas y el misterioso desplazamiento de vehículos particulares cuando estaba vigente un estricto toque de queda, alteraban una noche en la cual ninguno de los seis periodistas de PL pudo dormir.
El miércoles 12, una llamada telefónica nos anunció que seríamos recogidos por militares y funcionarios diplomáticos para ser trasladados a la embajada cubana antes de ser expulsados del país.
Esa noche el motor del elevador volvió a ponernos en estado de alerta. Un coronel y su escolta llegaron para trasladar a todos, menos a uno, el autor de esta nota.
Solo pude salir de Chile en febrero de 1974, cuando llegue a la central de PL en La Habana para iniciar un periplo de 18 años como redactor y como corresponsal en varios países de la región.
Lecciones
Es 11 de septiembre y es importante, muy importante, recordar el golpe de Estado contra el gobierno de Salvador Allende. Por lo que significó, por la experiencia histórica que supuso, por el aprendizaje para los revolucionarios.
En estos 45 años que van desde 1973 los métodos y prácticas de la derecha no han cambiado. Ellos, la burguesía y el capital financiero tienen claro qué hacer cuando se le tocan sus intereses de clase. En estos días, en otros países, está sucediendo lo mismo que tuvo que soportar el gobierno de la Unidad Popular: acaparamiento de alimentos para crear mal estar social, sabotajes a las industrias básicas del país, boicot de toda índole, bloqueos financieros y de productos, bandas terroristas ligadas a la delincuencia organizada matando gente, guerra en las cámaras de diputados, campañas mediáticas internacionales de calumnias y desprestigio, ni-nis con el sempiterno discurso de ni unos ni otros… todo vale, ellos lo tienen claro. El poder es lo único importante y si no se tiene hay que ir a por él al precio que sea.
Con el gobierno de Allende también se puso sobre la mesa -un vez más, pero de un modo claro- los límites de la democracia burguesa para emprender cambios verdaderos, la acumulación de fuerzas para realizar saltos históricos dentro del sistema. La experiencia chilena fue también una auténtica escuela para debatir sobre reforma o revolución. Con Allende homenajeamos a los cientos, miles de personas torturadas y asesinadas, compañeros y compañeras.