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Natalia Millán Acevedo

Tradicionalmente la visión hegemónica en las ciencias sociales ha entendido que el crecimiento económico es el indicador básico de avance de las organizaciones humanas. Así, las concepciones relacionadas con el progreso, el crecimiento, la competitividad y la industrialización han sido los elementos claves sobre los que se estructuran las sociedades contemporáneas. De esta forma, el sistema económico ha puesto en el centro la acumulación de capital, privilegiando las actividades que se encuentran en el mercado y, por tanto, son susceptibles de ser monetizadas, evaluadas y retribuidas económicamente. El capitalismo propone, así, un sistema de crecimiento, producción y consumo sin límites, negando la esencia básica de la naturaleza planetaria y humana que es, por definición, limitada e interdependiente.

En el ámbito académico de los estudios del desarrollo, esta visión está, en teoría, ampliamente superada. En 1992, el Premio Nobel de Economía Amartya Sen establece que el desarrollo es libertad; libertad para que las personas puedan elegir libremente cómo vivir sus vidas. Las sociedades son más desarrolladas cuantas más capacidades cultiven en la ciudadanía y más opciones brinden las estructuras sociales para que las personas podamos elegir qué queremos ser. Sen plantea, así, que el desarrollo tiene una base material –dado que, sin las necesidades materiales cubiertas, las personas no son libres– y una base política y social. Cuanto más libres son las personas frente a las expectativas, creencias y prejuicios sociales, más opciones tienen para elegir libremente cómo vivir, cómo criar, a quién amar o en qué trabajar.

La visión de desarrollo humano de Sen se ha visto complementada con el concepto de sostenibilidad. Teniendo en cuenta que en el ámbito académico existe también cierto consenso sobre la insostenibilidad del sistema de producción y consumo hegemónico, parece claro que es necesario establecer una relación diferente con la naturaleza y los recursos naturales. Así, el concepto tradicional de sostenibilidad supone que «el desarrollo debería satisfacer nuestras necesidades actuales sin mermar las posibilidades de que las generaciones futuras satisfagan las suyas».

Las teorías críticas como el buen vivir, el ecologismo o el ecofeminismo trascienden esta concepción antropocéntrica y plantean la necesidad de establecer una relación de armonía con la naturaleza, asumiendo que los seres humanos son una especie más en un mundo complejo que no puede ser degradado en función del progreso material de la especie humana. Desde esta perspectiva, la sostenibilidad no se erige como un elemento funcional para la supervivencia humana, sino como la única forma real y posible de participar en un mundo complejo, de metabolismo lento y riqueza infinita. En este marco, es la especie humana la que tiene que adaptar su ritmo vital al metabolismo de la tierra y, por ello, es necesario transformar el sistema productivo y económico a través del decrecimiento, aceptando los límites y la interdependencia humana, al tiempo que se pone en el centro del sistema político y económico el cuidado de la vida (de todas las vidas).

Aun cuando este marco conceptual crítico es extremadamente sugerente y propone alternativas creativas y reales para trascender hacia un sistema más sostenible y justo, se trata, a mi juicio, de concepciones periféricas que no han logrado incorporarse al debate hegemónico sobre desarrollo que se disputa en los medios de comunicación, que son, hoy en día, la principal arena de debate político que afecta a nuestras vidas. Y es aquí donde quiero centrar este artículo: si la visión hegemónica sigue priorizando el crecimiento económico como único indicador real de bienestar, ¿qué supone esto para las expectativas, creencias, valores y visiones de las personas que formamos parte de estas sociedades?

A mi juicio, el sistema capitalista –que se basa en la competencia, privilegia la iniciativa individual, promueve la mercantilización de la mayor parte de las «cosas» que nos rodean y utiliza la acumulación de capital como principal (y casi único) indicador de éxito y bienestar– tiene una estrecha relación con la inseguridad, la soledad, el agotamiento y el miedo en el que vivimos gran parte de las «exitosas» sociedades capitalistas de nuestro tiempo. Aunque los elementos de este análisis son muy diversos y complejos, destaco algunos que considero esenciales.

En primer lugar, existe una estrecha relación entre la forma en que educamos y las bases del sistema capitalista. En efecto, la crianza «tradicional», que hasta ahora ha sido la tónica predominante de los padres y madres en la educación de sus hijos (aunque la teoría del apego esté ganando cada vez más adeptos entre familias y comunidad educativa), nos enseña que si queremos ser reconocidos, aceptados y amados (que es el deseo básico, biológico y ancestral de cualquier bebé o niño pequeño) debemos adaptar nuestras características a lo que esperan nuestros padres. Así, el mensaje principal (y sistemático) es que la niña o el niño no debe llorar, gritar, expresar, sino más bien adaptar su comportamiento a las expectativas y necesidades de sus madres y padres, porque sólo así obtendrán su reconocimiento y amor. Criamos, de esta forma, a personas inseguras, que buscan constantemente la aprobación y la estima fuera; personas entrenadas y especializadas en intentar decodificar las expectativas de los otros y actuar en función de estas para obtener su reconocimiento. Criamos, en definitiva, en la desconexión con nuestra naturaleza real y en el miedo perpetuo al rechazo y al desamor.

Esta estructura de personalidad es tremendamente consistente con los mensajes sistemáticos que desde la publicidad y el marketing (herramientas fundamentales del sistema de mercado) se dirigen de manera sistemática a los diferentes «grupos objetivos» de la audiencia. Si quieres reconocimiento, éxito y estatus tienes que consumir; si pretendes que tu hijo o hija te admire, cómprate este coche; si tu abuela realmente te quiere y se preocupa por ti, te comprará este chocolate. Una serie de mensajes que, independientemente del producto que vendan, siempre tienen un contenido similar: el reconocimiento, la aceptación o el amor siempre están fuera de ti. Si quieres conseguirlos, consume.

Un segundo elemento es el lugar privilegiado que otorgamos a la mente y la razón por encima de la esencia del cuerpo y su realidad natural. La familia, la escuela, la universidad, los medios nos enseñan que la mente es la única voz autorizada en el devenir de nuestras vidas. Aprendemos, desde muy pequeños, a desarrollar una relación estrecha con la mente y el pensamiento y a desconectar de la realidad del cuerpo y sus procesos vitales (y naturales). Desde la mente desarrollamos la creencia de que somos seres independientes, individuales y autosuficientes, cuando la realidad de nuestras vidas es que somos personas que necesitamos, física y emocionalmente, de los otros para sobrevivir. En la medida en que la mente desconecta del cuerpo, niega el metabolismo lento de nuestra propia naturaleza, los límites reales que tenemos como humanos y las necesidades básicas que van surgiendo a lo largo de la vida. Y en este punto se observa, una vez más, una absoluta coherencia con el sistema capitalista.

El sistema de producción y consumo propios de la economía actual plantean un modelo de crecimiento que, en términos abstractos, se debe mantener hasta el infinito. Así, los gobiernos, empresas y actores consideran que el crecimiento progresivo no puede ni debe tener límites, porque el motor del desarrollo es progresar en beneficios y ganancias constantes. El capitalismo, en la mente, nos ofrece una ficción y una falacia que se sustenta en la creencia de que es posible desarrollar un crecimiento infinito en un planeta que es finito. Pero, además, esta falacia nos lleva a negar la realidad básica de nuestra vida que es, por definición, limitada: nuestros cuerpos tienen límites físicos que finalmente terminan con la muerte. En otras palabras, el sistema de mercado nos ofrece la ficción de una realidad mental que niega la verdadera esencia de nuestros cuerpos, nuestras necesidades y nuestra preciosa, finita y única vida.

Por último, el sistema nos alienta a vivir en la aceleración, la inmediatez y la ansiedad. El individualismo y la competitividad, pilares básicos del éxito y el estatus social, llevan a las personas a sentir que están en una carrera constante donde hay que acelerar, producir, mejorar para poder ser parte del mercado y la sociedad. Es una carrera donde no hay descanso, pausas ni tiempo. Existe la creencia compartida de que, si las personas paran, si descansan, si meditan, perderán la posición que han conseguido o quieren conseguir. El sistema nos condena a no disponer de lo único que es valioso, real e insustituible en nuestra vida, el tiempo.

En síntesis, el sistema capitalista no sólo propone un modelo de mercado, progreso y ordenación de las organizaciones humanas y las estructuras sociales, también afecta profundamente a nuestra forma de concienciarnos como personas, de relacionarnos con los otros y, en definitiva, de vivir. Es un sistema que crea una ficción que nos desnaturaliza y nos aleja de nuestra esencia real y que, a mi juicio, está estrechamente vinculada con el miedo, el rechazo, el juicio, la soledad y la violencia que ejercemos sobre nosotros mismos y sobre los demás.

 

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