Time well spent -de traducibilidad múltiple: tiempo bien gastado, bien usado o bien invertido- es un concepto promovido por Tristan Harris, quien paradójicamente ostentó el título de diseñador ético en Google y abandonó la compañía en 2016, en aras de combatir la “crisis de atención digital” provocada deliberadamente por los gigantes de Internet y las nuevas tecnologías. A estos efectos creó una fundación llamada Centro por una Tecnología Humana, escribe artículos, imparte charlas TED, organiza actos y otros eventos, mientras sus seguidores se multiplican en todo el mundo -lo que se dice todo un militante (no sólo) 2.0. Entre sus laderos se cuentan otros renegados como el ex asesor de Facebook Roger McNamee, en sintonía con las impactantes declaraciones que en su momento hizo Chamath Palihapitiya, otrora importantísimo ejecutivo, cuando confesó su arrepentimiento por contribuir a desarrollar una herramienta que está “desgarrando el tejido social”.
En enero de este año, casi una eternidad antes del affaire Cambridge Analytica, Zuckerberg utilizó el eslogan pergeñado por sus detractores para fundamentar un cambio de orientación en su plataforma -que ya venía siendo sacudida por su responsabilidad en la difusión de las famosas fake news. ¿Se trató de un gesto genuino o de una apropiación cínica con fines espurios? Ante una creciente sensación de aburrimiento, hastío y hasta culpa que se apodera de nuestra experiencia digital, los nuevos algoritmos pretenden favorecer las “interacciones significativas”, reemplazando criterios puramente cuantitativos. El objetivo no es otro que retener a los usuarios. Las medidas dirigidas a aplacar la desconfianza hacia las políticas de privacidad también deben ser entendidas en esta clave. La diferencia con la propuesta de Harris es sutil pero gigantesca. Según la publicación especializada The Verge, este promete ser el próximo gran debate en el ámbito de la tecnología.
Lo que se viene
Las crecientes reservas de los usuarios sobre Facebook se vieron traducidas ya en importantes consecuencias económicas. Es que en el segundo trimestre de 2018 la cantidad de usuarios mensuales activos subió en ese período un 11% hasta alcanzar los 2.230 millones, menos de los 2.250 millones esperados. Con esos malos resultados sus acciones de la compañía cayeron casi un 19%: fue la peor jornada desde que juega en la Bolsa.
Bajo esta luz podemos considerar la lista de novedades difundida a partir de F8, la conferencia anual dedicada a exponer los proyectos de innovación más audaces y las nuevas perspectivas de negocios, que tuvo lugar en abril. En algunos casos, se trata de recortar distancia a la competencia en rubros donde Facebook corre con desventaja. ¿Se viene otro caso Snapchat? Sus creadores se negaron a ser absorbidos por Zuckerberg, tras lo cual su aplicación se vio aplastada mediante la imitación de sus originales stories primero en Instagram (que pertenece a Facebook), luego en Facebook, y finalmente en WhatsApp (que también pertenece a Facebook).
WhatsApp permitirá conferencias, buscando ganar terreno en un ambiente corporativo donde corre de atrás contra Skype y Google Hangouts, además de “unir” familias y amigos dispersos por el globo. También en este sentido, pero más impresionante, es la incursión en el mundo de las citas.
Allí el liderazgo pertenece a Tinder, que también es dueño de la pujante OkCupid, entre otros jugadores relevantes como Bumble, Happn o Badoo. La apuesta de Facebook Datings se valdrá significativamente de la cuantiosa información que posee de los usuarios, pero el objetivo no es derrotar a Tinder, en ese caso podría haberla comprada o imitado: la apuesta de Zuckerberg será por la generación de “relaciones de largo plazo”. Muchos dicen que se inspira en una app menos conocida, llamada Hinge. En Facebook Datings, como en Hinge, parece que los solteros podrán iniciar conversaciones no simplemente diciendo “hola”, sino comentando un elemento de perfil específico.
En cuanto a la privacidad, dicho sea de paso, el principal anuncio había sido anticipado en ocasión del control de daños efectuado semanas atrás, sobre la posibilidad de eliminar el propio historial. La función es accesible con un simple botón, aunque existen serias dudas respecto del grado de realidad de esa eliminación: ha adquirido estado público la existencia de shadow profiles hasta para personas que nunca abrieron una cuenta.
En otro orden, un rediseño de Messenger para hacerla más simple y ágil apunta a facilitar la interacción entre usuarios y empresas, las cuales de hecho podrán empotrar una pestaña de la aplicación directamente en sus propios sitios web. Instagram incorpora más interacción con otras aplicaciones como Spotify y nuevos efectos de realidad aumentada. El lanzamiento del dispositivo Oculus Go apunta a masificar el mercado de la realidad virtual, digamos, buscando imitar la asociación del producto a la marca como logró en su momento Apple con iPod y iPhone. Oculus abre nuevas vetas de recolección de datos: permitirá ver Netflix y otros eventos, además de explotar el universo gamer, marcadamente consumista.
Otras aplicaciones se acercan aún más al nuevo objetivo de interacción significativa que, siguiendo al padre del marxismo ruso Georgi Plejánov (“El propagandista comunica muchas ideas a una sola o a varias personas, mientras que el agitador comunica una sola idea o un pequeño número de ideas, pero, en cambio, a toda una multitud”), intenta ser más propagandística que agitativa en lo que respecta a la experiencia del usuario. La función Watch Party permitirá observar videos, incluyendo transmisiones en vivo de eventos deportivos y culturales, en forma simultánea por parte de grupos cerrados. Como juntarse a ver la tele. En el mismo sentido, los grupos de amigos tendrán más prioridad en el newsfeed que hasta ahora.
Tomadas estas medidas en conjunto, el objetivo claro es seguir absorbiendo espacios cada vez más amplios y relevantes de la sociabilidad, ya sea ganándolos a la competencia o a situaciones “analógicas”. Reuniones de trabajo, la seducción, ¡juntarse a ver un partido de fútbol o un recital!, todo transita de la realidad física a la realidad virtual. Y todo es monetizable. En este punto no está de más recordar que Facebook está en el ojo de la tormenta por un fenómeno que involucra a otros pesos pesados como Google y Apple.
El impacto del diseño
La pregunta que importa, desde el punto de vista de la filosofía time well spent, es si todo esto fomenta o previene los comportamientos adictivos. La respuesta es obvia. La competencia por nuestra atención está en el núcleo del problema de las plataformas digitales.
Joe Edelman, una suerte de espada teórica del movimiento, enfatiza -más allá de la cantidad de tiempo dedicada a los dispositivos- la contradicción entre nuestros valores y los hábitos promovidos por las aplicaciones, lo cual explica la angustia experimentada después de usarlas. Hay contraejemplos positivos: Wikipedia y Couchsurfing, entre otros, están validados por la valoración de los usuarios, pues habilitan prácticas alineadas a sus valores.
Actuar de acuerdo a nuestros valores, dice Edelman, puede verse favorecido o no por los ambientes en los que nos movemos, de acuerdo a las normas que ordenan el comportamiento. Pero esta normatividad, de facto o de iure, no sólo es variable en el tiempo y el espacio, y flexible en su interpretación, sino que las reglas siempre pueden ser incumplidas -y su transgresión puede hasta ser un medio para una subjetivación exitosa-. Esto no pasa en todos los medios sociales virtuales. Allí las normas fijadas en el diseño tienen la fuerza de una ley natural: no pueden ser quebradas ni dobladas. Otro aspecto del constreñimiento social a nuestras prácticas es la estructuración del espacio, pero este también puede ser transgredido. Lo que no se puede es grafitear el muro de Facebook. La instancia decisiva, entonces, es la del diseño mismo del software.
Desde este punto de vista, es difícil relacionarse de manera original con las plataformas de sociabilidad virtual. Aún así, crecen las comunidades que alientan patrones de conducta menos patológicos. Un fenómeno que recibe mucha atención es el de los llamados nativos digitales. Los abordajes más banales dan por sentado un manejo pleno de las TIC por los más jóvenes y al mismo tiempo se sorprenden por el bajo rendimiento educativo, asociado a dificultades en la atención como producto de la abundancia de estímulos. El complemento perverso del argumento es el dopaje en masa de niños y adolescentes para beneficio de los pulpos farmacéuticos. Algunos trabajos más serios, como el recientemente publicado libro de Mariana Maggio, Enriquecer la enseñanza, avanzan sobre el fino sendero que hay entre la tecnofobia y el fetichismo TIC: los entornos digitales actuales tienen un gigantesco potencial educativo, pero las competencias para acceder, seleccionar y procesar la información están mediadas y deben ser estimuladas por la práctica de la enseñanza, no asumirlas como algo dado. En otras palabras, favorecer ciertos usos que no vienen por default, y de hecho, son relativamente disruptivos de aquellos más intuitivos que el diseño del software nos induce a naturalizar. Dicho esto, el impacto cognitivo es indudable -lo cual, insistimos, no se soluciona dopando menores de forma indiscriminada- y se extiende a los “inmigrantes” digitales.
Saber cuándo parar
Una conclusión que no siendo hegemónica tiene gran popularidad redunda en el rechazo a las nuevas tecnologías porque reducirían ciertas atribuciones intelectuales. Esto recuerda la crítica que Platón hacía en el Fedro a la escritura -que es, después de todo, la más antigua tecnología de la información y la comunicación. La vigencia de este argumento va a contracorriente de desarrollos recientes en la historia del conocimiento. Bruno Latour ha puesto de manifiesto, reuniendo aportes diversos, la importancia de las técnicas de representación en la determinación de los grandes saltos cognoscitivos.
La invectiva platónica fue invertida por el filósofo francés Bernard Stiegler, que establece la mediación de dispositivos para la fijación de ideas como una condición para el ejercicio de la razón, pero extiende su alcance a la constitución misma de la subjetividad humana valiéndose de un concepto de cuño derrideano: la farmacología. En rigor, su densidad teórica da para mucho más que lo que podemos esbozar aquí, pero vale guiarse por un ejercicio de asociación simple. La tecnología, como los fármacos (y las drogas), no es mala en sí, pero hay que saber cuando parar.
La mención que hacemos no es casual: Stiegler encabeza el colectivo Ars Industrialis, que promueve “una política industrial de las tecnologías del espíritu”. Una traducción tentativa al criollo: la convergencia de las industrias asociadas a lo audiovisual, las telecomunicaciones y la informática en el espacio digital, en la medida en que se encuentran sujetas a criterios de mercado producen sociedades de control y una crisis de los deseos que debe ser superada mediante nuevas formas de relacionamiento con estas tecnologías, que emergerían de una producción “ecológica”. Sin ahondar más en las profundidades de la tradición filosófica francesa, vamos a valernos de la crueldad de las comparaciones: se trata de un Center for Humane Technology menos mainstream (y europeo).
Los activismos de Harris y Stiegler se mueven en un frente de batalla distinto, aunque complementario, al de los críticos del “extractivismo de datos” como Evgeny Morozov o el más afamado Edward Snowden. Los aportes de estos últimos han puesto de manifiesto, mucho antes de que Cambridge Analytica estuviera en el radar de nadie, los alcances lesivos para la democracia y las libertades individuales del modelo de negocios de los gigantes de Internet.
La relación entre uno y otro aspecto es evidente. Continuando con la metáfora farmacológica, la interpretación tecnofóbica de estos asuntos es asimilable al prohibicionismo. Como siempre, la analogía tiene su límite: sin el poder de fuego de la Administración para el Control de Drogas estadounidense, antes que contraproducente se trata de un planteamiento condenado a la marginalidad. En vez de propugnar políticas condenadas al fracaso, los críticos del actual estado de cosas haríamos bien en promover usos y, por qué no, también diseños que sean alternativos.
Entretanto, el 1º de agosto, Ameet Ranadive, director de Gestión de Producto en Instagram, y David Ginsberg, director de Investigación en Facebook, volvieron a dejar en claro que el intento de apropiarse del lema de time well spent va en serio, al anunciar nuevas herramientas que servirán para controlar la cantidad de tiempo que los usuarios gastan en las plataformas. Sin embargo, Larry Rosen, un psicólogo investigador de la Universidad Estatal de California que estudia las consecuencias adictivas de este tipo de tecnología, ya alertó sobre el posible fiasco. Rosen usa una aplicación llamada Moment en su investigación, que sirve para calcular la cantidad de horas invertidas de manera similar al tablero de actividad que Ranadive y Ginsberg anunciaron para Facebook e Instagram. Rosen advirtió que las personas no usan sus teléfonos significativamente menos después de rastrear el número (a menudo impactante) de horas que pasan desplazándose. A la luz de ello, el time well spent de Facebook se parece mucho a la hipocresía.