Durante el gobierno de Mauricio Macri asistimos como ciudadanos a la naturalización de la anomalía. Es decir, nos acostumbramos a que todo aquello que aparece como una desviación o aberración de la regla se nos presente como normalidad. ¿Puede un decreto derogar una ley? ¿Puede un ciudadano ser encarcelado sin condena previa? ¿Puede un funcionario favorecer desde el Estado a la empresa de la cual forma o formó parte? Todo aquello que resulta irregular termina siendo aceptado como usual. En eso consiste naturalizar la anomalía. Así, un evento irregular naturalizado es, por consiguiente, un evento que no trae consecuencias. De tal manera que las operaciones mediáticas, los nombramientos de jueces leales al poder y la represión a los maestros, entre tantas otras anomalías, terminan por carecer de consecuencias.Habituada a consumir las mentiras cotidianas de los medios y las redes sociales, nuestra sociedad parece haber perdido su capacidad de asombro y reacción. Es así que desde hace años naturalizamos los despidos, los cierres de fábricas, la arbitrariedad jurídica, los aprietes públicos mediáticos y la sanción a los jueces no adictos. Cotidianizamos la persecución y la censura contra quien piensa diferente, la existencia de presos políticos, la matriz corrupta de un gobierno de evasores y el cierre de escuelas. Anestesiados, hemos tolerado que el propio presidente Macri afirme sin conmoverse que la pobreza bajó en la Argentina, a pesar del incuestionable aumento de la desocupación y de la desigualdad, la baja ostensible del consumo y la pérdida de poder adquisitivo de los trabajadores.
Adormecidos como estamos, en el maltrato cotidiano, perdemos de vista que casi todos los funcionarios tienen cuentas offshore y/o conflictos de intereses; que Aguad era ministro de Comunicaciones cuando eliminó por decreto la Ley de Medios y ahora es ministro de Defensa cuando se hundió el submarino ARA San Juan; que los tarifazos brutales benefician a los empresarios amigos del poder; que el presidente quiso condonarse una millonaria deuda del Correo; que Aranguren, Quintana y Etchevehere están de los dos lados del mostrador, beneficiándose con sus políticas; que Quintana fue favorecido por la Procuración para desembarcar su cadena de farmacias en la Provincia de Buenos Aires; que un jugador de las grandes ligas como Caputo y otro de cabotaje como Dujovne laven y especulen junto a la elite del sistema económico que estrangula y envilece al mundo. Naturalizamos, en fin, que un ministro como Aranguren, a dos años y medio de gestión, exprese su falta de confianza en el país para repatriar el dinero que tiene depositado en el exterior. Y que el ministro de Trabajo tenga empleados en negro.
Casi sin indignación hemos sido testigos de la creación del mayor oligopolio mediático y comunicacional: el Grupo Clarín. Naturalizamos que exista ese monopolio, y que además invente noticias, opere y ejerza presión sobre los poderes democráticos hasta avasallarlos. Con apatía hemos asistido a la creación de una planta industrial del grupo Techint en USA inaugurada por el presidente argentino, y que genera puestos de trabajo para los estadounidenses. Naturalizamos el pedido de perdón de un ministro argentino a España por los abusos contra los inversores españoles. Como también la represión, el asesinato de un chico mapuche y el hostigamiento de Santiago Maldonado que terminó con su vida.
No nos asombra la deuda impagable, ni nos irrita la desopilante explicación del operador periodístico que consiguió los audios de las escuchas de la ex presidenta mientras corría por Palermo. Tampoco el revisionismo histórico de Macri, ni los granaderos con la bandera española, ni la desaforada ambición del gobierno de bajar los salarios a como dé lugar. Todos los atropellos transcurren en el devenir diario de los argentinos, y terminamos acostumbrándonos, como los pobres a la pobreza y el boxeador a los golpes de puño de su rival. Claro que la impunidad para militar la mentira y el engaño no podría prosperar sin un periodismo complaciente y codicioso .
De paso hemos naturalizado lo que ocurrió en Brasil con la ilícita detención de Lula y la insólita provocación castrense. Y también el nuevo ataque criminal de la potencia terrorista norteamericana sobre Siria, bajo el mismo increíble pretexto utilizado para invadir años atrás a Irak. Naturalizamos que las voces oficialistas se indignen cuando Maduro ensaya algún tipo de intervención en Venezuela y callen cuando en Argentina se interviene al principal partido de la oposición. Dicho al pasar, a la anomalía de la intervención al PJ ordenada por la jueza María Servini se suma la aberración de que el nuevo interventor (Luis Barrionuevo) y el coordinador político (Julio Bárbaro) han sido y son operadores funcionales al macrismo. Y todo es recibido por los ciudadanos con pasmosa apatía.
Con la misma inercia de un espectador pasivo, estamos impedidos de procesar la sorpresa e indignación. La repetición cotidiana de mentiras y atropellos no nos da tiempo a reaccionar. Y nos acostumbramos a eso, tal como algunas sociedades se acostumbran a la catástrofe cotidiana o la guerra. “Uno baja sus expectativas, y se vuelve fácil de manipular”, entona la banda de rock No Te Va Gustar en su tema La Puerta de Atrás. Y lo peor es que ese hábito nos conduce a asumir sin resistencia la pérdida de nuestros derechos. El ex ministro Esteban Bullrich ya había develado la estrategia oficialista para filtrar medidas impopulares: “sacudir el sistema (…) lanzar muchas iniciativas al mismo tiempo (…) Cuando se dan cuenta que alguna ya se implementó, van detrás de esa y se avanza con las demás”. Pero no solo han colado medidas perjudiciales para las mayorías sino, y sobre todo, iniciativas fraudulentas y anticonstitucionales.
La reiteración de falacias exhibidas como verdades nos deja groguis, como los boxeadores que se desvanecen con un nocaut. Si la presencia de una simple mentira nos vacila –entre otras, que en el último año se crearon empleos de calidad– la repetición de la misma mentira en la cadena de medios oficialistas (sin que sea desmentida ni cuestionada) nos hace tambalear. Al instante, una nueva –por ejemplo, que la Corte Suprema avaló una medida de flexibilización contra los trabajadores– vuelve a aturdirnos. La reiteración cotidiana de anomalías nos baja las defensas, nos enferma de frustración.
Solamente hay minorías intensas y algunos gremios y organizaciones que han sabido salir de esa pasividad para dar batalla a las políticas del oficialismo. Hay también reacciones aisladas en áreas de conflictividad concretas, pero falta un ordenador aglutinante, desde una CGT al servicio de las necesidades de sus representados, hasta una oposición política que encuentre el rumbo. Por momentos, hay también una sociedad que, ante la andanada de golpes al bolsillo, muestra en forma espasmódica su desencanto, como en el caso del ruidazo por la desmesura tarifaria.
Anestesiados, nos hemos acostumbrado a naturalizar todo tipo de atropellos con fachada legal. La sociedad argentina vive hoy en un estado emocional que se parece mucho al conformismo, incluso a la insensibilidad. Si no logramos superar el nocaut, es probable que Argentina tenga un gobierno de derecha por cuatro años más.
Gabriel Cocimano (Buenos Aires, 1961) Periodista y escritor. Todos sus trabajos en el sitio web www.gabrielcocimano.