Dentro de exactamente un año el presidente Enrique Peña Nieto (EPN) entregará el poder a su sucesor, quien tomará posesión de su cargo ante el Congreso de la Unión, cumpliendo con la tradicional declaración solemne pronunciada en tal acto protocolario : “Protesto guardar y hacer guardar la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y las leyes que de ella emanen, y desempeñar leal y patrióticamente el cargo de presidente de la República que el pueblo me ha conferido, mirando en todo por el bien y prosperidad de la Unión; y si así no lo hiciere que la Nación me lo demande”.
Se puede decir sin error a equivocarse que durante los últimos años el pueblo mexicano ha expresado en múltiples ocasiones su descontento frente a la gestión del actual ocupante de Los Pinos… pero con pocos o nulos resultados. A escasas semanas del inicio de la campaña electoral que culminará con la elección del próximo titular del poder ejecutivo, es preciso realizar un pequeño balance del mandato que significó el retorno del Partido Revolucionario Institucional (PRI) al poder en México [1].
Si bien es cierto que gracias a la reforma energética que impulsó [2], el presidente EPN gozó durante el inicio de su gestión de la simpatía de la gran prensa económica internacional y de los gobiernos vinculados a las multinacionales del sector, al día de hoy gran parte de la población todavía sigue esperando las supuestas consecuencias positivas prometidas por su gobierno. La realidad es que las condiciones de vida de los mexicanos se vuelven cada día más precarias. El Instituto Nacional de Estadística (INEGI) informó recientemente que la inflación alcanzó su máximo histórico en agosto pasado (6,66%), la más alta de los últimos 16 años. Las cifras publicadas por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo (agosto 2017) reportan que 53,4 millones de personas siguen viviendo en condiciones de pobreza en el país. Y a pesar de que la pobreza extrema disminuyó de 22.4 por ciento (7.6 millones en 2016), el organismo afirma que desde el inicio de este sexenio el número global de pobres se ha incrementado, y al día de hoy cerca de uno de cada dos mexicanos se encuentra en esa situación.
Al mismo tiempo, cabe notar que las desigualdades se han seguido reforzando: mientras que por un lado el PIB crece (con un promedio anual de 2,1%, el desempeño más bajo en 5 sexenios), los salarios no siguen el mismo ritmo en la base de la pirámide (disminución de 3,5% de los ingresos de las familias entre 2012 y 2014) mientras que en su cúspide las fortunas de los más acaudalados se disparan. El crecimiento sigue concentrándose en la parte superior de la distribución de los ingresos y la organización Oxfam llama la atención en un informe publicado en junio 2015 sobre el hecho –muy simbólico– que la fortuna de los 4 primeros multimillonarios mexicanos pasó de representar el 2% del PIB del país en el 2002 al 9,5% en el 2015. Así, el panorama económico se ha ido ensombreciendo a lo largo del sexenio, al punto que importantes medios como el Financial Times empezaron a reportar las críticas que advertían que el país había tropezado del “momento mexicano” al “desastre mexicano”.
Reanudando con las viejas costumbres del PRI, estos últimos años también fueron marcados por los escándalos en materia de enriquecimiento ilícito y corrupción [3]. Varios gobernadores han estado implicados en graves casos de desvío de fondos públicos. Javier Duarte no pudo concluir su mandato dirigiendo el Estado de Veracruz debido a la averiguación judicial iniciada en su contra; tras fugarse fue arrestado en Guatemala en abril pasado. Habiendo también tratado de escapar ante la acción de la justicia, el exgobernador de Quintana Roo, Roberto Borges, fue interceptado en junio en Panamá, a punto de abordar un avión con destino a París. En cuanto a Cesar Duarte, el otrora cacique del Estado de Chihuahua, sigue prófugo con 11 órdenes de aprehensión en su contra, y en la mira de la Interpol.
En materia de honestidad, no se puede decir que las más altas esferas del gobierno se hayan destacado dando el buen ejemplo, sino más bien todo lo contrario. Hasta el propio presidente ha tenido que pedir disculpas públicas tras la enorme indignación causada por la “compra” –por parte de su esposa– de una lujosa mansión valorada en cerca de 7 millones de dólares, construida por una empresa que obtuvo importantes contratos de obras públicas. El diario New York Times ya no duda en describir una corrupción que alcanzó «un nivel de osadía nunca antes visto» en el país… El caso Odebrecht alcanzó hasta las más altas esferas del gobierno de EPN, quien se habría reunido personalmente en cuatro ocasiones con altos ejecutivos de la empresa brasileña y habría sido acompañado “de tiempo completo” por una filial del grupo durante la campaña presidencial que lo llevó al poder en 2012.
Aunque los mexicanos ya estaban acostumbrados a este tipo de escándalos, las incesantes revelaciones de casos de desvíos de fondos públicos terminaron por atizar una tensión latente en el seno de gran parte de la sociedad, en un contexto de malestar social generalizado no exento de riesgos de explosión. Esto se comprobó a inicios de este año cuando el repentino aumento del precio del combustible (+20,1%) -consecuencia de la reforma energética antes citada- provocó importantes manifestaciones de descontento de la población acompañadas por una inédita ola de pillaje que alcanzó varios estados del país. El resultado: más de mil tiendas saqueadas, 1500 personas arrestadas, 5 muertos, incluyendo un policía.
Pero a pesar de todo lo anterior, el peor fracaso del retorno del PRI en el poder ha sido su incapacidad a resolver dos problemas que representan hoy en día tal vez las principales preocupaciones de la sociedad mexicana: la violencia y la inseguridad [4].
A pesar de ser una estrategia que había arrojado resultados muy cuestionables, EPN persistió con la «guerra contra el narcotráfico» iniciada a finales del 2006 por su predecesor Felipe Calderón [5], dándole continuidad a un proceso de descomposición del país con un conflicto cuyas consecuencias han sido desastrosas para la población. La espiral se convirtió en verdadero baño de sangre, alcanzando dimensiones que nadie hubiese podido siquiera imaginar.
En efecto, desde el inicio del mandato de EPN, la violencia ya ha provocado más de 100,000 muertos, y la tendencia al alza del número de homicidios deja suponer que este sexenio terminará siendo aún más sangriento que el anterior. La población civil sigue siendo la primera víctima de esta política, al encontrarse presa entre los grupos delictivos por un lado y las fuerzas de seguridad del Estado por el otro lado.
Los enfrentamientos entre las fuerzas armadas y de seguridad contra grupos del crimen organizado, secuestros, reclutamientos forzados, asaltos, robos de bienes materiales, extorsiones, amenazas, desalojos arbitrarios, violaciones graves a los derechos humanos, ejecuciones extrajudiciales, etc. han provocado una ola de desplazamiento interno en el país: 310 000 personas se han visto forzadas u obligadas a escapar de su lugar de residencia habitual desde el 2009, una situación que algunos analistas no dudan en comparar con la de países en guerra.
Otra cifra llama trágicamente la atención: la de los desaparecidos. Si bien la terrible historia de los 43 estudiantes de Ayotzinapa ha logrado llamar la atención mediática a nivel internacional, no representa más que una gota de agua en el mar de desolación que viven miles de familias mexicanas. Hoy en día se cuentan más 31 000 desaparecidos (4 814 casos en el 2016), al punto que el Comité contra las desapariciones forzadas de las Naciones Unidas se alarmó del contexto de «desapariciones generalizadas» que atraviesa el país al mismo tiempo que señaló la recurrente implicación de agentes del Estado en tales prácticas. El caso de Ayotzinapa –aún no esclarecido después de 3 años– por lo menos sirvió para exponer a la luz del día la evidente colusión existente en ciertas regiones entre el poder político y la delincuencia organizada [6].
Cada mes se siguen descubriendo nuevas fosas comunes. «México continúa inmerso en una crisis inédita de violencia y violaciones a derechos humanos» observa Santiago Aguirre, el vicedirector del Centro Pro Miguel Agustín Pro Juárez [7], aclarando que esta situación “no se explicarían sin tres elementos que alientan su repetición: la impunidad, la corrupción y la macro criminalidad”, una fusión del crimen organizado y del poder público [8].
Por su parte, la Federación Internacional de los Derechos Humanos (FIDH) señala que el país conoce “la situación más crítica” del continente en materia de derechos humanos. Basándose en investigaciones de diversas organizaciones de la sociedad civil, la FIDH ha denunciado ante la Corte Penal Internacional la comisión -durante los últimos diez años- de crímenes de lesa humanidad en contra de la población, “tanto por fuerzas gubernamentales que por carteles del narcotráfico”, actuando de forma cómplice.
México ocupa de hecho el primer lugar -desde el 2014- en cuanto a número de quejas por violación de garantías individuales presentadas ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Entre las víctimas de dichas violaciones también se encuentran activistas, periodistas e incluso defensores de los derechos humanos. El pasado mes de enero, Michel Forst, el Relator especial sobre la situación de defensores de DD.HH. (mandatado por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas) deploró la existencia de una fuerte tendencia a que esas personas sean víctimas de violencia y de agresiones, al mismo tiempo que denunció el hecho de que puedan ser consideradas por las autoridades como “enemigos del Estado”.
Pero una investigación del New York Times publicada en junio pasado confirmó que los defensores se encontraban efectivamente en la mira de las autoridades. En efecto, estas habrían espiado tanto a activistas que se enfrentan judicialmente al Estado denunciando la responsabilidad del Gobierno en casos de violaciones de DD.HH. como a periodistas investigando ciertos temas políticamente sensibles (principalmente asuntos de corrupción), por medio de spywares instalados en sus teléfonos celulares. La investigación del diario estadunidense señala que desde el 2011, al menos 3 agencias federales mexicanas gastaron cerca de 80 millones de dólares para adquirir programas informáticos de espionaje de tipo “Pegasus” fabricados por una empresa israelí.
Hasta los propios miembros del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) -el equipo internacional nombrado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para investigar de forma independiente sobre el caso de los 43 estudiantes Ayotzinapa- fueron víctima de espionaje gubernamental para entorpecer la investigación del caso Ayotzinapa.
El hecho de que el gobierno haya utilizado una tecnología sofisticada de espionaje (que le fue vendida para luchar contra criminales y terroristas) para vigilar a defensores de defensores humanos y periodistas que denuncian casos de corrupción, en vez de investigar a los responsables de dicho cáncer nacional, provocó un verdadero escándalo, así como la condena unánime de más de 200 organizaciones latino-americanas.
También contribuyó a oscurecer aún más el desolador contexto en el cual se desenvuelven los medios locales: durante los últimos 5 años, la ONG Artículo 19 ha reportado 38 asesinatos de periodistas, así como más de 400 agresiones sufridas por los comunicadores únicamente para el año 2016 (siendo más de la mitad causadas por funcionarios públicos). Con ese historial, no es de extrañarse que el México haya sido considerado por la organización Reporteros Sin Fronteras como el tercer país más peligroso del mundo para ejercer la profesión de periodista, después de Siria y Afganistán.
En su reciente paso por México, los relatores especiales para la libertad de expresión de la ONU y de la CIDH, David Kaye y Edison Lanza, denunciaron la dinámica de violencia y asesinatos existente contra los periodistas, “una situación que no se puede definir de otra forma más que catastrófica».
Pero como si todo lo anterior no fuera suficiente, la Cámara de Diputados acaba de aprobar la Ley de Seguridad Interior, cuyo propósito es regularizar la presencia del Ejército y la Armada en las calles, es decir “normalizar la militarización del país” según sus detractores. El Alto Comisionado de ONU para los Derechos Humanos, Zeid Ra’ad Al Hussein, llamó al Senado mexicano a oponerse a la ley, cuya “ambigüedad muy inquietante” podría provocar “de que sus normas puedan aplicarse de forma amplia y arbitraria”. El funcionario internacional denunció «un proyecto muy preocupante» en un país en el que «tanto agentes estatales como no estatales siguen perpetrando violaciones y vulneraciones de derechos humanos, incluso torturas, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas”. Por su parte, la directora ejecutiva de Amnistía Internacional México declaró que se trataba de un “retroceso para los derechos humanos”.
¿Qué puede significar un retroceso en un país ya estancado en la peor situación del continente?
Tal es la situación en México, tierra de contrastes en la que unos cuantos kilómetros pueden separar playas paradisiacas de regiones convertidas en verdaderos infiernos. Con todo esto, a un año del final de su mandato y arrastrando un deplorable balance, lo que puede seguir sorprendiendo es el nivel de benevolencia que la comunidad internacional muestra hacia al actual presidente Peña Nieto.
Notas:
[1] Antes de la cuestionada victoria de Enrique Peña Nieto en el 2012, el PRI había conservado la presidencia del país de 1929 hasta el 2000, año en que el Partido Acción Nacional (PAN) consiguió una alternancia que duraría doce años con los sexenios de Vicente Fox (2000 – 2006) y de Felipe Calderón (2006 – 2012).
[2] El Decreto de Reformas Constitucionales en Materia de Energía promulgado por Peña Nieto en diciembre del 2013 puso término al monopolio de las empresas paraestatales Petróleos Mexicanos y Comisión Federal de Electricidad al poner en marcha la apertura al capital privado internacional del sector petrolero, electricidad y otras fuentes de energía.
[3] Costumbres que el PAN también mantuvo durante los sexenios de V. Fox y de F. Calderón.
[4] El 75% de los ciudadanos mexicanos considera que vivir en su ciudad es inseguro, de acuerdo con la más reciente encuesta del INEGI (julio 2017).
[5] En diciembre de 2006, el recién investido presidente Felipe Calderón lanzó la “guerra contra las drogas” con el propósito de luchar contra el crimen organizado, sacando las tropas militares de los cuarteles para que realicen operaciones de seguridad pública. Una decisión ampliamente percibida como un intento de reafirmar su legitimidad tras una victoria electoral calificada de fraudulenta por una gran parte de la población.
[6] Arrestados por la policía por orden de un alcalde, los estudiantes de la Escuela normal rural de Ayotzinapa (Estado de Guerrero) fueron entregados por las fuerzas de seguridad a un cartel. Siguen existiendo dudas respecto al rol del Ejército en este caso; diversos elementos parecen indicar su probable implicación. A más de 3 años de su desaparición, el caso de los 43 estudiantes aún sigue sin resolver, y los familiares siguen buscando de sus seres queridos.
[7] Contactado por email. El Centro ProDH (www.centroprodh.org.mx/) es una organización civil non-gubernamental que cuenta con el estatuto consultivo ante el Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas; promueve y defiende los derechos humanos de las poblaciones más vulnerables de México.
[8] La impunidad alcanza una tasa de 98%, mientras que estudios del Banco Mundial estiman que la corrupción política y económica podría representar 9% del PIB mexicano.
Luis Alberto Reygada es periodista. @la_reygada
Este artículo es una versión ampliada y actualizada del artículo «Mexique: le bilan accablant de Enrique Peña Nieto à un an des présidentielles», publicado en el sitio Mémoire des Luttes (http://www.medelu.org/, Paris – Francia) el 22/09/2017.