La igualdad de oportunidades, el acceso universal al conocimiento, está en regresión. La búsqueda de la excelencia aparece como nuevo mito que se populariza en la retóricas empresariales aparentemente preocupadas por retener y captar talento. Es la forma elegante de decirnos que solo se necesita una exigua minoría para atender el cambio tecnológico, que no confían en la capacidad de generar valor desde el conocimiento existente en las plantillas ni desde la inteligencia colectiva generada en equipos de trabajo, sino en el talento único del genio, idealizado como proveedor de la iniciativa salvadora.
Si nos referimos a la economía global, si sacamos conclusiones sobre los perfiles del trabajador común que se empieza a reclamar, la conclusión, como he señalado en otro artículo, está clara: el capitalismo nos necesita cada vez más tontos. Dicho de una forma rápida: le basta con una minoría para atender las necesidades de los centros de innovación globales, ubicados principalmente en EEUU. Y confía en que los seleccionados para esos puestos se encuentren entre los descendientes de los privilegiados, formados en universidades de elite, acompañados de unos pocos becados seleccionados entre la gente común.
Al resto de los comunes se nos envía un claro mensaje: limitarse a cultivar la flexibilidad como actitud y olvidarse de aquellos conocimientos que el mercado de trabajo considera inútiles. Se encuentra ante las narices con el problema generalizado de la sobrecualificación de una buena parte de sus profesionales y, en vez de plantearse cómo convertir en aprovechables los conocimientos existentes, ofrece como solución rebajar los niveles de formación.
Avances acompañados de despilfarro de recursos.
Si en plena revolución tecnológica el capitalismo nos necesita cada vez menos formados, mejor preguntarnos por los límites de este capitalismo. Esa empieza a ser la cuestión clave. Desde la propia lógica económica sus incapacidades empiezan a ser evidentes. Y es que su obsesión por el corto plazo, el desprecio al Estado y a las políticas públicas y su dependencia de los intereses de las élites y sus descendientes, le hace mostrarse incapaz de gestionar adecuadamente momentos de ruptura como el actual.
Por un lado, nos muestra una gran capacidad para ofrecer nuevos servicios que son disfrutados como consumidores por las poblaciones de todo el mundo. Por otra, impulsa los niveles de desigualdad hasta límites extraordinarios. Por último, muestra una clara incapacidad para ofrecer una salida vital a buena parte de los profesionales mas capacitados, condenados a desgastarse en trabajos menores o a intercambiar libremente sus conocimientos en nuevos espacios que el mercado ignora.
Después de 30 años sacrificando todo a la competitividad de las empresas resulta que la productividad del trabajo se ralentiza a nivel global mientras buena parte de los profesionales más preparados se instala en el subempleo. ¿Cómo es posible tamaño despilfarro de recursos, tanto conocimiento desaprovechado? ¿Por qué el aumento de la productividad latente en un cambio tecnológico tan radical no consigue elevar el nivel de vida de la mayoría de la gente?
La desigualdad desincentiva el cambio tecnológico
Los avances tecnológicos actuales, señala Robert Gordon, les falta capacidad de arrastre sobre el conjunto de la economía necesaria para contrarrestar los cuatro vientos en contra que golpean a la economía actual: la demografía, la educación, la deuda y la desigualdad. La desigualdad, por tanto, no solo sería una consecuencia, sino también causa de las caídas de productividad.
En la misma línea se sitúan João Paulo Pessoa y John Van Reenen de la London School of Economy al explicar los rasgos de la recuperación del empleo con baja productividad en Gran Bretaña y EE.UU en los últimos años: son los bajos salarios los que alimentan la baja productividad en una relación biunívoca viciosa que desincentiva la innovación. Algo de lo que España, especializada en servicios low cost, puede dar lecciones.
Eso significa que no está en discusión el cambio tecnológico sino los efectos de su difusión, como destaca Dany Rodrick. Estamos creando una economía dual, con sectores muy dinámicos que conviven con actividades de muy baja productividad. De una parte, una minoría se ocupa en servicios de alto valor tecnológico, de otro, los servicios de escaso valor y poca productividad son los que generan el empleo masivo aunque precario: vendedores al detalle, cajeros y trabajadores en servicios de fast food son las ocupaciones más numerosas según la Oficina de estadísticas de EEUU. Su diagnóstico es concluyente: en ausencia de un Estado activo que asuma el impulso generoso de la innovación y el I+D, las fuerzas del mercado limitan el cambio tecnológico y provocan lo que denomina “cambio estructural reductor del crecimiento”.
Un planteamiento similar lo defiende Mariana Mazzucato en su libro El Estado emprendedor. Históricamente ha sido siempre el Estado el que ha tomado el riesgo de invertir en los sectores rupturistas que han producido alta innovación y productividad. Ello incluye no sólo la investigación básica sino también la aplicada, no sólo su papel en proyectos autónomos sino también en proyecto compartidos bajo modos de cooperación público-privada de largo plazo en los que el mayor riesgo lo asume el Estado.
Debilidad del trabajo, debilidad del Estado
El dibujo de las causas empiezan a estar claras, pero es Paul Mason el que lo inscribe en un relato histórico convincente al profundizar en los factores que favorecen los ciclos largos en el desarrollo económico. Su conclusión es que son las carencias de este capitalismo las que están ralentizando o limitando el alcance del presente cambio tecnológico, pero las inscribe en términos ideológicos y de lucha política.
Lo que destaca el autor de Postcapitalismo es que los ciclos largos que caracterizan al desarrollo capitalista requieren, por un lado, de fases en los que es decisiva la resistencia al abaratamiento de salarios de los trabajadores y, por otro, de fases en los que se precisa una readaptación exitosa organizada por el Estado que impulse la normalización de nuevos sistemas y suministre capital y protección a los campos más rupturistas e innovadores.
Si la clase obrera no tiene éxito en su política de resistencia, desaparece el principal incentivo para que las empresas se vean forzadas a las mutaciones que impulsan los nuevos paradigmas tecnológicos. Si el Estado se convierte en un actor pasivo o, peor aún, si detrae recursos públicos con el argumento de la austeridad fiscal, la asuncion del riesgo desde el mercado no será suficiente para abordar con suficiente densidad los nuevos cambios.
Las lógicas de poder que implanta el dominio ideológico neoliberal son las causantes directas de ambas debilidades. Seguirá habiendo cambios tecnológicos disruptivos pero, si no lo remediamos, el capitalismo así dirigido nos conduce al estancamiento económico y a la barbarie social.
Ignacio Muro, @Imuroben, economista, es miembro de Economistas Frente a la Crisis EFC