Pablo Fucik.-
Hay una frase famosa y muy cierta que dice «divide y vencerás». Frase aplicada con éxito en todo el devenir histórico; lamentablemente más para mal que para bien; la división se ha convertido en el látigo más eficiente para mantenernos sojuzgados, mientras una minoría sigue viviendo a expensas del trabajo de la inmensa mayoría.
Así es la cosa. La fragmentación es tal que no nos permite encontrarnos y reconocernos, aunque caminemos las mismas calles, el mismo mercado, las mismas instituciones públicas y aunque la urgencia de alimentar a los hijos sea la misma.
Somos los que más buscamos refugio y salida en algún dios, y aun cuando ese dios en todas las lenguas y en todas sus formas nos hable de la primacía del trabajo y del pecado capital que representa el hecho de robar o sea vivir del trabajo de otro; es tal la fragmentación, la división; que no identificamos al ladrón y frecuentemente le agradecemos al malhechor que nos dio una migaja de lo que nos robó.
Así es la cosa; quienes han tenido por siglos el poder sobre los que realmente generan riquezas; en la división, en la fragmentación han encontrado su mejor herramienta de dominación.
El primer paso de esa fragmentación, fue el estudio del trabajo, algo tan absurdo de separar y allí se inicia el absurdo de esta vida; donde un 10% dominan al 90%, así nacieron las letras, escuelas, academias, universidades y ese 10% eran dignos para tales enseñanzas y el trabajo se convirtió en castigo, en tarea indigna del hombre libre; para los Aristóteles, de manos delicadas y gran erudición, les correspondía explicar lo natural de la esclavitud y al esclavo aceptar su papel en el teatro del poder y de la obediencia.
Se erigió entonces una ética de la hermandad social en medio de esas tremendas inequidades; así pues, resultaron ser los inadaptados, los subversores, los que alteraban y dividían los designios de la naturaleza aristotélica; los espartacos. Los que labraban la tierra y colocaban el pan en la mesa, los empíricos, los que les falto la experiencia sistematizada para no fallar dispersos en el noble intento redentor.
Así fue la cosa y así sigue siendo; siglos tras siglos y el método es el mismo con el agravante de la sofisticación, del refinamiento; ya no es el látigo lacerando la piel esclava, es la esperanza esclavista lacerando la mente esclava. El esclavo moderno no sueña romper cadenas para liberarse; sueña ser propietario de las cadenas, no es liberar su clase es moverse de clase, de estatus. Para el patrón moderno esto no es un atrevimiento, todo lo contrario, le estimula, le cuenta historias del mendigo a millonario, le seduce; en fin, como todo propietario de loterías sabe que las probabilidades de ganar son pocas y así se le va la vida al 90% jugando a ser del selecto 10%, huyendo de su condición, al ritmo de una moda que sobre gira sus cuentas, pero así como huye y sueña con el golpe de suerte, odia cualquier tentativa de igualitarismo que pueda echar por tierra su quimera de oropel.
Así es la cosa y es que la fragmentación se hizo cultura y desde esa cultura pensamos y actuamos en retazos, desconectados de la totalidad, creando fronteras infranqueables en los campos de la convivencia humana, convirtiéndonos en islas y uno de esos campos es el trasversal a todos, como lo es la política.
Así es la cosa; quienes por milenios nos han dominado redujeron la política a un ámbito tan concreto como el ejercicio de una actividad deportiva, y una actividad tan común en el ser social se convirtió en el oficio de ciertos profesionales y el resto somos hinchas o fanáticos de tal o cual franquicia que se disputa el poder, porque en cuestiones de preferencias deportivas las simpatías o antipatías, los afectos o desafectos son el resultantes de los artificios de venta.
Tratamos la política con afición, estrechando su horizonte a las miserias percibidas, al odio inducido por estrategias de marketing; terminamos reduciendo la política a la irracionalidad del hincha, insultándonos y descalificándonos, como fanáticos de equipos contrarios; desconectados de nuestra familia, de nuestro barrio, de nuestros compañeros y compañeras de trabajo, de nuestras angustias reales y del sueño que nos pueda unir, y así muchas veces ¿Cuantos Cristos hemos salido a crucificar?, mientras el Pilatos opresor se lava las manos para celebrar con banquete nuestro inadmisible martirio.
En fin; seguimos siendo los mismos analfabetos políticos, que creemos saberlo todo y no sabemos que en este nuevo milenio seguimos siendo la mayoría; fragmentada, atomizada. Desconectados de los esclavos modernos que aun somos, más cerca del látigo de los imperios y más lejos del abrazo libertario de nuestro hermano Espartaco.