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José Natanson
Le Monde Diplomatique

 

Un repaso de la economía política del macrismo realmente existente confirma que el Gobierno está operando un ambicioso y regresivo cambio socioeconómico

 

Entre bizantina y bizarra, la discusión en torno al impuesto a las ganancias quizás revele algo más profundo de lo que podría pensarse a primera vista. Luego de la última modificación, quedarán alcanzados por el impuesto menos del 8 por ciento del total de trabajadores, jubilados y autónomos, alrededor de 1,4 millones de personas sobre un total de 12 millones (18 si se cuentan los no registrados), obviamente situados en la cúpula de la pirámide salarial: como demuestra un informe oficial (1), hay que ganar casi el doble del salario promedio del sector privado –19 mil pesos en bruto– para comenzar a pagar ganancias (en Francia, Estados Unidos o España, por citar algunos ejemplos, tributan quienes ganan entre un tercio y la mitad del salario promedio, aunque se trata de porcentajes mínimos para las primeras escalas y aunque la capacidad adquisitiva de ese mismo sueldo promedio es por supuesto más alta).

En concreto, el impuesto a las ganancias sobre los trabajadores en relación de dependencia aportó unos 50 mil millones de pesos en 2016, lo que equivale a la totalidad del presupuesto de las 53 universidades nacionales, más de tres veces los recursos destinados a ciencia y tecnología o un soterramiento del Sarmiento entero. ¿Por qué entonces, si se trata de un impuesto que genera mucho dinero y que impacta básicamente sobre los salarios más altos, es tan impopular? En primer lugar, porque su extensión a más y más personas no fue producto de una decisión explícita de política pública, impulsada desde el gobierno y defendida en un debate social franco, sino de la falta de actualización (no hubo, digamos, una batalla cultural en torno a ganancias sino una apuesta vergonzante a la inercia).

Pero además, a diferencia del IVA, más regresivo pero disperso en miles de microcompras cotidianas, y del impuesto al cheque, distorsivo porque castiga la actividad económica y fomenta la informalidad pero también desperdigado en una infinidad de operaciones bancarias, el impuesto a las ganancias es cristalino como las aguas del Caribe: cualquier trabajador sabe exactamente, con solo mirar su recibo de sueldo, cuánto paga de ganancias, lo que lo condena a una hipervisibilidad casi pornográfica que alimenta la percepción social de injusticia.

Esto explica el estilo sobreexitado que adquirió el debate por ganancias, con un gobierno que no dudó en desdecirse de sus promesas de campaña frente a un peronismo que no tuvo empacho en reclamar ahora lo que se negó a hacer cuando estaba en el poder. Sin embargo, la conclusión quizás sea menos deprimente de lo que parece: detrás del tono bagliniano del debate se esconde la evidencia de que tanto el kirchnerismo como el macrismo se resistieron, pese a las presiones sociales y sindicales, a eliminar del todo un impuesto que, bien diseñado, es justo.

Si se mira con atención, algo similar ocurre con las retenciones a la soja. Así como había prometido que bajo su gobierno “ningún trabajador pagará impuesto a las ganancias”, lo que derivó en una interesante discusión acerca de cuándo, a partir de qué salario, un trabajador comienza a ser un trabajador, Macri también había prometido reducir un 5 por ciento por año las retenciones a la soja, pero finalmente terminó anunciando, luego del primer recorte, un mucho más cauteloso esquema de rebaja del 0,5 por ciento mensual. En ambos casos, el macrismo prorrogó medidas adoptadas por el gobierno anterior: si una mirada crítica nos reenvía a las promesas incumplidas, una perspectiva más benigna nos podría llevar a pensar si no estamos finalmente ante una política de Estado.

En todo caso, la evidencia indica que el gobierno está dispuesto a sostener algunos trazos de la estructura tributaria anterior incluso al costo de irritar a sus votantes. Los motivos habrá que buscarlos en la otra cara de la Luna presupuestaria, el gasto fiscal, que no experimentó una caída brusca durante el 2016 sino que, considerado globalmente, se mantuvo en niveles similares a los del año anterior, del mismo modo que lo hará en 2017 según las propias previsiones oficiales. En efecto, la ley de presupuesto estima para este año un déficit fiscal similar al de los años anteriores (4,2 por ciento contra 4,7). De hecho, está previsto que el gasto suba más que los ingresos (22,6 contra 22,4 por ciento). Y en este sentido, quienes conciben al macrismo como una copia en carbónico del menemismo deberían registrar que el alarmante aumento de los niveles de deuda, la desaprensiva apertura comercial y la obcecada política de metas de inflación no se conjugaron con un ajuste fiscal al estilo de los 90, lo que no convierte al de Macri en un gobierno progresista sino en uno que quiere ganar las elecciones.

Pero esto es solo una parte. Si el análisis de la dupla ingresos/gastos habilita una mirada más sutil sobre la gestión macrista, la evaluación detallada de la economía del 2016 confirma que el gobierno avanza en una cierta dirección. Podrá proceder por el método del ensayo y error, reconocer sus equivocaciones y disculparse como el Juan Domingo Perdón de Capusotto, pero tiene un rumbo. Macri vacila, pero no gobierna contra sus deseos.

Como revela el Cuadro 1, desde que el PRO llegó al poder se produjo una gradual pero clarísima contrarreforma tributaria que involucra una disminución del peso de los impuestos más progresivos y un aumento de los regresivos: los derechos de exportación (retenciones) pasaron de recaudar el 4,63 por ciento del PBI en 2015 al 3,42 en 2016, el impuesto a las ganancias cayó del 22,41 al 19,73 y el impuesto a los bienes personales del 1,07 al 0,92, en tanto el IVA, a pesar del desplome del consumo y la recesión, saltó del 25,49 al 26,72.

Esta regresión tributaria resultó en un nuevo panorama sectorial de ganadores y perdedores. El Cuadro 2 confirma que las tres actividades económicas que más aumentaron su participación en el PBI fueron la agricultura (pasó de representar el 7,7 por ciento del producto en 2015 a un impresionante 12 por ciento en 2016), las finanzas (del 3,9 al 4,3) y la minería (del 3,9 al 4,1), mientras que cayeron la industria (17,1 a 15,7), la construcción (del 5,3 al 4,3) y el comercio (14,3 a 13,7). Silenciosamente, la reconversión está en marcha: los ganadores del año son sectores dinámicos, competitivos a nivel global y superavitarios en divisas, pero que generan pocos empleos y escasos encadenamientos productivos. Y que quizás alcancen para satisfacer a poblaciones menos numerosas como, digamos, la chilena o la peruana, pero que resultan claramente insuficientes para alimentar a un país como el nuestro, con 40 millones de habitantes y una arraigada memoria de clase media, una fuerte pulsión plebeya y una pasión carnívora que ensanchan la demanda social hasta niveles cuasi europeos.

Estos cambios tributarios y sectoriales se completan con la siempre delicada cuestión de las divisas. La fuga de capitales se más que duplicó entre 2015 (salieron 6.734 millones de dólares) y 2016 (14.662), impulsada por la formación de activos en el exterior y el giro de utilidades de las empresas, lo que explica que las reservas internacionales apenas se incrementaran pese a la masiva llegada de dólares por vía del blanqueo. Según los cálculos incluidos en el presupuesto, el gobierno necesitará en 2017 unos 16 mil millones de dólares para refinanciar la deuda en moneda extranjera, a punto tal que el rubro “servicios de deuda” es, comparativamente, el que más crece. Aunque la deuda total todavía se sitúa en niveles manejables, por debajo del 55 por ciento del PBI, su rápido aumento, junto a la suba de tasas dispuesta por la Reserva Federal de Estados Unidos, abre dudas sobre su sostenibilidad en el tiempo.

En suma, la economía política del macrismo realmente existente confirma la percepción de un gobierno que registra los límites que le imponen la oposición partidaria, el sindicalismo y las organizaciones sociales, atento siempre al estado de ánimo de la opinión pública, pero que de todos modos avanza. Y que si no acelera el paso es porque todavía debe terminar de definir la coalición social sobre la cual hará descansar su programa de reformas: si el alfonsinismo se apoyó en una alianza entre las clases medias urbanas, los sectores tradicionales del radicalismo del interior y muchos peronistas emancipados (“no me van a votar los obreros pero sí sus esposas”, según la clásica boutade del ex presidente); si el menemismo se sostuvo gracias al apoyo de los estratos más altos, las nuevas clases medias globalizadas y los sectores populares, y si el kirchnerismo obtuvo el respaldo de los grupos más pobres, una parte de las clases medias progresistas y los trabajadores organizados, ¿cuál será la alianza social que le garantizará sustentabilidad política a un gobierno que controla apenas un tercio de los diputados, un cuarto de los gobernadores y un quinto de los senadores? (2).

El hecho de que esta pregunta crucial no encuentre todavía una respuesta definitiva explica el estilo sinuoso de la gestión macrista y el ritmo un poco desconcertante con el que se mueve. Pero una cosa es el sesgo ideológico y otra muy distinta la velocidad con la que lo despliega. Como sostienen los editores del Artepolítica.com, confundir neoliberalismo con shock –o gradualismo con progresismo– es caer en una falacia de petición de principios. Lenta pero persistentemente, el macrismo está operando un ambicioso cambio socioeconómico, disimulado detrás de un cortina finita hecha de slogans de autoayuda e imposibles promesas win-win, pero perfectamente visible para todo aquel que quiera mirarlo.

Notas:

1. Ministerio de Hacienda y Finanzas sobre datos de la OCDE.

2. Cuando se consulta a funcionarios e incluso intelectuales macristas, la respuesta se limita a expresiones del tipo “una alianza con todos los que quieran un país mejor” o “todos los que estén comprometidos con el cambio”, o sea que no tienen ni idea.