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Homar Garcés
Las cúpulas dominantes de Estados Unidos y Europa occidental -mayormente integradas por quienes representan a grandes corporaciones transnacionales capitalistas- han sabido cultivar y explotar a su favor el miedo u odio de la población a todo aquello que sea diferente. Una cuestión nada novedosa, dados los antecedentes históricos de la persecución y muertes de millares de fieles judíos, gitanos, anarquistas y comunistas, acusados de todos los males padecidos en su sociedad; sobre todo, en las naciones europeas, quedándole a los estadounidenses la nada honrosa «misión» de linchar en su territorio a aborígenes, negros, chicanos e inmigrantes «ilegales» por atreverse a anhelar (¡seres “inferiores”!) el disfrute de una cuota del sueño «americano».

En la actualidad (en realidad, desde hace ya varias décadas) el capitalismo corporativo transnacional ha enfilado todo el arsenal de su industria ideológica para convencer a los ciudadanos del mundo, ya no sólo de sus países de origen, que no les quedará más opción para sobrevivir que sacrificar sus derechos inalienables en las aras del mercado capitalista neoliberal. En función de esta meta, gobiernos y organismos multilaterales, tales como la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional, coinciden en recomendar e imponer recetas económicas que merman enormemente la vigencia del Estado de bienestar como fórmula infalible para recuperar las deterioradas economías nacionales. El ejemplo más claro de esto es Grecia, víctima por igual de la ineficacia de diversos gobiernos y de la voracidad empresarial capitalista. No es casualidad, por tanto, notar elementos y circunstancias comunes en uno u otro lado del planeta que plantean la necesidad de confrontar y sustituir al capitalismo en todas sus variantes o expresiones.

El unilateralismo globalizador capitalista adopta así mecanismos de legitimación que le aseguran un desenvolvimiento menos traumático, a pesar del innegable impacto causado por el cese o disminución de la inversión gubernamental en materia social, de la desigualdad social, del incremento de los índices de desempleo y del endeudamiento externo. Todo esto tiende a expandirse a todas las naciones, creando en muchos casos la ilusión del desarrollo. Una ilusión del desarrollo según la cual todos los ciudadanos tendrían las mismas oportunidades, pero sin que lleguen a disfrutarlo de una igual manera y, sobre todo, al mismo tiempo, por lo que tendrán que fijarse en sus propios intereses y no en los colectivos. Por ello, la pregunta es pertinente: ¿de qué se protegen EE.UU. y Europa? Evidentemente, se protegen de la oleada de inmigrantes provenientes de las naciones periféricas del sistema capitalista, mismos que han sido -de una u otra manera- expoliados por éstos durante siglos, terminando desalojados de sus propios territorios sea por acción directa de las grandes corporaciones transnacionales o por el efecto atroz de las guerras que éstas han promovido para asegurarse el control de los recursos naturales estratégicos de sus países. Las cúpulas dominantes de Estados Unidos y Europa, simplemente, resguardan sus fronteras y se aseguran de continuar disfrutando, como siempre, las delicias materiales producidas por la explotación y la dominación sobre el resto de la humanidad.