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Caminaba con dificultad, pero sin ayuda. Los asistentes avanzaban a su lado, pendientes de su paso, pero imagino que ordenó que lo dejasen solo. Se sentó en su puesto, el suyo para siempre, aunque ya no era formalmente miembro del Comité Central. Trans­cu­rría la última sesión del 7mo. Congreso del Partido. Y habló. Su voz de Co­mandante en jefe recuperó el tono exacto de sus grandes discursos, aunque a veces se adelgazaba, como el sonido de una estación de radio mal sintonizada. Hay algo, sin embargo, que nunca se apagó en Fidel: sus ojos penetrantes, alertas, irradiaban luz. Las fotos que le tomó su hijo, recogidas en un bello álbum de supuesto retiro, lo confirman. Fidel era ya un anciano, un abuelo algo encorvado, pero sus ojos seguían siendo jóvenes. Habló, y todos sentimos que se despedía:

Foto: Archivo

Pronto deberé cumplir 90 años, nunca se me habría ocurrido tal idea y nunca fue fruto de un esfuerzo, fue capricho del azar. (…) A todos nos llegará nuestro turno, pero quedarán las ideas de los comunistas cubanos como prueba de que en este planeta, si se trabaja con fervor y dignidad, se pueden producir los bienes materiales y culturales que los seres humanos necesitan, y debemos luchar sin tregua para obtenerlos. A nuestros hermanos de América Latina y del mundo debemos trasmitirles que el pueblo cubano vencerá.

Tal vez sea de las últimas veces que hable en esta sala. He votado por todos los candidatos sometidos a consulta por el Congreso y agradezco la invitación y el honor de escucharme. Los felicito a todos, y en primer lugar, al compañero Raúl Castro por su magnífico esfuerzo.

Foto: Archivo

Emprenderemos la marcha y perfeccionaremos lo que debamos perfeccionar, con lealtad meridiana y la fuerza unida, como Martí, Maceo y Gómez, en marcha indetenible.

Era, por supuesto, un Congreso de comunistas, y Fidel quería reafirmar ante sus delegados, y ante la historia, que se­guía siendo comunista. Martí había escrito a su amigo Mercado poco antes de morir en combate: «Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento, ni me agriaría mi oscuridad». Fidel compartía la misma convicción del Maestro: «A todos nos llegará nuestro turno, pero quedarán las ideas de los comunistas cubanos». Pedía, además, confianza, lealtad a los principios, unidad.

Probablemente, mi hijo menor conserve en su memoria al Fidel de los últimos quince años, al del siglo XXI. Lo recordará como un anciano enérgico y venerable. Pero mi generación lo vio de otra manera. Para nosotros fue un padre omnipresente, que aparecía en la escuela habanera, conversaba con sus alumnos —podía hasta jugar baloncesto con ellos—, y unas horas más tarde reaparecer en Santiago o Bayamo. Toda la vida de mi generación está signada por su presencia, por su magisterio expuesto en largos e imantadores discursos, y por su leyenda renovada.

Cada generación de cubanos, en los úl­­timos sesenta años, tiene su propia imagen de Fidel y las fotos que lo fijan como recuerdo de familia: en el Moncada, saliendo de la cárcel de la entonces Isla de Pinos, en México, o en el yate Granma, con su fusil en las montañas de la Sierra, saludando al pueblo eufórico durante el trayecto de la Caravana de la Libertad por las calles de Santiago o de La Habana, saltando del tanque durante la batalla de Girón, cortando caña, de recorrido por calles, escuelas y fábricas, bajo la lluvia y los vientos de todos los huracanes, los me­teorológicos y los políticos —«He vivido días magníficos y sentí a tu lado el orgullo de pertenecer a nuestro pueblo en los días luminosos y tristes de la Crisis del Caribe. Pocas veces brilló más alto un estadista que en esos días», escribió el Che al despedirse—, en las grandes autocríticas, poniendo el pecho aquel 5 de agosto en La Habana, caminando él primero por el sendero que instaba a recorrer.

Foto: Arnaldo Santos

Las imágenes recorren la segunda mitad del siglo XX: Fidel junto a Frank País, a José Antonio Echeverría, junto a Malcolm X, a Amílcar Cabral, a Neto, a Mandela, junto al Che y a Camilo, junto a Raúl, su hermano de sangre y de ideales, junto a Lázaro Cárdenas, a Sal­vador Allende, a Omar Torrijos, a la recién estrenada Revolución sandinista, a Hugo Chávez, a Evo y a tantos otros. Fidel es también —y en eso yerran los analistas del Imperio— el pueblo de Cuba. Por eso me gusta el cartel que Ares hizo para el Congreso de la Uneac: «Cuba post-Castro» se llamaba provocadoramente, y en él aparecía el rostro multiplicado de Fidel. Todos los cubanos tendremos desde hoy el difícil compromiso de ser Fidel, de ser cómo él, como el Che, como Martí. Glorioso el pueblo que tiene referentes tan altos. Murió el día que conmemorábamos el 60 aniversario de que el yate Granma zarpara del puerto mexicano de Tuxpan; pero no murió, zarpó nuevamente, Fidel es una Isla que navega hacia la Isla de Utopía, Fidel es Cuba, que no arría velas, siempre en mares procelosos, buscándose a sí misma, reconstruyéndose para alcanzar el máximo imposible-posible de justicia, de solidaridad, de belleza. Ha zarpado Fidel, 60 años después, por los mares de la Historia. ¡Viva Fidel! ¡Viva la Revolución Cubana!