Por Atilio A. Boron
En el último año hablar del “fin del ciclo progresista” se había convertido en una moda en América latina. Uno de los supuestos de tan temeraria como infundada tesis era la continuidad de las políticas de libre cambio y de globalización comercial impulsadas por Washington desde los tiempos de Bill Clinton y que, pensaban, serían continuadas por su esposa Hillary para otorgar sustento a las tentativas de recomposición neoliberal en curso en Argentina y Brasil. Enfrentados al tsunami Trump se miran desconcertados y muy pocos, tanto aquí como en Estados Unidos, logran comprender lo sucedido. Hablan de la “sorpresa” del martes a la madrugada, pero como observaba con astucia Omar Torrijos, en política no hay sorpresas sino sorprendidos. Veamos por qué.
Primero, Hillary Clinton hizo su campaña proclamando su orgullo por haber colaborado con la Administración Barack Obama, sin detenerse un minuto a pensar que la gestión de su mentor fue un verdadero fiasco. Sus promesas del “Sí, podemos” quedaron rápidamente sepultadas por las intrigas y presiones de lo que los más agudos observadores de la vida política estadounidense denominan “el gobierno invisible”. Sus tentativas reformistas en el plano doméstico naufragaron sistemáticamente, y no siempre por culpa de la mayoría republicana en el Congreso. Su intención de cerrar la cárcel de Guantánamo se diluyó sin dejar mayores rastros y Obama, galardonado con un inmerecido Premio Nobel, careció de las agallas necesarias para defender su proyecto y se entregó sin luchar. Otro tanto ocurrió con el “Obamacare”, la malograda reforma del absurdo y carísimo e ineficiente sistema de salud de Estados Unidos, fuente de encendidas críticas sobre todo entre los votantes de la tercera edad. No mejor suerte corrió la reforma financiera, luego del estallido de la crisis del 2008 y que, pese a la hojarasca producida por la Casa Blanca y distintas comisiones del Congreso, siguió dejando en pie la impunidad del capital financiero para hacer y deshacer a su antojo. Mientras, los ingresos de la mayoría de la población económicamente activa registraban -no en términos nominales sino reales- un estancamiento de más de veinte años las ganancias del uno por ciento más rico de la sociedad norteamericana crecieron astronómicamente. Tan es así que un autor como Zbigniew Brzezinski, tan poco afecto al empleo de las categorías del análisis marxista, venía hace un tiempo expresando su preocupación porque los fracasos de la política económica de Obama encendiese la hoguera de la lucha de clases en Estados Unidos. En realidad esta venía desplegándose con toda fuerza desde comienzos de los noventas sin que él se diera cuenta. En materia de reforma migratoria Obama tiene el dudoso honor de haber sido el presidente que más migrantes indocumentados deportó, incluyendo un exorbitante número de niños que querían reunirse con sus familias. En resumen, Clinton se ufanaba de ser la heredera del legado de Obama, y aquél había sido un desastre.
Pero, segundo, el legado de Obama no pudo ser peor en política internacional. Se pasó ocho años guerreando en los cinco continentes, y sin cosechar ninguna victoria. Al contrario, la posición relativa de Estados Unidos en el tablero geopolítico mundial se debilitó significativamente a lo largo de estos años. Por eso fue un acierto propagandístico de Donald Trump cuando utilizó para su campaña el slogan de “¡Hagamos que Estados Unidos sea grande otra vez!” Obama propició golpes militares en América Latina (en Honduras, Ecuador, Paraguay) y envió al Brasil a Liliana Ayalde, la embajadora que había urdido el golpe contra Lugo para hacer lo mismo contra Dilma. Atacó a Venezuela con un estúpido decreto diciendo que el gobierno bolivariano era una amenaza excepcional a los intereses y la política exterior de Estados Unidos. Reanudó las relaciones diplomáticas con Cuba pero no hizo nada para acabar con el bloqueo. Orquestó el golpe contra Gadaffi inventando unos “combatientes por la libertad” que resultaron ser mercenarios del imperio. Y Hillary merece la humillación de haber sido derrotada por Trump aunque nomás sea por su repugnante risotada cuando le susurraron al oído, mientras estaba en una audiencia, que Gadaffi había sido capturado y linchado. Luego de eso, Obama y su Secretaria de Estado repitieron la operación contra Bashir al Assad y destruyeron Siria al paso que, como confesó la Clinton, “nos equivocamos al elegir a los amigos” y dieron origen al tenebroso Estado Islámico. Declaró una guerra económica no sólo contra Venezuela sino también contra Rusia e Irán, aprovechándose del derrumbe del precio del petróleo originado en el robo de ese hidrocarburo por los jihadistas que ocupaban Siria e Irak. Y para contener a China desplazó gran parte de su flota de mar al Asia Pacífico, obligó al gobierno de Japón a cambiar su constitución para permitir que sus tropas salieran del territorio nipón e instaló dos bases militares en Australia para, desde el Sur, cerrar el círculo sobre China.
Con Trump en la Casa Blanca la globalización neoliberal y el libre comercio pierden un aliado crucial. El magnate se manifestó en contra del TTP, habló de poner fin al NAFTA, y se declaró a favor de una política proteccionista, a la vez que propone un acuerdo con Rusia para estabilizar la situación en Siria. Los gobiernos que se ilusionaban pensando que el futuro de nuestro países pasaría por “insertarse en el mundo” vía libre comercio (TTP, Alianza del Pacífico, Acuerdo Unión Europea-Mercosur) más les vale vayan aggiornando su discurso y comenzar a leer a Alexander Hamilton, primer Secretario del Tesoro de Estados Unidos, y padre fundador del proteccionismo económico. Sí, se acabó un ciclo: el del neoliberalismo, cuya malignidad convirtió a Europa en una potencia de segundo orden e hizo que Estados Unidos se internara por el sendero de la decadencia imperial. Paradojalmente, la elección de un xenófobo y misógino millonario norteamericano podría abrir, para América Latina, insospechadas oportunidades para romper la camisa de fuerza del neoliberalismo y ensayar otras políticas económicas. Como diría Eric Hobsbawm, se vienen “tiempos interesantes.”