Fernando Dorado
Agradezco a mis amigas y amigos que a lo largo de estos meses –desde que Santos aprobó su
famoso Plebiscito– han apoyado de diversas formas mis opiniones críticas sobre ese evento
demagógico e innecesario. No son muchos (as) pero los valoro al máximo.
Siempre insistí en que estaba de acuerdo con la terminación negociada del conflicto armado con
las FARC pero rechazaba en forma absoluta la utilización politiquera de la paz. Era necesario
develar la pretensión de la oligarquía de engatusar al pueblo para que –a la sombra de la justa causa
de la paz– pudiera legitimar e imponer hábilmente su 2° paquete neoliberal.
Sé que mi posición era bastante difícil de entender y de sostener ante la avalancha mediática
desarrollada alrededor del SI y el NO, y por ello, ofrezco disculpas a aquellas personas con las
cuales se hubieren presentado roces o controversias por mi posición crítica.
La médula de mi crítica iba dirigida a aquellos sectores políticos que obsesionados por la necesidad
de ejercer la actividad política en un ambiente sin armas («pura y simple paz»), olvidaban que
nuestro régimen político es una falsa democracia, agobiada por la corrupción y el clientelismo, y
que por tanto, el Plebiscito sólo era un mecanismo de oportunidad que la oligarquía pretendía
presentar como «histórico» para refrendar unos acuerdos limitados y amarrados a sus intereses
capitalistas y neoliberales.
Para ello, argumentaba que Santos ya había recibido un respaldo mayoritario del pueblo
colombiano en junio de 2014, qué él debía asumir su responsabilidad y que un Plebiscito de ese
tipo, con un umbral minoritario (13%), no era la mejor herramienta para refrendar los acuerdos.
Que sólo, en la medida en que las insurgencias se desarmaran y se reintegraran a la vida civil y a
la lucha política legal, la sociedad iría asimilando y aceptando lo acordado.
Denunciaba cómo el imperio y la oligarquía se estaban aprovechando de la debilidad política de la
guerrilla y de su necesidad de salir de la guerra, para instrumentalizar los acuerdos en favor del
gran capital, legitimando con un apoyo popular en las urnas, unos acuerdos que no representan –
especialmente en el tema agrario– los intereses del campesinado y de la sociedad en general. Es un
problema que queda planteado y por resolver.
Uno de los aspectos que más cuestioné, una vez el Plebiscito fue una realidad (lo que me obligó a
apoyar el SI en forma solidaria con el interés general), era que Santos con sus mentiras politiqueras
le hacía mucho daño al SI, lo mismo que la actitud triunfalista y, a veces, prepotente de las FARC,
que en su afán proselitista se equivocaba de continuo, y por ello, reforzaban y hacían crecer por
efecto reflejo las fuerzas «uribistas» del NO.
Después denuncié que el interés de la casta dominante era agudizar la polarización y la división
del pueblo. Hice notar como la principal tarea de César Gaviria fue provocar al ex-presidente Uribe
para que finalmente se decidiera por el NO y desechara la abstención como opción, porque sabían
que la crispación de los ánimos polarizados les permitiría superar el umbral apoyándose en la
izquierda y otros sectores demócratas. Lo que no calcularon era que el NO se les fuera a crecer.
Para todos fue una sorpresa, hay que reconocerlo.
De igual manera –seguramente a veces de manera fuerte y tosca– les sugería a los dirigentes de las
FARC reconocer sus numerosos errores (que muchas veces fueron graves crímenes en medio de la
guerra degradada) y, de esa forma, pedirle perdón a la sociedad como una manera de construir un
ambiente de paz, lo cual a su vez, se convertiría en un aspecto positivo y en una retribución benéfica
en favor de su tránsito a la participación política legal. Muchos compañeros de izquierda y
simpatizantes de las FARC asumían equivocadamente esas sugerencias como un injusto ataque a
la guerrilla. No era esa la intención.
Debo aclarar que concibo el perdón como una importante herramienta política en manos de los
sectores populares. Es un instrumento de alto valor espiritual para construir –en esta fase de la vida
política del país– una verdadera reconciliación entre los colombianos y de unidad de la Nación. En
ese sentido no es de mi interés exigirles a los representantes de la oligarquía que pidan perdón a las
víctimas y a la sociedad, ya que ellos –por su naturaleza criminal– no son sujetos creíbles. La
historia así lo certifica. Ahora, si lo hacen, es positivo pero no por ello se debe bajar la guardia.
Ahora bien, en la última etapa de este proceso eleccionario pude percibir –que a pesar de toda la
campaña mediática por el SI y el NO–, las grandes mayorías del país no habían logrado ser
persuadidas y entusiasmadas por la política del gobierno y de sus aliados alrededor del Plebiscito.
Ese es un hecho que no dudo en calificar como algo positivo sino que además lo identifico como
una gran oportunidad –esa sí histórica– para que los demócratas colombianos podamos superar la
polarización entre dos sectores de la casta dominante que distorsiona la vida política de la Nación.
De acuerdo a los resultados de ayer, en que ganó el NO por 0,5% hay que ser ponderados. El NO
sólo representa el 18,5% de los electores colombianos, no todos son «uribistas», muchos votaron
contra las FARC y contra Santos, y por ello no se puede sobredimensionar esa fuerza ni ubicar a
todos los que apoyaron el NO en un único sector político. Lo mismo ocurre con los que apoyaron
el SI. Sin dudar, me atrevo a afirmar que la polarización Santos-Uribe fue también la gran
derrotada, aunque falta profundizar y agudizar esa tendencia.
Para consolidar esa «despolarización» del país se requiere un nuevo diseño estratégico, una revisión
de las fuerzas sociales y políticas en relación al nuevo momento que se presenta, un análisis de la
situación en que quedan las fuerzas del «santismo» y el «uribismo», un inventario del
comportamiento de las fuerzas democráticas, y así, trazar nuevos planes para avanzar por nuevos
caminos. Lo que es evidente es que es posible derrotar en 2018 a la «patota» corrupta de SantosUribe
pero hay que atraer y movilizar a las mayorías abstencionistas.
Los resultados de las elecciones del 2 de octubre de 2016 son un mensaje de máxima significación
que debe ser leído con ojo crítico para unir a todas las fuerzas que realmente deseen construir la
paz pero, ante todo, derrotar políticamente a la casta dominante que fue la principal causante de
esta larga y cruel guerra que hemos tenido que soportar. Y para hacerlo, debemos ir paso a paso,
sin acelerarnos ni afanarnos, sin querer salir de la «noche neoliberal» de un día para otro, y por
tanto, hay que construir una estrategia inteligente y audaz para triunfar.
En 2018 hay que derrotar primero a los corruptos. Concentrar todas las fuerzas para sacarlos de los
gobiernos. Si lo logramos, será un gran triunfo para las mayorías de nuestra sociedad que reclaman
un manejo ético y transparente de la administración pública. Dentro de esas mayorías debemos
garantizar la participación de amplios sectores sociales y políticos que todavía no comprenden la
importancia de la soberanía nacional y de la superación de las políticas neoliberales pero que en
medio de la democratización del país lo irán entendiendo.
Si hacemos bien esa tarea, que quedó a la orden del día con los resultados de la elección
plebiscitaria del 2 de octubre, la siguiente fase de la lucha deberá contar con un programa de gran
contenido social. Si no queremos seguir a la cola de la burguesía burocrática –como hasta ahora
gran parte de la izquierda ha estado– hay que hacer el esfuerzo de juntar y unir las fuerzas de
izquierda, los demócratas y los independientes para ofrecerle una alternativa a la Nación.
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