Por: Pedro Luis Angosto

 

Joan Ramón Laporte, Jefe de Farmacología del Hospital Vall d’Hebron y Catedrático de la misma materia en la Universidad Autónoma de Barcelona, lleva desde sus tiempos en la Organización Mundial de la Salud –hoy colonizada por laboratorios y multinacionales gaseosas- clamando contra la medicalización general que promueven las grandes empresas del ramo con el consentimiento de gobiernos e instituciones internacionales. En una entrevista reciente, Laporte, que es una autoridad mundial en la materia, afirmaba lo siguiente: “Los medicamentos son la tercera causa de muerte tras el infarto y el cáncer, según estudios hechos en EEUU. Cada año mueren 100.000 personas por errores de medicación, y 100.000 por efectos adversos… La industria farmacéutica está medicalizándolo todo. Los laboratorios se inventan enfermedades, convierten la tristeza en depresión, la timidez en fobia social o el colesterol en una enfermedad. Los lobbys farmacéuticos promueven más mentiras que medicamentos…”. Y en efecto, si hace unos años se consideraba que una persona tenía colesterol alto y por tanto perjudicial para su salud cuando superaba los doscientos sesenta, hoy se estima sin que haya nada demostrado que por encima de doscientos se entra en situación de riesgo. No es que los laboratorios o los gobiernos estén preocupados en extremo por nuestro bienestar clínico, ni que pierdan el sueño analizando los efectos del colesterol sobre nuestras arterias, se trata simplemente de obligar a un porcentaje cada vez mayor de la población a medicarse contra ese lípido absolutamente necesario y sobre cuya maldad hay cada vez más dudas científicas.

Del mismo modo que la industria farmacéutica en complicidad con los poderes estatales y transnacionales trata de medicar al mayor número de personas, de hacernos sentir, tal como dice Laporte, que siempre estamos enfermos, que hemos de tomar pastillas para esto o lo otro para acrecer el mayor negocio del planeta, guiada por su codicia infinita, insaciable y asesina la tal industria ha puesto unos precios a determinados medicamentos en principio eficaces contra la Hepatitis C, la Esclerosis Múltiple o el cáncer que ponen en riesgo de quiebra inminente a todos los sistemas de salud del mundo. Veamos, el tratamiento contra la Hepatitis C ronda los trece mil euros por paciente y año, el de la Esclerosis Múltiple supera los quince mil y el de un cáncer de mama con metástasis los treinta mil. Partiendo de que la mayoría de las investigaciones para hallar medicamentos adecuados parten de las universidades públicas de todo el mundo sufragadas con los impuestos de los ciudadanos, que sólo cuando el medicamento ha superado las primeras fases es cuando los grandes laboratorios se interesan por ellos de cara a su comercialización y de que los laboratorios que controlan la industria mundial son cinco o seis, estamos asistiendo a un crimen de tal magnitud, a un escarnio tal sobre la enfermedad de millones de personas que es preciso denunciar y combatir con todas las armas que se dispongan. No hay ningún medicamento en el mundo cuyo coste de fabricación, incluido el periodo de investigación, supere los veinte euros, de hecho La India, que ha antepuesto los intereses de sus enfermos a los de las multinacionales, ha declarado ilegales –tal como afirma Médicos Sin Fronteras- las patentes farmacéuticas y lleva años reproduciéndolas con altos índices de calidad a precios infinitamente menores, aunque eso sí, España prefiere no comprar los genéricos hindúes para no molestar a las multinacionales y seguir colaborando con esos piratas que están haciendo con la enfermedad y el dolor de millones de personas, el mayor negocio que han contemplado los siglos. Si a esos datos sumamos que muchas de las grandes compañías de fármacos están muy relacionadas con las corporaciones que fabricaban armas de destrucción masiva, que se inventan enfermedades para colocar sus medicamentos tal como ocurrió con el Tamiflú de Donald Rumsfeld, Secretario de Defensa con Bush, y la temidísima gripe aviar que causó menos muertos que cualquier gripe normal, nos encontramos ante una evidencia más, aunque de un calibre descomunal, de que al capitalismo no le importa nada, que desprecia la vida y sólo se mueve por almacenar montañas de dólares al precio que sea y a costa de lo que sea.

Está claro que si los gobiernos que dirigen los sistemas de salud de los Estados siguen tratando con guante de seda a las multinacionales del medicamento –ahí también tienen papel destacado las puertas giratorias-, en pocos años las farmacias hospitalarias sólo dispondrán de aspirina y agua oxigenada para tratar cualquier patología. El expolio que la industria farmacéutica está infringiendo a los sistemas de seguridad social de todo el mundo no tiene parangón en la historia y lejos de disminuir va a más porque, como en otros muchos aspectos de la vida, enfrente no hay nadie a quien temer en una sociedad cada vez más narcotizada y ajena a los peligros inminentes que se ciernen sobre ella.

Ante este orden de cosas, ante el abuso disparatado de quienes juegan con la salud de las personas, considero absolutamente necesario que los Estados creen su propia industria e incumplan sistemáticamente las patentes de los medicamentos que son necesarios para curar o mejorar la vida de quienes padecen enfermedad. Los Estados democráticos no nacieron para proteger los intereses bastardos de industrias que parasitan del interés general, sino para combatirlas y derrotarlas. La investigación farmacológica sólo debe tener un objetivo, la salud de quienes toman sus productos, por tanto nunca puede ser un negocio tal como hoy está concebido. Si no somos conscientes de esto, estaremos amparando, una vez más, la destrucción de todo aquello que heredamos de las luchas de nuestros mayores contra los dueños de todo. Es menester, vital, recuperar el sentido ético de la existencia, del comportamiento, y ello implica combatir con denuedo a quienes intentan en este o en cualquier orden de la vida, que regresemos al siglo XIX, a aquellos años en que pedir Libertad, Justicia, Dignidad, Fraternidad o respeto a los Derechos Humanos eran considerados por los gobiernos delitos de imposible perdón.

El capitalismo está desmadrado, no cree que los trabajadores tengan derecho a un salario digno ni al descanso ni a la salud  ni a una vejez digna, sus representantes –es lo que son los actuales gobiernos “democráticos”- sólo hablan de recortes, de bajar impuestos a los que más tienen, de desregular las relaciones laborales, de tratados de libre comercio para seguir rebajando la calidad de vida de las personas, de proteger las patentes farmacéuticas, bélicas e informáticas. Están construyendo un mundo absolutamente terrible sobre las ruinas de otro mucho más justo que apenas había comenzado a caminar. El capitalismo, si no nos enfrentamos a él con todas nuestras fuerzas, hará imposible la vida del hombre sobre el planeta en un espacio de tiempo muy corto. Es hora de despertar.