Atilio Borón

 

Días pasados llegó a nuestras manos un artículo de Massimo Modonesi y Maristella Svampa en el que se proponen pensar al post-progresismo en América Latina [1] . Según estos autores la tarea se ha vuelto urgente e imperativa “a la luz de la sorpresiva aceleración del fin del ciclo que viene aconteciendo desde 2015”. Síntomas claros de este ocaso serían la imposibilidad de que dos de los líderes fundacionales de esta nueva etapa puedan ser re-electos como presidentes (Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador), o la derrota del oficialismo kirchnerista en la Argentina a manos de una heteróclita coalición de derecha, mientras que en Brasil Dilma Rousseff fue desplazada de su cargo -“legal pero ilegítimamente”, según nuestro autores [2] – y Nicolás Maduro está sitiado por una Asamblea Nacional controlada por la oposición y su gobierno desgastado por una grave crisis económica, cuya génesis debería ser explicada a los lectores, cosa que los autores no hacen.

Llama poderosamente la atención que al analizar un tema como este se pase por alto, como si fuera un detalle sin importancia, la vigencia de los tres gobiernos de los países que conforman el núcleo duro del cambio de época progresista en Nuestra América -Venezuela, Bolivia y Ecuador-, gobiernos que han realizado profundas reformas sociales, económicas y políticas y, además, se han planteado un horizonte poscapitalista a largo plazo. Pese a todos los obstáculos y dificultades que atraviesan –en buena medida atribuibles al permanente hostigamiento del imperialismo- esas coaliciones de izquierda aún retienen los gobiernos. Lo mismo vale en los casos de El Salvador y Nicaragua, todo lo cual exige un estudio más detallado de esta problemática.

A partir de su caracterización inicial los autores advierten sobre la necesidad de evitar caer en la trampa maniquea que obliga a optar entre la continuidad del progresismo o la restauración neoliberal, trampa que, según ellos, “oculta un chantaje orientado a propiciar un artificial cierre de filas detrás de los líderes y partidos del progresismo”. Para sortear esta encerrona Modonesi y Svampa proponen recuperar la historia y el protagonismo de los movimientos sociales en la gestación de la fase progresista como claves para desentrañar los rasgos de la nueva etapa post-progresista que se inicia, ya por fuera de la camisas de fuerza de la política partidaria, los cronogramas electorales y las alternancias gubernamentales.
Los movimientos sociales y las expresiones sociales y políticas de la lucha de clases

Dicho lo anterior los autores comienzan afirmando lo evidente: que el ciclo progresista, en ciernes desde mediados de los años 90, tuvo como protagonistas de las luchas y resistencias al neoliberalismo a un vasto conjunto de movimientos sociales. Esto es cierto, pero en su afán por subrayar su importancia, cosa con la cual coincidimos, subestiman el papel de los partidos políticos y las expresiones de la lucha de clases en el terreno de la política institucional. Es un error minimizar la importancia de estas organizaciones tradicionales en contextos democráticos, siempre productos de la lucha de masas o fuertemente modificadas por ella. En numerosos enfrentamientos sociales desarrollados en los años noventas y principios de los 2000 sindicatos y organizaciones tradicionales de las diversas capas y fracciones del pueblo (como los sindicatos cocaleros en Bolivia, o las organizaciones indígenas y campesinas en Ecuador, o los sindicatos industriales o de trabajadores estatales en Brasil y en Argentina, entre muchas otras) y hasta sectores de las fuerzas armadas (especialmente en el caso de Venezuela) tuvieron, en algunos casos, un papel muy relevante en esas luchas. No todo el protagonismo cayó siempre, y de manera exclusiva, en los movimientos sociales.

El indudable activismo de diversas capas plebeyas movilizadas y sus organizaciones -nuevas [3] o tradicionales- en las fases preliminares del ciclo progresista ha sido reconocido y reafirmado permanentemente por los líderes y las fuerzas políticas de los gobiernos progresistas, las cuales, contrariamente a lo que afirman nuestros autores, no describen su ascenso político como una “prístina conquista del palacio”. Aún gobiernos que se esmeraron por construir un relato épico sobre su acceso al poder -por ejemplo el kirchnerismo argentino- han explícitamente reconocido que su éxito electoral se asentó sobre las grandes jornadas de lucha de finales del siglo pasado y comienzo del actual. Para no hablar de la permanente referencia de Evo Morales y Álvaro García Linera a las guerras del agua y del gas, entre otras; o las de Nicolás Maduro y antes Hugo Chávez al Caracazo y las insurrecciones de militares bolivarianos. Y es e vidente, además, que estos desenlaces electorales que cambiaron el mapa sociopolítico de América Latina son reflejos, mediatizados pero reflejos al fin, de la turbulenta irrupción del universo plebeyo en la política nacional.

De lo anterior Modonesi y Svampa extraen la siguiente conclusión: “aún con sus apuestas defensivas, sus formas abigarradas y sus prácticas contradictorias, en América Latina fueron los movimientos populares quienes abrieron nuevos horizontes desde los cuales pensar la política y las relaciones sociales, instalando otros temas en la agenda política: desde el reclamo frente al despojo de los derechos más elementales y el cuestionamiento a las formas representativas vigentes, hasta la propuesta de construcción de la autonomía como proyecto político, la exigencia de desconcentración y socialización del poder (político y económico) y la resignificación de los bienes naturales”.

No obstante, el protagonismo en la lucha de los movimientos sociales no fue igual en todos los contextos nacionales. No fue lo mismo en Bolivia que en Uruguay o Venezuela, por ejemplo. Que muchos de los temas mencionados más arriba fueron impulsados con fuerza por esos movimientos también es cierto, pero nos parece que atribuirles exclusividad como impulsores de la crítica al orden neoliberal vigente no es del todo correcto. En primer lugar se subestima el papel de las organizaciones políticas, aun de las creadas por los movimientos sociales o sindicales como instrumentos electorales. Pero además, a esta altura ya sabemos por experiencia histórica que si bien el arma de la crítica no reemplaza a la crítica de las armas, aquella constituye un insumo indispensable en la constitución de un nuevo clima de época. En este sentido nuestros autores pasan por alto el papel que numerosos intelectuales críticos jugaron en el combate contra el neoliberalismo desde finales de los años ochentas, con antelación -o al menos paralelamente- a la irrupción de los movimientos sociales, así como el papel que muchos intelectuales y dirigentes orgánicos jugaron en la creación de renovadas organizaciones populares. Por ejemplo: la crítica a la desciudadanización desatada por las políticas neoliberales y las insanables deficiencias de la democracia liberal eran parte del discurso contrahegemónico que el marxismo –el latinoamericano pero también en ciertos países de Europa y en Estados Unidos- venía planteando con fuerza desde aquellos años. El tema de la desconcentración y socialización del poder, económico y político fue cultivado con esmero por las y los pensadores críticos de América Latina, al tiempo que debían batirse contra quienes, aun aduciendo un discurso de supuesta izquierda, se sumaban al coro de voces que exaltaban el advenimiento de una democracia política supuestamente depurada de sus contenidos clasistas, proclamaban el fin de la historia, celebraban las visiones burguesas de un presunto postcapitalismo, o el irresistible ascenso de una posmodernidad que habría puesto fin a la lucha de clases y eliminado del horizonte histórico las perspectivas del socialismo. Todo esto de ningún modo equivale a menospreciar la esencial y protagónica contribución de los movimientos sociales en la producción de estos acontecimientos históricos sino tan sólo recordar que su situación estaba muy lejos de ser la de Adán el primer día de la creación del mundo.

Retomando el hilo de nuestra argumentación, Modonesi y Svampa aciertan cuando aseguran que los movimientos sociales dieron vida a “una pluralidad organizativa y temática pocas veces vista”. Esto tuvo lugar en un contexto ideológico donde el repudio a los partidos políticos y los sindicatos, sobre todo a los primeros, y la prédica a favor de una renuncia a la toma del poder, marcaban con fuerza el espíritu de la época. Tal como aseguran nuestros autores estos movimientos establecieron complejas y volátiles relaciones con los gobiernos progresistas, incluso en el caso de aquellos como Bolivia que habían surgido de su avasallante protagonismo. Tres habrían sido los ejes de ese “cambio de época: la irrupción plebeya, las demandas de autonomía y la defensa de la tierra y el territorio”. Curiosamente, componentes cruciales de esa época –por cierto que aún inconclusa- como el antiimperialismo, el latinoamericanismo, la soberanía nacional, la recuperación de los bienes comunes y las políticas de combate a la pobreza y redistribución de la riqueza no parecen haber jugado papel alguno para Modonesi y Svampa, pese a que fueron estos y no las exigencias de autonomía plebeya los que desencadenaron la furiosa reacción de las oligarquías locales y el imperialismo.

Las resistencias a los estragos del neoliberalismo propiciaron la emergencia de nuevos liderazgos y formaciones políticas entre los distintos estratos populares, que venían protagonizando intensas luchas en los terrenos económico y político, inclusive el militar, como los casos del Partido de los Trabajadores (PT) brasileño, el Chavismo, el Frente Amplio (FA) del Uruguay, el Movimiento al Socialismo (MAS) boliviano, Alianza País en Ecuador, o el refuerzo del protagonismo de organizaciones revolucionarias como del Frente Sandinista para la Liberación Nacional en Nicaragua (FSLN) y del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) en El Salvador. En Argentina, la oposición a las consecuencias de las políticas neoliberales primero, y al neoliberalismo en su conjunto después, se expresó en un creciente movimiento de protesta a nivel nacional jalonado por impactantes enfrentamientos sociales protagonizados por diversas fracciones plebeyas y mediante variados instrumentos de lucha (cortes de rutas, marchas, huelgas, etcétera) de los cuales brotaron nuevas organizaciones sociales, en un marco de fuertes disputas al interior de la clase dominante. Sin embargo, posteriormente, fue una combinación de distintas fuerzas políticas tradicionales la que llegó al gobierno recogiendo esas demandas, y desde allí se pusieron en cuestión algunas de las premisas del neoliberalismo. Esa es la historia del kirchnerismo, surgido al interior d el Partido Justicialista y enfrentado a la línea neoliberal dura del mismo partido: el menemismo. También en otros países surgieron expresiones divergentes dentro partidos tradicionales o se formaron alianzas con facciones de dichos partidos políticos que expresaron oposición a las políticas neoliberales y llegaron a los gobiernos, como el caso de la corta experiencia de la presidencia de Manuel “Mel” Zelaya del Partido Liberal en Honduras y del Frente Guasú en Paraguay, que estableció alianzas con el Partido Liberal [4] .

De esta manera, haciendo oídos sordos a una perniciosa moda intelectual que recorrió el continente de punta a punta hace unos años y que exhortaba a no tomar el poder porque tal cosa contaminaría irremisiblemente con el virus estatista a los movimientos sociales y sus proyectos emancipatorios, numerosas organizaciones sociales y fuerzas políticas se dieron a la tarea de diseñar instrumentos, alianzas y estrategias tendientes, precisamente, a conquistar el poder –o al menos el gobierno- apelando a los dispositivos institucionales del estado burgués. Nutría esta opción el convencimiento de que la derrota sufrida por las tentativas insurreccionales de las décadas anteriores, con excepción de lo ocurrido en Nicaragua y El Salvador, habría cerrado ese ciclo (al menos de momento) y que el único camino abierto en ese entonces hacia el poder transitaba por el entramado institucional de la democracia capitalista. [5]

Modonesi y Svampa están en lo cierto cuando aseguran que “en sus versiones extremas, este planteo desafió el pensamiento de izquierda más anclado en las visiones clásicas acerca del poder”. Pero se equivocan, en cambio, cuando ignoran que este desafío, sin embargo, fue más que nada la suicida negación de la problemática del poder y no la creación de una nueva concepción del mismo, de su composición y, siguiendo a Maquiavelo, de cualquier elaboración encaminada a responder a las cruciales preguntas de cómo se lo conquista, cómo se lo retiene y cómo se lo puede perder. En otras palabras, un desafío que no superaba, ni en el plano de la teoría ni mucho menos en el de la práctica, eso que los clásicos del marxismo definieron como “el problema fundamental de toda revolución”.

En relación a la irrupción de lo plebeyo, nuestros autores afirman que con ello se instaló en el espacio público “la política de la calle” y la demanda de autonomía, aunque el lector o la lectora no puedan inferir en relación a quién, o a quienes, se establecía esa demanda de autonomía. En el terreno estratégico, dicen, remitía a la práctica de la “autodeterminación” y, también, a un horizonte emancipatorio. Queda en las sombras, obviamente, el hecho de que la autonomía de un movimiento social poco significa de por sí, pues bien puede asumir tanto un contenido político de derecha como de izquierda, y no necesariamente estar ligado a un proyecto de emancipación social. No pocas veces la historia latinoamericana ha demostrado que movimientos autónomos terminaron siendo una expresión más de la hegemonía burguesa. Ejemplos de ello pueden ser ciertas variantes del ecologismo que comenzaron con planteamientos radicales y terminaron proponiendo nada menos que un inverosímil “capitalismo verde” muy del agrado de las grandes transnacionales. Lo mismo cabe decir de algunas organizaciones campesinas o indígenas que terminaron como furgones de cola de la reacción en Bolivia y Ecuador. En Dos Tácticas de la social democracia en la revolución democrática, Lenin observa que la cuestión de la autonomía reside menos en el aspecto subjetivo que en el objetivo; no en la posición formal que la organización ocupa en la lucha, o su discurso político, sino en el desenlace material del enfrentamiento[6] . Los sujetos sociales y sus organizaciones pueden considerarse a sí mismos como autónomos pero si no logran imprimir una dirección a los acontecimientos históricos, solos o mediante la articulación de las alianzas que sean necesarias para hacerlo, su pretensión de autonomía termina diluyéndose en las iniciativas de las clases y fracciones sociales dominantes.

Por otra parte, que la narrativa que rodeó el auge de los movimientos dio lugar a un nuevo ethos militante es indudable. Pero, ¿cuáles fueron los componentes del mismo? La lucha contra las amenazas burocratizantes que se cernían sobre los movimientos; el culto al basismo y el horizontalismo, virtudes en cierto tipo de organizaciones y en algunos momentos históricos pero de dudosa efectividad práctica; una fuerte demanda por la democratización de las organizaciones, misma que, preciso es decirlo, no necesariamente significa la exaltación del basismo y el horizontalismo; y, por último, una radical desconfianza para con -cuando no un abierto rechazo de- partidos, sindicatos o de cualquier preexistente “instancia articulatoria superior”, condenados irremisiblemente a traicionar las expectativas populares. Dicho esto nuestros autores deberían tratar de explicar la formidable capacidad de convocatoria plebeya demostrada, en distintos momentos, por fuerzas políticas y organizaciones populares que se alejaban del paradigma planteado más arriba. Los millones de venezolanos que acudían al llamado de Hugo Chávez o todavía hoy lo hacen ante la convocatoria del presidente Nicolás Maduro; o las multitudinarias concentraciones que supieron realizar el PT brasileño, el MAS boliviano o el Frente para la Victoria (FPV) en la Argentina, o el Movimiento Regeneración Nacional (MORENA) en México, ¿fueron sólo producto de la subordinación clientelística de las masas o expresaban algo más?

Nuestros autores señalan que la “territorialidad” fue otra de las dimensiones específicas de los nuevos movimientos sociales de la región. Esto es cierto, y también que ese anclaje en lo territorial como plataforma de resistencia creó nuevas relaciones sociales. Pero habría que subrayar, para entender cabalmente este proceso, que este repliegue sobre lo territorial fue alentado por la violenta ruptura del tejido social que provocaron las políticas neoliberales (ejecutadas desde los gobiernos, conviene no olvidarlo), los altos niveles de desocupación y/o precarización laboral, que provocaron el radical debilitamiento del sindicalismo y que no dejaron otra alternativa a las clases populares que refugiarse –por un tiempo- en su última trinchera: el territorio. Más que una opción ideológica, fue un hecho práctico que, es obvio, no podía dejar de dar lugar a la creación de nuevas relaciones sociales. No es lo mismo el compañero o la compañera de trabajo que el vecino desocupado o informalizado que comparte la marginalidad en un asentamiento de emergencia, una favela o una barriada popular; ni son las mismas necesidades o reclamos, ni, por lo tanto pueden ser iguales las formas de lucha y organización. Esto sin perder de vista que lo que estaba cambiando era la composición de la clase obrera y, en general, del universo popular en dirección a otra más difusa y volátil, tal como lo recuerda en varios de sus escritos Álvaro García Linera. Aunque una parte de la izquierda intelectual se sumara a decirle “ adiós al proletariado” [7] , éste no desapareció ni como clase en sí ni como sujeto de lucha, pues en su sentido estricto -y no restringido sino bien amplio- el concepto refiere a todas las personas que sólo cuentan para la producción y reproducción de sus vidas con su fuerza de trabajo, sea ésta física o mental, misma que deben vender a cambio de un salario a quienes poseen la propiedad sobre los medios de producción, logren o no hacerlo. Las modalidades del enlazamiento al capital van modificándose permanentemente con el cambio de las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción, todo lo cual genera diversos escenarios y experiencias de lucha y, obviamente, cambia la morfología del universo asalariado.

Siguiendo el razonamiento de nuestros autores, de su planteo anterior se desprende que el ocaso del viejo paradigma socialista revolucionario articulador de las luchas de las décadas de los sesentas y setentas, fue reemplazado por “un no-paradigma, un horizonte emancipatorio más difuso, donde prosperaron posturas de carácter destituyente y de rechazo a toda relación con el aparato del Estado”. Es cierto que la profunda crisis de representatividad desatada por la complicidad de muchos partidos y sindicatos de América Latina (¡para ni hablar de Europa!) con las políticas neoliberales de los noventas repercutió en todas las representaciones institucionales, incluidas las de la izquierda, abriendo profundos debates que exigían una democratización de las organizaciones populares. Este paradigma destituyente se correspondió con la fase de resistencia a los gobiernos neoliberales, pero luego, en varios países, se pudo sortear el obstáculo de la falta de representación política y de proyecto emancipador y se fueron constituyendo nuevos liderazgos y expresiones políticas que lograron acceder a los gobiernos nacionales, retomando las viejas banderas de lucha de los pueblos, como el socialismo, el buen vivir, la democracia, la defensa de la Madre Tierra, etcétera.

Por eso es importante subrayar que el proyecto destituyente de las luchas del pueblo se concretó para luego tornarse instituyente de algo nuevo, que a la vez incorpora la experiencia histórica previa. Una vez constituidos los gobiernos populares se pasa de la “ fase heroica”, para utilizar palabras de García Linera, a cierto repliegue hacia la vida cotidiana que había sido tan afectada por las políticas neoliberales y a las arduas tareas de ejercer la función gubernamental. A raíz de este cambio la destitución de los gobiernos populares pasa a ser la preocupación obsesiva de las clases dominantes locales y sus jefes imperiales. Por eso, de prosperar la perspectiva destituyente que nuestros autores pretenden rescatar como uno de los elementos fundantes de los movimientos sociales que abrieron el ciclo progresista, cabría ahora preguntarse ¿destituyente de quién, o de quiénes? Porque una cosa es pretender derrocar a un gobierno que recupera los bienes comunes de la nación, se enfrenta al imperialismo -con mayor o menor enjundia pero se enfrenta con él- promueve la integración latinoamericana y redistribuye la riqueza, y otra muy distinta es hacerlo frente a los gobiernos neoliberales de ayer (Fujimori, Menem o De la Rúa, Sánchez de Losada, Salinas de Gortari, Fernando H. Cardoso, Sanguinetti, Abdalá Bucarám, etcétera). En relación a estos últimos esa vocación subversiva fue virtuosa, no así cuando se trata de deponer a los gobiernos de signo progresista que pese a sus limitaciones constituyen un fenómeno sociopolítico y de clase radicalmente diferente.

No menos enigmática resulta la propuesta de un horizonte emancipatorio difuso construido a partir del radical rechazo del Estado o sus aparatos. Esto revela una virginal inocencia que en el tenebroso mundo del imperialismo suele pagarse a precios exorbitantes. Porque, ¿cómo lograr la “emancipación difusa” que requiere librar una intensa y por momentos violenta lucha de clases en contra de las oligarquías dominantes y el imperialismo sin contar con el crucial protagonismo del Estado? ¿Cómo se preserva la Madre Tierra sin una legislación que controle y castigue la depredación capitalista? ¿Basta para ello con las exhortaciones de los movimientos sociales? Fue justamente ese divorcio entre movimientos sociales y Estado, o más precisamente, la complicidad del viejo estado oligárquico ecuatoriano con la Texaco y luego con la Chevron, antes del ascenso de Rafael Correa, lo que explica el desastre producido en la Amazonía ecuatoriana. ¿Cómo se combate la precarización laboral y la concentración de la riqueza? ¿Basta con organizar asambleas horizontales para que los capitalistas se inclinen ante el reclamo popular? Esta clase de razonamientos recuerda un pasaje de la Biblia en donde se cuenta que siete sacerdotes judíos hicieron sonar con fuerza sus trompetas logrando el milagro de derribar las imponentes murallas de Jericó. Leyendo a nuestros autores y a otros tributarios de una perspectiva política semejante parecería que bastara con que los sujetos sociales invoquen un difuso horizonte emancipatorio para que las murallas del capitalismo y el imperialismo se derrumben ante la potencia revolucionaria de su discurso. ¿Dónde y cuándo las clases subalternas pudieron derrotar al bloque dominante sin contar con el poder del Estado? Pero Modonesi y Svampa hacen oídos sordos a estas reflexiones y concluyen que “rápidamente, se asistió al declive de las demandas y prácticas de autonomía y a la transformación de la perspectiva plebeya en populista, la afirmación del transformismo y el cesarismo -decisionista y carismático- como dispositivos desarticuladores de los movimientos desde abajo”.

Sobre esto cabe también formular varios comentarios. Primero, ¿qué fue lo que ocurrió para que esos movimientos sociales velozmente arrojaran por la borda sus demandas y sus prácticas autonómicas? ¿Será acaso por la traición de sus jefes? -acusación favorita de los trotskistas desde tiempos inmemoriales, dirigida rutinariamente a todas las organizaciones que ellos no controlan. ¿O no habrá sido que aquellas demandas tropezaron con un límite práctico que requerían, para el logro de sus objetivos, establecer algún tipo de relación con los aparatos estatales, sobre todo ante la existencia de gobiernos dispuestos a satisfacer sus demandas? Segundo, el tránsito de la irrupción plebeya al populismo merecería ser explicado muy cuidadosamente, aunque nomás fuera por la reconocida vaguedad que comporta el término populismo y que, en manos de su más importante cultor, Ernesto Laclau, servía para caracterizar la política de Hugo Chávez tanto como la de Álvaro Uribe. Y qué decir del “cesarismo decisionista y carismático”: ¿fue un ardid perverso para desarticular la vitalidad y el dinamismo de los movimientos sociales? ¿No sería más lógico pensar que si surgieron esa clase de regímenes políticos fue como producto de una constelación de factores que, sin negarlos, excede con creces a los influjos de los movimientos sociales? ¿No había otros actores en las escenas políticas de los países que se incorporaron al ciclo progresista? ¿No había allí oligarquías históricas, voraces burguesías, militares adoctrinados por Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial, incontrolables poderes mediáticos y el papel omnipresente de “la embajada” -como lo demuestran hasta la saciedad los Wikileaks- todos conspirando para reprimir los anhelos emancipatorios de las masas y que, para neutralizar una contraofensiva de enemigos tan poderosos y tan bien organizados se requería una cierta concentración del poder político? En suma, ¿no había lucha de clases en los países gobernados por el progresismo?

¿Sobre qué bases se puede entonces pensar que la emergencia de fuertes liderazgos como los de Chávez, Lula, Kirchner, Evo y Correa fueron productos de “personalidades autoritarias” (un añejo tema de la sociología funcionalista de los años cincuenta) o una suerte de perversa “astucia de la razón” destinada a desmovilizar y desarticular los vigorosos movimientos sociales de finales del siglo pasado y comienzos del presente? En todo caso, ¿no sería prudente preguntarse acerca de los factores que explican la “verticalización” de los movimientos sociales, su dependencia del Estado, cuyos alcances, por otra parte, mal podrían generalizarse porque no tuvieron la misma fuerza en Bolivia y Ecuador que en Argentina, país que tal vez represente la versión extrema de este proceso de “control desde arriba” del sujeto popular? Y preguntarse, también, si efectivamente se produjo esa “monopolización de lo plebeyo” por parte de los gobiernos progresistas, cosa que en principio nos parece sumamente discutible y carente de sustento empírico.

Modonesi y Svampa plantean que no pocos autonomistas radicales devinieron furiosos populistas y asumieron la defensa y promoción irrestricta del líder. ¿No sería bueno también intentar explicar con los instrumentos del materialismo histórico la meteórica aparición de un liderazgo popular capaz de enturbiar la visión de los autonomistas y de subyugar la voluntad plebeya? O es que nuestros autores reposan sobre las teorías funcionalistas de la modernización según la cual un intenso proceso de cambios deja a las masas “en disponibilidad” e indefensas para ser manipuladas a su antojo por un líder carismático. Lejos de esta lectura equivocada es preciso recuperar el camino de la construcción colectiva de la historia, y analizar los hechos y procesos sociopolíticos como resultados del choque de múltiples sujetos que forman aquel “paralelogramo de fuerzas” referido por Engels y del cual surge la dirección del proceso histórico. Cabe preguntarse si capitulación del autonomismo no tiene mucho que ver con el hecho de que las fuerzas políticas progresistas o de izquierda en el gobierno pudieron expresar y dar satisfacción, aunque sea parcial, a las demandas de los diversos sujetos populares. Estrategias y proyectos que pueden corresponderse o no con las planteadas por algunas organizaciones, pero que evidentemente fueron leídas y articuladas –al menos en parte- por las fuerzas políticas y algunos líderes carismáticos. La experiencia concreta señala que las demandas que primaron y organizaron las estrategias objetivas de las luchas populares giraron en torno a la mejora en la calidad de vida y del trabajo, una mayor participación democrática, y mayores grados de soberanía política y económica frente a la entrega de nuestros países al imperialismo. Y estas demandas fueron, en mayor o menor medida según los casos, satisfechas por los gobiernos progresistas. Fue por eso que la reivindicación autonomista pasó, sin ser abandonada por completa, a un segundo plano.
Productividad histórica y limitaciones de los “progresismos realmente existentes”

En la segunda parte de su artículo Modonesi y Svampa examinan las derivas de los “progresismos realmente existentes”. El tono es, por supuesto, crítico de estas experiencias que “parecían abrir la posibilidad de concretar algunas demandas de cambio”. De sus palabras, así como del resto de su trabajo, se desprende que esos gobiernos fracasaron lamentablemente a la hora de introducir algún cambio mínimamente significativo. Esto abre un serio interrogante, teórico y práctico a la vez, acerca de las enigmáticas razones por las cuales, ante tanta inocuidad política, el imperialismo reaccionó con tanta furia y saña contra estos gobiernos. Pero dejando esto de lado, nuestros autores fustigan a quienes aludieron a estos procesos apelando a expresiones tan diversas como “posneoliberalismo”, “el giro a la izquierda”, o inclusive de una “nueva izquierda latinoamericana”. Según sus análisis la caracterización que finalmente predominó fue la denominación genérica y por demás vaga de “progresismo”. Reconocen, sin embargo, que bajo este rótulo se incorporaban -a nuestro juicio erróneamente- experiencias políticas y sociales muy distintas. Tal como lo hemos planteado en otro lugar, hay una distinción que por elemental no deja de ser crucial entre gobiernos que se fijaron como objetivo la construcción de una sociedad no-capitalista: “socialismo del siglo veintiuno”, “socialismo bolivariano”, “sumak kawsay”, “vivir bien”, como se desprende de los casos de Venezuela, Bolivia y Ecuador; y otros cuyo objetivo era fundar un “capitalismo serio”, como se lo propusieron, sin éxito, Lula da Silva en Brasil, Néstor Kirchner y Cristina Fernández en la Argentina, y los gobiernos del Frente Amplio en Uruguay [8] . En lugar de esto, Modonesi y Svampa incomprensiblemente incluyen bajo una misma categoría de “progresismo” a los gobiernos de Ricardo Lagos y Michelle Bachelet en Chile, claramente de centro derecha y casi conservadores, junto al Brasil, de Lula Da Silva y Dilma Rousseff, al Uruguay, de Tabaré Vázquez y Pepe Mujica, la Argentina de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, al Ecuador de Rafael Correa, la Bolivia de Evo Morales, la Venezuela de Hugo Chávez y recientemente, de Nicolás Maduro y a Nicaragua con las presidencias de Daniel Ortega y los gobiernos del FMLN en El Salvador, en particular el de Sánchez Cerén. [9] Quedan en la nebulosa, por omisión, los gobiernos de Fernando Lugo en Paraguay y de Manuel “Mel” Zelaya en Honduras. A Cuba, ¡menos mal!, no la incluyen en su progresismo descartable, pero se olvidan llamativamente, por cierto, de incorporarla en algún análisis o parte de su texto. Nos parece imposible hablar de estos temas sin una referencia a la Revolución Cubana, cuya porfiada resistencia a los designios del imperialismo abrió la puerta a eso que el presidente Rafael Correa llamara “cambio de época”. Mucho más oscura y desgraciada habría sido la historia en América Latina y el Caribe si Cuba hubiese arriado las banderas del socialismo una vez desintegrada la Unión Soviética, como se lo reclamaran con insistencia numerosos líderes socialdemócratas, ya reconvertidos al neoliberalismo, de Europa y América Latina.

Modonesi y Svampa aciertan sólo en parte cuando aseguran que el progresismo latinoamericano llevaba una agenda similar: crítica al neoliberalismo, cierta heterodoxia en las políticas macroeconómicas, inclusión social, lucha contra la pobreza, etcétera. Pero dejan en las sombras una diferencia fundamental: que los gobiernos de izquierda –Venezuela, Bolivia y Ecuador- asumieron posturas y ejecutaron políticas más radicales en lo económico y social, construyeron notables constituciones que profundizaron la calidad democrática de sus países, hicieron de la naturaleza un sujeto de derecho (introduciendo una innovación fundamental en el derecho contemporáneo), y adoptaron planteamientos abiertamente antiimperialistas que las versiones más edulcoradas del progresismo, ni hablar del conservadurismo chileno, ni por asomo se atrevieron a ensayar. El ocultamiento del antiimperialismo en un cono de sombras es un rasgo común a las diversas familias trotskistas y a los pensadores liberales, cuya ceguera para ver ese fenómeno llega a ser por momentos alucinante y que en consecuencia sólo les permite ver el árbol y no percibir el bosque, con las consecuencias políticas que de ello se derivan.

La consecuencia de este planteamiento es que todos los gobiernos progresistas caen en el cajón de sastre de un “populismo de alta intensidad” que se opone, absorbe y niega otras matrices ideológicas contestatarias, como la del indigenismo, el campesinado, las izquierdas clásicas y los autonomismos que desempeñaron, según nuestros autores, un papel importante en el inicio de la nueva época. En suma, se consolida un cambio controlado desde arriba, con líderes mesiánicos que “dan” cosas a un pueblo sumiso y sometido. El remate de esta interpretación es la caracterización de estos procesos progresistas (¿sin diferenciar al Chile de Bachelet de la Bolivia de Evo?) como “revoluciones pasivas” (Gramsci), o sea, como modernizaciones conservadoras que desmovilizan y subalternizan a los protagonistas del ciclo de lucha anterior.
De lo anterior, Modonesi y Svampa concluyen que hay tres limitaciones que impiden caracterizar a los gobiernos progresistas como “posneoliberales” o de izquierda [10] . Primero, porque “aceptaron el proceso de globalización asimétrica” y sus consecuencias: límites a la redistribución de la riqueza, al combate a la desigualdad y al cambio de la matriz productiva. Tampoco avanzaron estos regímenes en reformas tributarias, más allá de tímidos intentos, y su política de recuperación de los bienes comunes para sus pueblos se hizo negociando con las grandes transnacionales de la industria, el agronegocio y la minería.

Ante esto cabe decir que la modificación de la globalización asimétrica es un proyecto que ni siquiera China está en condiciones de realizar, y que exigirle eso a un país latinoamericano revela un profundo desconocimiento de lo que nuestros países están en condiciones de hacer. En cuanto a que hubo límites en las políticas de redistribución de ingresos y riqueza es cierto, pero: ¿dónde y cuándo no los hubo? Reformas tributarias continúan siendo una asignatura pendiente, pero en algunos países en algo se avanzó, si bien no tanto como hubiera sido deseable. Por último, una vez más, si China concluyó a finales de los años setenta del siglo pasado que con sus propios recursos jamás podría garantizar el crecimiento de su economía para resolver los problemas de su población; que sin una asociación no-subordinada al capital extranjero, posible por la fortaleza de su aparato estatal, jamás darían el salto tecnológico requerido por el desarrollo de sus fuerzas productivas, ¿cómo podrían nuestros países prescindir de una negociación con quienes detentan un práctico monopolio de la alta tecnología? El caso de China es bien ilustrativo. Desde el comienzo de las reformas económicas implantadas por Deng Xiao Ping en 1978, el PIB de ese país se multiplicó por diez y se puso fin a las hambrunas que desde tiempos inmemoriales periódicamente condenaban a muerte a decenas de millones de chinos. Deng se preguntó, ante sus camaradas del Partido Comunista, si China podría, con sus propios recursos, algún día llegar a tener la gravitación internacional que gozaban algunos países europeos como Alemania, Francia o Gran Bretaña. Su respuesta fue un rotundo no. Dijo que para lograr ese objetivo China debía construir un Estado fuerte, para evitar ser sometido al arbitrio de los grandes capitales; que debía atraer la inversión extranjera, con transferencia de tecnología, para apropiarse de los avances tecnológicos de Occidente; que debía lanzar un gran programa de obras públicas, para construir los caminos, puentes, vías férreas, puertos y toda la infraestructura que China requería y, por último, que tenía que realizar fuertes inversiones en educación y en ciencia y tecnología. A la luz de esta reflexión del líder chino, ¿es razonable pensar que países latinoamericanos, incluyendo al Brasil, México y la Argentina, pueden lograr los avances económicos y sociales que esperan sin una negociación con las transnacionales que retienen en su poder los desarrollos tecnológicos más importantes de nuestro tiempo en las principales ramas de la economía? Tomemos el caso de Bolivia y el litio. Durante siglos la oligarquía de ese país mantuvo a su población en la ignorancia y el analfabetismo. ¿Cómo hacer para que, de la noche a la mañana, surja una capa de técnicos del más alto nivel, familiarizados con la más actualizada metodología susceptible de ser empleada para la producción de litio? Por otra parte la extracción y producción del litio, que es criticada por un irresponsable pseudo ambientalismo, tiene un potencial enorme a desarrollar en cuanto energía más limpia y renovable. Pero en Bolivia las transnacionales que elaboran el litio no tienen acceso al salar de Uyuni, que es de donde se lo obtiene y al cual sólo ingresan las empresas estatales. Allí no entra el capital extranjero.

El segundo pecado de los progresismos latinoamericanos (recordar: sin discriminación alguna al interior de esta categoría) fue su fracaso en la pregonada vocación por cambiar la matriz productiva, “más allá de las narrativas eco-comunitarias que postulaban al inicio los gobiernos de Bolivia y Ecuador, o de las declaraciones críticas del chavismo respecto de la naturaleza rentista y extractiva de la sociedad venezolana”. Esta incapacidad demostraría que los gobiernos del grupo no sólo no ingresaron en el terreno del pos-neoliberalismo sino que, por el contrario, agravaron la cuestión ambiental, criminalizaron la protesta social, repudiaron al Convenio 169 de la OIT que establece la protección de los pueblos indígenas y tribales, y deterioraron los derechos anteriormente adquiridos.

Ante esta crítica hay que decir que, efectivamente, al cambio de la matriz productiva resultó ser muchísimo más complicado de lo imaginado. De hecho, en fechas recientes los dos casos más significativos de ese cambio son Corea del Sur y Gran Bretaña: la primera, transitando a lo largo de más de un cuarto de siglo desde una economía campesina atrasada a una de carácter industrial altamente desarrollada; la segunda, desandando la ruta industrial y reconvirtiéndose en una economía de servicios y fundamentalmente de carácter financiero en torno a la City londinense. En los dos casos el período requerido para hacer estos cambios osciló entre los 25 y los 30 años, y en ambos también se contó con la colaboración de Estados Unidos. Por el contrario, en los países latinoamericanos los cambios hay que hacerlos de inmediato, pues a los dos años el gobierno de turno se enfrenta a las primeras elecciones y, para colmo de males, todo debe hacerse en un contexto signado por la persistente animosidad de los Estados Unidos y su tridente desestabilizador: la oligarquía mediática, el poder judicial y la venalidad de los legisladores. Tiempo que, obviamente, es irrisorio para emprender la transformación de la matriz productiva en cantidad y calidad suficiente, teniendo en cuenta la estructural dependencia externa que fue cambiando su modalidad pero sigue vigente desde hace 500 años.

Pero lo que de ninguna manera ocurrió fue que se criminalizara la protesta social o se produjera un deterioro de los derechos adquiridos o se desconocieran los de los pueblos indígenas. Y en caso de que se hubiera producido algo en esa dirección esto no obedeció a una política sistemática sino a excepciones producto de circunstancias coyunturales. Sería bueno que Modonesi y Svampa aportaran algunos ejemplos concretos al respecto, pero no lo hacen. En cambio sugieren que las políticas represivas que normalmente emplean los gobiernos conservadores latinoamericanos encuentran su contraparte en los de signo progresista, lo cual es un error sólo atribuible a un malsano encono en contra de estos gobiernos. Encono que no por casualidad corre en paralelo con el llamativo silencio de nuestros autores en relación a las masivas violaciones a los derechos humanos y las libertades públicas perpetradas por los gobiernos México, Honduras, Colombia y Perú, que ni por asomo suscitan la indignación y la fiereza crítica que sí les provocan las flaquezas y limitaciones de los gobiernos del “ciclo progresista”.

Hay empero una tercera limitación que habría impedido el tránsito hacia el post-neoliberalismo: “la concentración de poder político, la utilización clientelar del aparato del Estado, el cercenamiento del pluralismo y la intolerancia a las disidencias”. Una vez más nos hallamos ante una crítica indiferenciada que en su generalidad nada explica ni nada permite entender. No sólo eso, en su temeraria aseveración los autores hablan, sin aportar un solo dato concreto, de cuestiones tan graves como violación de derechos humanos e, inclusive, de una clara complicidad de los gobiernos progresistas –de nuevo, todos sin excepción- con las estrategias de restauración derechista por la vía electoral. El remate de este disparate es la afirmación de que “salvo parcialmente en el caso del Poder Comunal en Venezuela (…) el andamiaje estatal y partidocrático propio del (neo) liberalismo” ha quedado intacto. Las nuevas y radicales constituciones de Venezuela, Bolivia y Ecuador, que abrieron rumbos en la protección de la naturaleza y en la expansión de los derechos democráticos son arrojadas, sin más miramiento, al trasto junto con la estatización de los bienes comunes y todo un conjunto de cambios que desataron la feroz reacción de la derecha vernácula y el imperialismo. Se verifica una vez más la verdad contenida en el refrán que dice que no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Horizontes emancipatorios y batallas estratégicas: una reflexión final

La parte final del artículo de Modonesi y Svampa dictamina, sobre la base de los gruesos yerros de interpretación arriba mencionados, la acusación final: “estos gobiernos contribuyeron a desactivar aquellas tendencias emancipatorias que se gestaban en los movimientos antineoliberales”. Una desactivación que, según los autores, no es sólo el natural reflujo de un ciclo de luchas o el reposo que sigue a la satisfacción de las demandas largamente exigidas, o la canalización institucional de la lucha de clases cuando los que comandan los Estados ofrecen esa apertura, incluso jugando en contra del poder. El ineluctable resultado de esta verdadera traición de las fuerzas de izquierda o centroizquierda no podía ser otra cosa que el “fin del ciclo progresista”, que se produce por derecha y no por izquierda. De todos modos, Modonesi y Svampa no se desaniman pues perciben, diríamos que con indisimulable alivio, que el derrumbe de aquellos gobiernos da lugar al nacimiento de nuevas resistencias saturadas de rasgos y componentes antisistémicos que antes se agitaban en las entrañas del progresismo pugnando por abrirse paso y que ahora, ante su final capitulación, emergen con fuerza. Componentes de este venturoso renacimiento serían el cuestionamiento del extractivismo, las novedosas gramáticas de lucha de los nuevos movimientos socioambientales, colectivos culturales y asambleas ciudadanas constructoras de una nueva narrativa emancipatoria [11] . De las y los trabajadores y humildes de Nuestra América, que habían visto mejorada su calidad de vida, ni hablar. Conscientes de que las luchas de clases son tan antiguas como nuestra historia, Modonesi y Svampa atenúan la radicalidad de la supuesta ruptura de estas nuevas gramáticas de lucha con las que les precedieron al reconocer que “no pocas izquierdas clasistas hoy comienzan a ampliar su plataforma discursiva, incluyendo conceptos que provienen de aquellos otros lenguajes y, viceversa, la politización de la luchas socioambientales las lleva a buscar y encontrar claves de lecturas que remiten a las mejores tradiciones y prácticas políticas de las izquierdas del siglo XX.”

Sin embargo, consideramos que lo que emerge con vigor es justamente esa fuerza popular que conforma la base de los procesos revolucionarios. Nos referimos al núcleo duro que está defendiendo tenazmente su posición -aun a costa de enormes sacrificios, como en Venezuela- o el que sale a la calle a defender los proyectos progresistas desplazados del poder (Argentina) o destituidos fraudulentamente (Brasil) y que han acumulado una gran experiencia de lucha contra el neoliberalismo. Esos movimientos no esperarán impasibles a que pase otra década de barbarie neoliberal arrasando con todas sus conquistas, sino que ya han comenzado a movilizarse y están debatiendo con qué herramientas políticas y con qué proyectos volverán a disputar los gobiernos en las próximas elecciones. Álvaro García Linera hace poco expresaba con razón que
“lo importante es que esta generación que hoy está de pie, vivió los tiempos de la derrota, del neoliberalismo, vivió los tiempos de la victoria temporal de los gobiernos progresistas y revolucionarios y ahora está en este periodo intermedio. Por lo tanto tiene el conocimiento, tiene la experiencia, para poder volver a retomar la iniciativa. A diferencia de los años 60 o 70 cuando se aniquila una generación, la derrota política y militar y la construcción de una nueva generación va a tardar 30 años. Aquí no, aquí es una misma generación que ha vivido derrota, victoria y temporal derrota y por lo tanto puede tener el conocimiento, la habilidad táctica, la capacidad de construcción de ideas fuerza como para volver a retomar la iniciativa. Si no hacemos eso, este periodo de toma parcial de iniciativa de la derecha puede extenderse y puede ampliarse a otros países de América Latina, lo que sin duda significaría una catástrofe porque, como ya estamos viendo, allá donde triunfa la derecha, derecha es: recorte de lo social, recorte del Estado, recorte de derechos y por lo tanto recorte del bienestar de la población, que fue lo que se logró en esos diez años virtuosos de gobiernos progresistas” [12] .
Por otra parte algunas fracciones sociales o sus organizaciones, descontentas con determinadas políticas de los gobiernos progresistas, como los casos mencionados por nuestros autores, podrán fácilmente confluir en una acción conjunta con los demás grupos que se oponen a los gobiernos de derecha. Saben, por experiencia propia, que estos procurarán avanzar muchos más que los anteriores por sobre sus derechos y los de la Madre Tierra, condonando a los verdugos de las clases populares, como por ejemplo hizo el presidente argentino Mauricio Macri al eliminar las retenciones (impuestos sobre sus exportaciones) a las empresas mineras y a ciertas ramas de la agricultura, entre otros beneficios otorgados a su propia clase.
La posible coincidencia entre los nuevos y los clásicos sujetos y sus respectivas formas y estrategias de lucha abre así insospechadas posibilidades de resistencia tanto contra las tentativas restauradoras de la derecha como ante las insuficiencias y vacilaciones del progresismo. Pero, por sobre todo, defendiendo las conquistas realizadas en el pasado, y entendiendo que los gobiernos de izquierda dentro del amplio espectro del progresismo son la garantía del sostén institucional de esas conquistas.

Concluimos señalando que el trabajo que hemos comentado se inscribe en una larga lista de intervenciones que parten de dos premisas a nuestro juicio erróneas: primero, la indiferenciación entre gobiernos de muy distinto tipo, desde la centroderechista Nueva Mayoría chilena actual, con Michelle Bachelet a la cabeza, hasta el izquierdismo, de fuertes reminiscencias clásicas, de Evo Morales en Bolivia. No hace falta ser un obsesionado por las cuestiones metodológicas para concluir que cualquier afirmación que se haga acerca de tan heterogéneo colectivo tiene un valor apenas relativo, si es que lo tiene. En la mayoría de los casos se llega a proposiciones de escaso valor explicativo. ¿Podemos, en un análisis riguroso, hablar del ¡“populismo” de Bachelet!, especialmente cuando se apela al uso vulgar de esa categoría y se prescinde de un análisis teórico de ese concepto? El marxismo latinoamericano ha hecho algunas contribuciones importantes al esclarecimiento del mismo que podrían haber ayudado a una mejor intelección de la tesis de nuestros autores.

Si la primera premisa errónea es el populismo, la segunda es el anticipado funeral del “ciclo progresista” cuyo fin ha sido proclamado –y en algunos casos anhelado- urbi et orbi por muchos, incluyendo ciertos sectores de una izquierda en cuyo campo de visión todavía no aparece el fenómeno del imperialismo, por imponente y brutal que este sea. Pero un análisis sobrio de la coyuntura demuestra que en Ecuador la Alianza País tiene grandes chances de imponer su candidato en la elección presidencial del 2017; que Evo Morales tiene mandato hasta comienzos del 2019 y que el MAS boliviano tiene amplias ventajas pre-electorales por sobre cualquiera de sus rivales; que en Nicaragua Daniel Ortega sería reelecto por una abrumadora mayoría electoral en el curso de este año. En Mayo Danilo Medina obtuvo 66 % de los votos aplastando al candidato de la derecha en República Dominicana y en El Salvador, Salvador Sánchez Cerén, del FMLN, se ha mantenido en el gobierno pese a las enormes presiones desestabilizadoras de la derecha vernácula y el imperialismo, en un país que, al igual que Ecuador, tiene al dólar norteamericano como su moneda. Otros referentes centrales a la hora de analizar las relaciones de fuerzas en la región son nuestro ya legendario faro cubano y la posible concreción de los acuerdos de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo – (FARC-EP) (plebiscito del 2 de Octubre mediante) que, seguramente, tendrán un lugar importante en la vida política institucional de ese país. La Argentina, con la derrota del kirchnerismo, es la excepción en este cuadro, configurando el único caso de un gobierno progresista derrotado en las urnas, por un estrecho margen y más como producto de insólitos errores del kirchnerismo que de méritos propios de la oposición de derecha. Pero su futuro es incierto. Un informe aparecido en estos días del banco de inversión BCP Securities, Wall Street, advierte que “la población está exigiendo resultados de parte de aquellos que eligieron para gobernar. Falta tan solo un año para las elecciones de medio término y, al ritmo que van, al PRO de Macri lo van aplastar” [13] . En Brasil, la ilegal e ilegítima destitución de Dilma Rousseff instaló en el Planalto a un gobierno usurpador, encabezado por un personaje como Michel Temer a quien votaría en una elección presidencial sólo el 2 % de la población, al paso que un 60 % pide su renuncia. Por otra parte, uno de los condenados por delitos de corrupción, el mega empresario Marcelo Odebrecht, declaró días pasados que Michel Temer había pedido “una ayudita para su partido, el PMDB, y que recibió 10 millones de reales en efectivo” [14] . Ni bien avance esta investigación será muy difícil evitar que Temer sea eyectado del Palacio del Planalto, con lo que debería convocarse a una nueva elección presidencial, para la cual no hay ningún candidato de la derecha que aparezca como probable ganador. En suma: no hay demasiada evidencia concreta que indique que este ciclo ha llegado a su fin. Está enfrentando nuevos desafíos, sin duda, pero de ahí a extender el certificado de defunción hay un muy largo trecho.

Creemos, por consiguiente, que la decisión de someter a discusión la totalidad de la experiencia de los gobiernos subsumidos bajo el confuso rótulo de “progresismo” debe ser bienvenida, porque sin duda hubo, y habrá, errores, turbulencias y contradicciones, como en cualquier otra experiencia política. La crítica y, en especial, la autocrítica son muy importantes en momentos como los actuales, cuando arrecia la ofensiva del imperialismo. Pero esto debe hacerse siguiendo la máxima de Tácito cuando recomendaba examinar las cosas de nuestro mundo sine ira et studio, lo que podría traducirse como “sin odio o animadversión y sin prejuicio o parcialidad”. No es este el caso del trabajo de Modonesi y Svampa, en donde la animadversión hacia las experiencias del progresismo es manifiesta tanto como su parcialidad en el ejercicio de la crítica, donde por lo visto nada ha sido hecho bien y todo está mal. Y la historia es muchísimo más complicada, en donde el bien y el mal se entremezclan de tal modo que se requiere un espíritu muy sobrio y alerta para distinguir el uno del otro.

Sin embargo, desde el punto de vista de la vida concreta de millones de hombres y mujeres que conforman nuestros pueblos, sin duda el bien primó sobre el mal durante más de diez años, en los que si bien no se ha “dado vuelta la tortilla”, se han logrado importantes conquistas materiales, culturales, políticas, en derechos humanos y civiles, y avances en el sueño de la integración latinoamericana, que dignificaron y significaron una fenomenal ampliación de la ciudadanía, -es decir: ampliación de derechos aun dentro del sistema capitalista- al igual que los llamados procesos nacional-populares o populismos de mediados del siglo veinte. La dialéctica de la historia que, obviamente se aleja de cualquier revolución de manual, nos enseña que, aun con todas sus contradicciones, lo que viene después de los gobiernos progresistas -y mucho mas lo será de los revolucionarios- son salvajes intentos por maximizar las tasas de ganancias removiendo a cualquier costo las limitaciones impuestas por movimientos y gobiernos populares. En varios de nuestros países el ataque de la derecha puso a los movimientos sociales en guardia y ya se están erigiendo fuertes resistencias a aquellas tentativas. Por ello, la defensa de los procesos progresistas y revolucionarios que están de pie -aún bajo el intenso e incesante fuego económico, político y mediático del imperialismo y la reacción- es la batalla estratégica de nuestro tiempo. Defensa que no excluye una necesaria autocrítica para rectificar rumbos, pero sin dejar de señalar que, vistos en perspectiva histórica, los aciertos históricos de estos procesos superan ampliamente sus desaciertos y limitaciones.

En una nota reciente uno de los autores de estas líneas decía, a propósito de la crisis en Brasil, que la izquierda latinoamericana debía extraer tres lecciones de lo ocurrido en ese país y que esas enseñanzas tienen un valor general para los países de la región [15] . Primero, reconocer que cualquier concesión a la derecha por parte de gobiernos de izquierda o progresistas sólo sirve para debilitarlos y precipitar su ruina. En coyunturas como estas, la intransigencia ante las presiones de la derecha y la radicalización política son las únicas garantías de supervivencia. Segundo, no olvidar que el proceso político no sólo transcurre por los traicioneros canales institucionales del estado sino también por “la calle”, el turbulento mundo plebeyo. Sólo esta puede detener los afanes golpistas de la derecha, que como se comprobó en Honduras, Paraguay y Brasil, pueden procesarse sin mayores contratiempos en los marcos institucionales del estado burgués. Maduro tiene la calle, Dilma no la tenía. Y esta diferencia explica la distinta suerte de uno y otra. Tercero, las fuerzas progresistas y de izquierda –decepcionadas por la derrota de la “vía armada”- no pueden caer ahora en el error de apostar todas sus cartas exclusivamente en el juego democrático. No olvidar que para la derecha la democracia es sólo una opción táctica, fácilmente descartable. Las elecciones son sólo una de sus armas: la huelga de inversiones, las corridas bancarias, el ataque a la moneda, los sabotajes a los planes del gobierno, los golpes de estado e inclusive los asesinatos políticos han sido frecuentemente utilizadas a lo largo de la historia latinoamericana. Por eso las fuerzas del cambio y la transformación social, ni hablar los sectores radicalmente reformistas o revolucionarios, tienen siempre que tener a mano “un plan B”, para enfrentar a las maniobras de la burguesía y el imperialismo que manejan a su antojo la institucionalidad y las normas del estado capitalista. Y esto supone la continuada organización, movilización y educación política del vasto y heterogéneo conglomerado popular, cosa que pocos gobiernos progresistas se preocuparon por hacer. En otras palabras, la desobediencia civil o la vía insurreccional no violenta de masas, la misma que acabó con el régimen del Shá en Irán, con Alí en Túnez y con Mubarak en Egipto, es un recurso que bajo ningún motivo debería ser descartado.