El 28 de junio de 2009, el presidente de Honduras Manuel Zelaya fue derrocado en una maniobra urdida por el Congreso Nacional, el Tribunal Supremo Electoral y la Corte Suprema de Justicia, en la que también estuvieron involucrados los altos mandos militares.

En esa oportunidad establecimos que se introducía un nuevo mecanismo de cuestionada legalidad para destituir a mandatarios legítimamente elegidos por el pueblo.

Este primer exitoso ensayo en este sentido en la nación centroamericana, donde la oligarquía nacional desató una brutal represión, abrió la puerta para un experimento similar tres años después, el 22 de junio de 2012, contra el presidente Fernando Lugo en Paraguay.

Esta vez la Cámara de Diputados, dominada por la derecha, consiguió iniciar un juicio político contra Lugo, al que se unió además el Senado a la par que las fuerzas represivas azotaban con fiereza al pueblo en lucha por la preservación de la democracia representativa.

El proceso tuvo una secuela similar a la seguida tres años antes en Honduras, para dejar fijado de ese modo un nuevo método de golpe de Estado contra gobiernos legítimamente constituidos.

Como Manuel Zelaya en Honduras, Fernando Lugo en Paraguay quedó fuera mediante una maniobra legalista, tan burda como la primera.

De este modo se vio la efectividad del método que, más allá de protestas de los gobiernos amigos y de denuncias de las organizaciones progresistas o de izquierdas, no consigue revertir el proceso de la reimposición de un neoliberalismo atroz, capaz en su momento de reprimir a sangre y fuego la indignación popular.

Es el método, con el apoyo de la maquinaria propagandística de la oligarquía mediática transnacional, que se ha venido ensayando contra el presidente constitucional Nicolás Maduro en la República Bolivariana de Venezuela, desde la muerte en marzo de 2013 del presidente comandante Hugo Chávez Frías.

El miércoles 31 de agosto de 2016, se consumó por el Senado brasileño el golpe de Estado contra la presidenta Dilma Rousseff, del Partido de los Trabajadores (PT), promovido formalmente desde el 12 de febrero de 2015 por parlamentarios del Partido Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), que figuraba como ‘aliado’ de su gobierno.

El 12 de mayo de 2016, el Senado decidió votar a favor del juicio político contra la presidenta constitucional de Brasil por lo que en el gigante sudamericano se denomina ‘pedaladas fiscales’, que en este caso consistió en el presunto desvío de fondos para programas sociales con el alegado propósito de favorecer la reelección de Dilma Rousseff en los comicios de 2014.

A partir de la maniobra de acoger en el Senado, encabezado por el derechista Michel Temer -que en la actualidad usurpa la Presidencia de Brasil-, el juicio de residenciamiento en su contra, Dilma Rousseff se hallaba apartada de sus funciones en el Ejecutivo.

La votación de 61 senadores, de los cuales 41 se hallan cuestionados por corrupción, incluido el marrullero Temer, ahora alzado con la presidencia de Brasil, cumplió su objetivo de sacar de carrera el programa político del Partido de los Trabajadores.

Temer, compañero de boleta electoral de Dilma en las elecciones de 2010 y nuevamente en 2014 para un segundo mandato, es un hombre vinculado desde 2006 a los servicios de inteligencia militar de Estados Unidos, según un documento oficial filtrado por Wikileaks.

Su objetivo es desviar el curso de izquierda que llevaba Brasil para reinsertarlo -al igual que ha ocurrido en Argentina tras la derrota de los aliados de Cristina Fernández de Kirchner- en la nueva corriente neoliberal que se expande por el continente americano a partir de 2009, cuando Washington propició el derrocamiento de Zelaya en Honduras.

Han bastado 61 votos de los senadores para echar abajo el sueño de 54 millones de hombres y mujeres brasileños que depositaron su sufragio a favor de Dilma Rousseff.

A pesar de que desde distintos lugares del mundo se ha repudiado la maniobra para despojar a Brasil de un gobierno que sacó de la miseria a 35 millones de ciudadanos excluidos por los gobiernos de derecha, incluido los encabezados por el Partido Movimiento Democrático Brasileño del presidente golpista Michel Temer, y elevó el ingreso de otros 40 millones, es muy difícil que el Partido de los Trabajadores pueda reponerse de inmediato de este golpe porque el comején de la corrupción se apropió de la estructura gubernamental de la nación brasileña, particularmente en las cámaras legislativas.

De este modo se consigue uno de los objetivos principales, que es revertir el programa progresista que Luiz Inácio Lula da Silva impulsó desde la silla presidencial de enero de 2003 a enero de 2011, cuando pasó el batón de la presidencia a Dilma Rousseff como su legítima sucesora y continuadora de los objetivos del Partido de los Trabajadores.

Hay que dejar sentado que en todo el proceso no se ha adjudicado ninguna acción que justifique la destitución de la Presidenta, más allá de demostrar que la democracia representativa -tal y como la conciben las oligarquías nacionales- solo sirve para simular la farsa del poder compartido mientras se mantienen intactas las estructuras de explotación para beneficio de una minoría nacional.

De momento, el PT ha quedado descolocado en el escenario político actual y, como ha pasado en Honduras o Paraguay, las manifestaciones de repudio no parecen tener ningún efecto en los golpistas, contrario a lo que sucedió el 11 de abril de 2002 en la República Bolivariana de Venezuela.

En esa ocasión el oligarca Pedro Carmona Estanga se convirtió en presidente de facto al derrocar junto a militares traidores al gobierno legítimo del comandante Hugo Chávez Frías, que finalmente retomó el mando el 13 de abril de 2002, ante la oleada humana que bajó de los cerros al centro de Caracas para enfrentar a los golpistas que huyeron desbandados.

Corresponderá a Lula da Silva, a quien se vislumbraba como un potencial candidato a la presidencia en 2018, reorientar el curso del proceso brasileño con una revisión de la política del Partido de los Trabajadores que, en el curso de estos años, ha sufrido erosiones muy sensibles a partir de la cuestionada conducta de algunos de sus dirigentes.

Ante el escenario que se ha vivido en Brasil y el acoso a que se encuentra sometido el gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela, producto de las maniobras del binomio oligarquía nacional-imperialismo, hay que plantearse nuevamente si los pueblos de América Latina y el Caribe deben jugar el juego de la llamada democracia representativa o acelerar los procesos revolucionarios para evitar que se socave desde adentro -con el financiamiento de Estados Unidos- todo hálito de progreso para las grandes masas excluidas.

No debemos olvidar otros procesos golpistas contra el presidente de Ecuador, Rafael Correa, y el de Bolivia, Evo Morales, actualmente sometido a mecanismos desestabilizadores que los grandes medios soslayan en espera de su consumación, mientras aprietan el paso en Venezuela.

Ni tampoco debemos olvidar que ya marcha a galope Argentina sobre el potro del neoliberalismo retrógrado -valga el pleonasmo-, impulsado por Mauricio Macri, luego de la derrota electoral del sector progresista que encabezaba la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, a la que ahora se persigue por la vía judicial.

Ante este escenario, se hace necesaria una revisión de los procesos progresistas para que conduzcan a la desarticulación de las estructuras de derechas financiadas por el imperialismo estadounidense y europeo, que van llevando a la humanidad hacia una debacle.

*Secretario General de la Federación Latinoamericana de Periodistas (Felap) y presidió la Asociación de Periodistas de Puerto Rico.

Tomado de Prensa Latina