I

Durante los años de la Guerra Fría se hablaba del «mundo libre», opuesto al ¿mundo de las tinieblas? que quedaba más allá de la «oprobiosa e infame» Cortina de Hierro. El Muro de Berlín fue, quizá, su ícono por excelencia.

La propaganda de Occidente (eufemismo por decir «mundo capitalista») pregonaba insistentemente que más allá de esa frontera ideológica (¡y militar!) que dividía el mundo, reinaba la más completa falta de libertad y desasosiego, mientras que, por aquí, teníamos el reino de la bonhomía y la prosperidad. Pero más que nada: ¡de la libertad! ¿Alguien se lo habrá creído? Seguramente sí. En eso consiste, justamente, la ideología. El manejo de las mentes no es algo nuevo; el ejercicio del poder va siempre de la mano de ello. «Pan y circo» decían los romanos hace dos mil años; la historia no ha cambiado mucho.

Hoy por hoy asistimos a una compleja y muy bien estructurada tecnología del manejo de las mentalidades colectivas; del circo, dicho en otros términos. De hecho, se habla de una guerra de cuarta generación, término acuñado por el estratega militar estadounidense William Lind en 1989 para referirse a este tipo de lucha donde no hay un enfrentamiento directo entre dos cuerpos combatientes regulares, sino que se trata de dominar al oponente por medio de todo tipo de ardid, entrando allí el manejo de lo mediático, de la psicología colectiva, de la verdad. En otras palabras, se retoma aquella máxima de los nazis de «Una mentira repetida mil veces termina haciéndose una verdad». En la guerra la primera víctima es la verdad, se ha dicho. No caben dudas que la guerra social sigue, aunque nos habían dicho que las luchas de clases ya habían terminado (aunque nunca nos dijeron exactamente cuándo y de qué modo).

En ese marco de mentiras bien urdidas, se nos dijo hasta el cansancio que nosotros éramos el «mundo libre». Ahora el mundo ya no está dividido en estos dos grandes bloques. El socialismo murió (o, al menos, eso es lo que se nos dice). ¿Viviremos todos, entonces, en el reino de la libertad? Bueno, quedan islas de oprobio aún, según se nos sigue diciendo. Cuba y Corea del Norte, por ejemplo. Pero nosotros nos podemos dar por contentos porque estamos del lado de la libertad.

II

Un niño de nueve años me preguntó los otros días qué es la libertad. ¡Pregunta por demás difícil de responder! ¿Cómo explicarlo convincentemente? Se me vino a la imaginación esto del mundo dividido en los «libres» y los «no libres». ¿Esclavos habría que decir, con mayor precisión? Siguiendo esa lógica, si somos libres, obviamente no somos esclavos.

Pero ahí empezaron los problemas: vivimos en países libres, pero ¿libres de qué? De poder elegir, pensé rápidamente. ¿Elegir qué? Si es a las autoridades de gobierno, eso es tan relativo que no me atreví de manifestárselo a mi infantil interlocutor. Uno elige a quienes lo van a gobernar por un cierto tiempo, entendiendo que ellos son nuestros representantes.

¿Lo son? ¿Me representan? Lo reflexioné seriamente, y no me atreví a mentirle a mi inquisidor. Nuestras autoridades gubernamentales no nos representan en lo más mínimo, por supuesto. ¿Cuántas veces por mes, o por semestre, o por año -bueno…, digámoslo claramente: ¿cuántas veces en la vida?- un funcionario electo por voto popular nos consulta algo para luego, supuestamente representándonos, transformarlo en una acción de gobierno? Creo que nunca. Es por ello que no pude decirle a mi joven demandante que allí había libertad. Podemos elegir libremente a un mentiroso que manejará las palancas de la estructura estatal, y terminado su período no habré cambiado en mucho. ¿Eso es libertad: ir a votar? No me pareció correcto decir eso.

Quise enfocar la respuesta, entonces, por el lado económico. Soy libre, claro, de «hacer dinero» si lo deseo. Onassis lo hizo en su momento, o Bill Gates, según nos cuenta la historia. Pero… ¿es cierto eso? La gran mayoría, inmensamente grande mayoría, no sale de pobre, aunque trabaje y se esfuerce toda la vida. Por lo que se ve, no somos tan libres. ¿Dónde está la libertad entonces?

¡En lo que consumimos! Ahí pude encontrar ese nivel de libertad con el que tanto se nos bombardea. «Estamos condenados a ser libres», había dicho Jean-Paul Sartre. Por tanto, parece ser que con esto de comprar lo que me plazca podemos encontrar la verdadera libertad. Aunque pensándolo bien… ¿es cierto eso? ¿Por qué consumimos lo que consumimos?

Si lo profundizamos, no parece muy libre todo esto. Consumimos ¿enfermizamente? una cantidad creciente de productos solo porque nos lo imponen. ¿Para qué tomamos bebidas gaseosas? ¿O por qué cambiamos los modelos de aparatos de la industria moderna cada cierto tiempo? (refrigeradoras, teléfonos móviles, hornos a microondas, automóviles, computadoras, y una larga, casi interminable lista de productos). Me pregunto seriamente: ¿alguien decide con libertad el modelo de teléfono que hay que usar, por ejemplo? Pareciera que no. Las modas, la presión de la publicidad, la corriente que nos arrastra, nos fuerza en casi todas (¿en todas?) las decisiones de compra de algún bien o servicio.

Pero algo más profundo aún: ¿de dónde salió eso que compramos lo que queremos, con total libertad? En todo caso, en los opulentos países del Norte (que albergan apenas el 10% de la población planetaria), existe un alto poder de compra. En los del Sur (¡el grueso de la Humanidad!), a duras penas se sobrevive. Como alguien expresó alguna vez: «en el Norte se discute sobre la calidad de vida; en el Sur…, sobre su posibilidad». Por más que los escaparates estén llenos de mercaderías y tenga toda la libertad del mundo para comprar lo que quiera, el bolsillo me dice que eso no es así. La libertad, una vez más, queda en entredicho.

¿Entonces: qué es la libertad? Se me hacía difícil encontrar la respuesta adecuada para mi joven interrogador. ¡Pero la encontré!

III

¡La libertad de locomoción! Podemos irnos libremente de un lugar a otro. Esa es la libertad que tenemos. Y reflexioné que en los países aquellos de la ignominia, de la noche eterna donde no había libertad, los que estaban detrás de la «bochornosa Cortina de Hierro», su población tenía que escapar si quería la libertad. Aquí, en nuestros países libres, podemos irnos de un lado para otro cuando queramos. ¡Eso es la libertad!

Aunque…, bien pensado: eso no es exactamente así. En los países pobres de lo que antes se llamaba Tercer Mundo (pero que ahora, aunque no se les llame así, siguen siendo pobres), la gente no puede viajar con tanta facilidad precisamente. Comprar un boleto aéreo es cosa seria, muy seria. Averigüé un poco, y en nuestros pobres países del Sur (que son la amplísima mayoría del mundo) muy buena parte de sus habitantes nunca subió a un avión. En todo caso, si viajan, en general lo hacen como migrantes irregulares a los países más prósperos. Y así vemos corrientes monumentales de pobres que se van arriesgando su vida, cruzando mares o desiertos en condiciones de alto peligro, para buscar el «sueño» de algún país tentador. ¿Eso es la libertad?

La verdad, no me atreví a decirle a mi interlocutor que eso es la libertad, porque me pareció muy frágil la respuesta. Se decía que de Cuba escapaba la gente por la «dictadura comunista» que los encerraba. Me informé, y encontré que en la actualidad 30 personas por día abandonan la isla, con una población de 11 millones y medio de habitantes. Lo comparé con Guatemala, que no está muy lejos; allí, con una población de 15 millones de personas, no menos de 200 salen diariamente con rumbo a Estados Unidos. En el país centroamericano hay libertad, pero se va más gente (en realidad: huye de la pobreza crónica) que de Cuba.

Me empecé a encontrar sumamente contrariado por no poder darle una respuesta convincente y bien fundamentada a quien me había interrogado. Pero ¿es que no somos libres de nada entonces? ¡Y finalmente creí haberlo encontrado!: ¡el suicidio!

Yo, y solamente yo, puedo decidir lo que hago con mi vida. Suicidarse es el más alto indicador de libertad. Había encontrado la respuesta, y estaba ya casi listo para dársela a quien me había preguntado…, pero siempre hay un aguafiestas.

Por un lado, me dijo un sacerdote amigo que no es de buen católico suicidarse, que dios no desea eso, y que quien lo hace -contrariando la voluntad divina, que es la única instancia que puede disponer de nuestras vidas- no va al cielo sino que arderá eternamente en el infierno.

¡Y no solo eso! Otra amiga, psicoanalista ella, me dijo que no es cierto que esa es una decisión voluntaria. «La sombra del objeto ha caído sobre el Yo», me explicó para fundamentar el suicidio. Fórmula, por cierto, que no entendí bien, pero que se me aclaró cuando me dijo que, según Freud, el iniciador del psicoanálisis, «nadie es dueño en su propia casa». Es decir: que nuestras aparentes decisiones voluntarias no son tales. Y me puso como ejemplo para graficarlo el nombre propio: algo que nos hace ser lo que somos, que nos acompaña toda la vida, lo más propio que tenemos, no lo elegimos nosotros. ¡Patético! ¿no? Nuestros actos, nuestras conductas, nuestras decisiones más personales, aparentemente libres, no son tales; continuamente hay una vida psicológica que, aunque digamos racional, no depende de nuestra voluntad: ¡es inconsciente! Y me explicó que eso lo vemos en los sueños, en los actos fallidos, en el chiste, pero fundamentalmente en los síntomas, las inhibiciones y las angustias que nos acompañan. No soy libre de decidir mi vida…, ni mi muerte.

Llegado a ese punto, ya no supe qué decirle a mi amiguito. Pero como no podía dejarlo en ascuas, le contesté con algo que, quizá, le resultó incomprensible, pero él es libre de tomarlo o no: la libertad es una estatua francesa obsequiada al gobierno estadounidense que se encuentra a la entrada de Nueva York.