Agnese Marra
Problemas de transporte, de seguridad y obras atrasadas forman parte del colapso social, político y económico en el que Río de Janeiro va a inaugurar la mayor fiesta del deporte. Horas antes de que la antorcha olímpica entre al estadio de Maracaná la ciudad carioca
también se convertirá en un escenario de manifestaciones.
Hace siete años miles de brasileños celebraban en Copacabana que Río de Janeiro se convertía en la primera ciudad suramericana en celebrar unos Juegos Olímpicos. «Es una victoria de América Latina», decía el expresidente Lula, a punto de finalizar su segundo mandato con un 85% de popularidad sobre sus hombros.
Eran años dulces para Brasil. El gigante latinoamericano era reconocido mundialmente como un líder regional, a punto de ser la quinta economía del mundo. Más de treinta millones de brasileños salían de la miseria y demostraban el éxito de las políticas sociales. Los hallazgos petrolíferos auguraban un futuro económico prometedor.
Hoy la situación no podía ser más distinta. Brasil celebra sus JJOO en plena crisis política, económica y social. La presidenta Dilma Rousseff está apartada de sus funciones desde el pasado 12 de mayo por un polémico impeachment del que se sabrá su resultado definitivo a finales del mes de agosto. El expresidente Lula, que dejó el mandato como el más querido del país, hoy es odiado por buena parte de las clases medias y hace una semana la Fiscalía General del Estado le declaró «reo» acusado de obstrucción a la Justicia, lo que le coloca con grandes probabilidades para ir a la cárcel. La deuda de Brasil aumenta, el paro también y las amenazas de recortes sociales del presidente interino, Michel Temer, rechazado por el 86% de la población, tienen en vilo a las clases populares del país.
La ciudad olímpica hoy es el reflejo y el escenario de este colapso social. Las escuelas públicas llevan meses en huelga; policías y bomberos no reciben sus salarios a tiempo; los hospitales cierran unidades de urgencia y le quitan camas a sus pacientes para reservarlas con exclusividad para los Juegos Olímpicos. El mega evento deportivo ha sacado a la luz la desigualdad de la sociedad carioca y la fragilidad de sus instituciones públicas con un Gobierno que en los últimos años se ha preocupado más por contentar al sector privado.
El propio Comité Olímpico Internacional (COI), poco dado a dar opiniones de los países sede, ha reconocido que «Brasil vive una de las peores crisis de su historia». La frase viene después de tres días de examen donde la ciudad ha suspendido en transporte, seguridad y en las propias infraestructuras: «Espero que no tengamos que pasar nunca más por este nivel de estrés», decía este jueves el presidente del COI, Thomas Bach.
La mala organización del transporte, que durante los primeros días de la semana causó atascos de varias horas entre el centro de la ciudad y el Parque Olímpico, fue la crítica principal: «Los entrenadores y los atletas están muy preocupados de llegar tarde a las pruebas», decía Bach. El alcalde de la ciudad, Eduardo Paes, como respuesta decretó días festivos tanto el jueves como este mismo viernes y pidió a los cariocas que evitaran desplazarse por la ciudad para descongestionar las vías de acceso a las instalaciones deportivas.
La seguridad ha sido el otro gran dolor de cabeza de última hora cuando la semana pasada la empresa responsable del control de rayos X en las entradas a las instalaciones olímpicas, reconocía que no podía asumir tamaño trabajo. Sin tiempo para buscar nuevas empresas, se decidió que las Fuerzas Armadas también se encarguen de esta tarea sin apenas haber recibido un entrenamiento específico.
A pesar de que el Gobierno Federal ha donado casi un millón de euros en el último mes para reforzar la seguridad, no se han evitado situaciones tan difíciles como las que vivió el jueves un autobús del equipo de baloncesto chino cuando al salir del aeorupuerto se encontraron en medio de un tiroteo entre policías y narcotraficantes. Sin embargo las calles del centro, Copacabana e Ipanema están atestadas de militares y policías con armas de guerra que en teoría deberían transmitir seguridad a los turistas: «Nunca había visto un arma tan grande, a mí me da más miedo que calma», decía Silvana, una turista italiana que venía a visitar a un amigo y no estaba interesada en el evento.
Durante las próximas tres semanas además de ciudad olímpica, Río de Janeiro será una ciudad de protestas. Horas antes de que la antorcha entre al estadio de Maracaná, las manifestaciones se repartirán por diversos barrios. La primera será a las 11 de la mañana en la playa de Copacabana donde se concentrarán los cariocas para protestar contra el proceso contra la presidenta Rousseff y para pedir la salida del mandatario interino, Michel Temer. A las dos de la tarde grupos de afectados por el evento deportivo se reunirán en la plaza de Cinelandia, y a las cinco de la tarde se concentrarán en la plaza Saens Penha, en el barrio obrero de Tijuca.
Los habitantes de las favelas son algunos de los más críticos: «Nos han quitado nuestras casas, matan a nuestros hijos y llenan de militares nuestros barrios, cómo podemos estar contentos con esto», dice Eunice Silva, habitante de la favela de la Maré desde hace 25 años. Y es que según del Comité Pupular de la Copa y las Olimpíadas, estos Juegos han provacado el desalojo de al menos 77.000 personas, y Amnistía Internacional relaciona el evento con el aumento de la violencia policial de los últimos meses: «En mayo la policía militar mató en la ciudad a un 135% más de jóvenes que en el mismo mes de 2015», denuncia un informe de la organización.
Los casi 11.000 millones de euros que ha costado la fiesta deportiva, 6.000 millones más de lo previsto, ponen a las constructoras involucradas bajo sospecha de corrupción. La constructora Andrade Gutiérrez llegó a reconocer el mes pasado que para la remodelación del estadio del Maracaná tuvo que «sobornar» al ex gobernador de Río de Janeiro, Sergio Cabral (PMDB). A su vez entre 2008 y 2013 las grandes empresas que invirtieron en obras olímpicas se beneficiaron de exoneraciones fiscales que le costaron al gobierno de Río de Janeiro alrededor de 70 billones de euros, un dato del que apenas se habla: «Es inconcebible que les den esos beneficios a las constructoras y no paguen el salario a los funcionarios públicos», decía Marcelo Freixo, diputado de la Asamblea de Río de Janeiro por el PSOL y uno de los políticos más críticos con la organización y ejecución del evento.
Bajas en la ceremonia
La crisis política del país ha provocado que la imagen de los Juegos Olímpicos, de por sí bastante negativa, haya quedado todavía más ensombrecida. La ceremonia de este viernes en el estadio de Maracaná será una de las que tenga menor número de jefes de Estado. De los 206 países que participan en los Juegos, hasta ahora sólo 45 delegaciones han confirmado la presencia de sus primeros ministros. En la edición de Londres (2012) fueron 95, mientras que en la de Pekín (2008) hubo 86. En esta ocasión el resto de delegaciones vendrán acompañadas de sus ministros de Deportes o de Exteriores.
Lejos quedan las palabras del ex presidente Lula cuando en 2009 dijo que «aunque no fuera como presidente» iría a la ceremonia de 2016 «como ciudadano orgulloso de mi país». Sin embargo, el impeachment que tiene apartada a quien él mismo eligió como sucesora, ha hecho que decida no comparecer al evento por el que años atrás se le saltaban las lágrimas.
Rousseff fue una de las primeras en confirmar que no asistiría a la inauguración de «algo por lo que había luchado mucho» y de lo que ahora se «apropiaban traidores», en referencia al presidente interino, Michel Temer, quien apenas dirá una frase por miedo a represalias. Debido a un problema de salud, hasta última hora del jueves no se sabía si Pelé sería o no el encargado de encender esta noche la pira olímpica en el estadio de Maracaná. Sus familiares dijeron que querían convencerle, pero su asistencia hasta ahora no está confirmada.
El empate a cero con Suráfrica en el estreno de la selección canarinha de fútbol tampoco ha colaborado para calentar los ánimos de los brasileños: «La crisis la tenemos hasta en el fútbol, a ver qué hacemos en los otros deportes», dice Marcos Diniz, un ingeniero de 28 años que está contento de tener mañana el día libre y de ver la ceremonia desde el sofá de su casa.