EL QUINTO PATIO

CAROLINA VÁSQUEZ ARAYA

 

Enconcharse en la vida propia e inmediata parece ser un recurso cultural propio de sociedades organizadas bajo un régimen de silencio. Desde la infancia se impide la libre expresión y desde ese punto de partida, ya con la represión bien instalada como rasgo de educación y buena conducta, seguimos el camino hacia una adultez cargada de hipocresías.

 

Si a eso añadimos un patriarcado machista y extremo contra el cual no hay modo de rebelarse sin parecer desquiciada y loca, tenemos una vida normada bajo pautas ajenas, creadas con el fin de llevar la obediencia al sistema a fuerza de leyes y reglamentos aparentemente indiscutibles. De hecho, así funcionan las Constituciones cuyo contenido, sin ser necesariamente malo para la concordia ciudadana, tampoco representa una garantía de bienestar para las mayorías.

 

Ese es, por ejemplo, el caso del aborto. Tema espinoso como ninguno, precisamente porque a partir de conceptos sectarios y profundamente fundamentalistas, surgidos de instituciones de eminente corte patriarcal, ha sido reproducido por cortes y asambleas de estilo similar, sin la menor incidencia de voces femeninas.

 

Pero las voces femeninas sí se han hecho escuchar desde los sectores más conservadores para condenar su práctica y convertirla en un asunto de moral, de pecado —perverso como ningún otro— perpetrado por mujeres libertinas y malvadas. Estas mujeres carentes de sentimientos atentan contra el decoro y las buenas costumbres, y la sociedad tiene la obligación de imponer severos castigos a quienes cometan tan graves fechorías.

 

Lo que esas voces no consideran en el predicado son los derechos humanos de las mujeres, las niñas y adolescentes víctimas de incesto y violación. De acuerdo con estudios ampliamente divulgados desde que el tema de violencia contra las mujeres por fin saltó a los medios de comunicación (después de un silencio de siglos), de cada tres mujeres, por lo menos una sufre de una agresión sexual. Son agresiones muchas veces no denunciadas por miedo a las represalias del agresor, a la condena social, a la vergüenza.

 

En Chile, el no muy brillante expresidente Piñera le negó el derecho al aborto a una niña de 11 años, con un embarazo de alto riesgo, producto, obviamente, de una violación. El mandatario, al ver a la niña, adujo que la menor había mostrado “profundidad y madurez”, y por lo tanto debía tener a ese hijo a como diera lugar porque “en este país la vida de la madre está siempre en el primer lugar” (sic).

 

Sin embargo, esa actitud obtusa del expresidente de Chile —por cierto, un país extremadamente conservador y machista— no es única en el continente.

 

La negación de un aborto seguro en casos de violación y en embarazos de alto riesgo, tanto para la madre como para el feto, son frecuentes a todo lo largo y ancho de Latinoamérica y en muchos otros países del mundo. Es el castigo supremo para una mujer o una niña que exige su derecho a la vida. La visión patriarcal, de resortes bien aceitados para defender la postura extrema de negar ese derecho sin tener ni haber tenido una experiencia similar en carne propia, de no ser tan nefasta resultaría hasta ridícula.

 

Remitirse a la idea absurda y retorcida de creer que las mujeres disfrutan abortando es el colmo de la ignorancia. El aborto es un drama personal subsecuente a otro drama como la agresión sexual, cuando ha sido ese el motivo. Como corolario, es preciso subrayar, ese recurso extremo está muchas veces a disposición de quienes pueden pagar fortunas en hospitales privados para obtenerlo en ambiente seguro. Las mujeres pobres, que se resignen.

 

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