Edgardo Ordoñez
Rebelión

 

Resumen

Un rasgo importante del actual proceso de globalización consiste en que los sentimientos de miedo acosan cada vez con más fuerza a los habitantes de la aldea global. El incremento del terrorismo, las amenazas ambientales, los riesgos asociados al desarrollo de nuevas tecnologías y, en general, la atmósfera de inestabilidad que caracteriza la vida contemporánea, se traducen en una creciente propagación del miedo. En este artículo examinaremos primero las principales causas por las cuales la sociedad actual resulta tan vulnerable frente al miedo, especialmente el derivado del terrorismo. Luego, veremos de qué modo los medios de comunicación acrecientan esta vulnerabilidad. Al final, mostraremos en qué sentido estamos asistiendo al surgimiento de una sociedad global en estado de miedo permanente.

Un nuevo fantasma recorre el mundo: el miedo. La novedad no procede del miedo en sí mismo (pues este sentimiento acompaña a los seres humanos desde los orígenes de la especie), sino de las formas que adopta su protagonismo en el escenario de la sociedad global. La creciente integración de las relaciones económicas, políticas y culturales a lo largo y ancho del planeta ha traído consigo efectos colaterales no deseados, entre los cuales la difusión global del alarmismo y de los sentimientos de miedo e incertidumbre está pasando a primer plano. Las fuentes de las que se nutre esta tendencia son diversas. Si bien la atención de la opinión pública mundial actualmente gravita alrededor de la preocupación por el incremento del terrorismo, también están a la orden del día los temores suscitados por la degradación ambiental planetaria, por el desarrollo de tecnologías potencialmente peligrosas, por las crisis económicas y, en general, por la atmósfera de inestabilidad y zozobra que caracteriza la vida contemporánea. Ello ha generado una creciente globalización del miedo que con frecuencia se traduce en miedo a la globalización.

La situación resulta paradójica en la medida en que una de las metas de la modernización consistía en minimizar los peligros que atemorizan a los individuos. Las pólizas de seguros, los sistemas de seguridad social, los implementos técnicos y médicos, así como otros mecanismos de control, fueron diseñados con el objeto de resguardar en lo posible a las personas de accidentes y calamidades, creando un clima de confianza y confort en el que la vida pudiese transcurrir sin angustias. Sin embargo, pese al elevado nivel de eficiencia que han alcanzado las instituciones y las tecnologías modernas, la vida contemporánea se caracteriza por la sensación de continuo sobresalto que impregna la existencia cotidiana de la gente. Luego de las terribles experiencias históricas del siglo XX, la caída del Muro de Berlín pareció abrir una época de apaciguamiento de las tensiones internacionales; no obstante, apenas 15 años más tarde, con el auge del terrorismo y la persistencia de la violencia en numerosas zonas del mundo, resulta apenas obvio que se trataba de una impresión infundada. Las nuevas tecnologías, lejos de apagar el clamor de las alarmas que advierten sobre la amenaza de un colapso ambiental, parecen haberlo agudizado y diversificado. ¿Cómo explicar esta curiosa inversión por la cual el miedo creciente aparece como resultado no esperado del propio proceso modernizador destinado a combatirlo?

De la globalización de los riesgos la globalización del miedo

En años recientes Ulrich Beck ha desarrollado el concepto de sociedad del riesgo para subrayar el rol que los sentimientos de incertidumbre y temor juegan en la sociedad globalizada. Según este autor, el proceso de modernización conduce a una situación en la que la probabilidad de trastornos y de desastres es mayor y no menor que antes, debido a los factores de riesgo que se generan a medida que la complejidad de los entramados institucionales aumenta, y a medida que la ciencia y la tecnología introducen nuevos implementos y procedimientos cuyos efectos son difíciles de prever tanto como de controlar. Beck plantea que el mundo moderno «incrementa al ritmo de su desarrollo tecnológico la diferencia entre dos mundos: el del lenguaje de los riesgos cuantificables, en cuyo ámbito pensamos y actuamos, y el de la inseguridad no cuantificable, que también estamos creando» (2003, p. 16).

En una línea argumentativa parecida, Giddens distingue (2000, p. 38 y ss) los riesgos naturales tradicionales de los riesgos manufacturados—es decir, aquellos producidos por el propio avance de la modernidad—y sostiene que la proliferación de estos últimos constituye uno de los elementos que definen la atmósfera de nerviosismo de la civilización contemporánea. Este punto de vista, pese a la porción de verdad que contiene, resulta insuficiente para explicar la propagación global del miedo. Si bien es cierto que los riesgos son ahora de carácter global, de ello no se infiere que nuestra época sea más peligrosa que otras anteriores. La sociedad se globaliza y, con ello, cambia el marco para la interpretación de los riesgos que la acechan, pero todavía hace falta saber cómo funciona la relación entre los riesgos y su percepción por parte de la sociedad. De hecho, contra lo que quizá podría suponerse, la relación entre riesgo y miedo con mucha frecuencia no es directamente proporcional. El miedo puede alcanzar con facilidad niveles desproporcionados en relación con los riesgos reales, mientras que situaciones de alto riesgo pueden en ocasiones ser asumidas con tranquilidad y sangre fría. Esto parece indicar la conveniencia de distinguir la globalización de los riesgos de la globalización del miedo. Veamos.

La globalización de los riesgos es un hecho que comienza a cuajar en la época de los grandes descubrimientos geográficos, quinientos años atrás. Como ha mostrado Giddens, las culturas anteriores a la modernidad tenían el concepto de miedo pero no el de riesgo, debido a que este último designa amenazas o eventualidades que se analizan en relación a posibilidades futuras. En términos de Giddens, la idea de riesgo «sólo alcanza un uso extendido en una sociedad orientada hacia el futuro», ya que «supone una sociedad que trata activamente de romper con su pasado—la característica fundamental de la civilización industrial moderna—» (2000, p. 35). De acuerdo con este planteamiento, las sociedades tradicionales—a causa de su orientación hacia el pasado—no necesitan el concepto de riesgo. Los exploradores españoles y portugueses fueron los primeros en utilizar el término «riesgo», con el cual designaban la navegación en aguas desconocidas. El origen del término, por consiguiente, involucra tanto el temor que produce la exploración de un espacio ignorado (nuevos mares, nuevos territorios) como el que produce la incertidumbre acerca del futuro (el resultado del viaje, la llegada a buen puerto). Con el desarrollo del sistema bancario, los inversionistas precisaron el sentido del término al utilizarlo para designar la evaluación de las posibilidades de éxito o fracaso de un proyecto. Por este camino, la racionalización de los riesgos condujo al desarrollo de las empresas aseguradoras y los sistemas estatales de bienestar. Desde la revolución industrial, los riesgos adoptan un cariz cada vez más global, debido al impacto trasnacional de las nuevas tecnologías y a la creciente integración de regiones distantes del planeta posibilitada por los modernos sistemas de transporte y de comunicación.

La globalización del miedo es un hecho de naturaleza distinta. A diferencia del riesgo, el miedo no surge con la modernidad sino que la precede, y aun podríamos decir que, en cierto modo, precede y acompaña toda civilización, en la medida en que las sensaciones de miedo hunden sus raíces en el desarrollo biológico de la especie. Pero, como ha advertido Taussig, el miedo «no sólo es un estado fisiológico, sino también social» (1987, p. 5). Numerosos autores han señalado la importancia de la elaboración cultural del miedo y del terror. Rossana Reguillo, por ejemplo, muestra cómo, aunque son las personas concretas las que sienten miedo, «es la sociedad la que construye las nociones de riesgo, amenaza, peligro y genera unos modos de respuesta estandarizada, reactualizando ambos, nociones y modos de respuesta, según los diferentes períodos históricos» (2000, p. 65). Consideremos uno de los casos que utiliza la autora para ilustrar esta idea. Frente al aumento de la actividad del volcán Popocatépetl en México a finales del siglo XX, las comunidades indígenas y campesinas que vivían en las laderas del volcán fueron presionadas por el gobierno para abandonar sus terruños y su modo de vida. Sin embargo, esa perspectiva (cuya conveniencia era respaldada con detallados estudios y mediciones por el Centro Universitario para la Prevención de Desastres Regionales) les causó un temor mayor que la de permanecer al lado de «Don Goyo» (como llaman ellos al volcán), de quien dicen que ha hablado en sueños con los mentores de la comunidad y les ha asegurado que «no piensa hacer daño». Los campesinos e indígenas perciben los aparatos de medición de los científicos como una amenaza mucho más temible que las señales de actividad del volcán—a diferencia de los habitantes de las zonas urbanas aledañas, que sí confían en las advertencias de los científicos y ven al volcán como un auténtico peligro—. Este ejemplo muestra que los miedos humanos no se nutren solamente de condicionamientos biológicos, sino también de formas de temer y de recelar que son aprendidas en el seno de la vida social o comunitaria. Sin embargo, este mismo ejemplo ilustra a la vez el localismo que caracteriza a los miedos sociales hasta fechas recientes. Los miedos tradicionales, incluso cuando no obedecían a causas naturales sino a la violencia o a la inestabilidad política, se alimentaban de circunstancias específicas cuyo alcance raras veces—y sólo de un modo tímido—desbordaba los ámbitos regionales o nacionales. En las últimas décadas esta situación ha empezado a cambiar. El punto de inflexión a este respecto fue marcado por la Guerra Fría. El temor de un conflicto nuclear entre dos superpotencias polarmente enfrentadas representó lo que podríamos llamar el primer miedo globalizado de la historia. Desde entonces, los miedos sociales han unido su suerte a la de la propia globalización. Esto no quiere decir que el arraigo local de los miedos desaparezca; quiere decir más bien que, por una parte, los miedos locales pueden ahora alcanzar una dimensión global que nunca habían tenido, al tiempo que, por otra, los miedos globales inciden en los escenarios locales de constitución del miedo. En otras palabras: la elaboración cultural del miedo ya no tiene lugar sólo a nivel local sino también a nivel global. Estos dos niveles no funcionan como estratos separados de la experiencia, sino que se articulan mutuamente. Como advierte Beck, «no es verdad que la globalización esté hecha sólo de globalización. Está hecha de localización también. No es posible pensar en la globalización sin hacer referencia a lugares y sitios específicos» (2002, p. 23). En concordancia con esta lógica, un miedo sólo puede volverse global si encuentra la manera de articularse en las dinámicas de constitución del miedo que tienen lugar en escenarios sociales concretos. Los procesos locales de constitución del miedo, a su vez, se ven cada vez más influidos por amenazas y temores cuyo origen no es local sino externo, pero los cuales interioriza y convierte en parte de su propia dinámica. De este modo, las fronteras entre miedo local y miedo global tienden a hacerse difusas. En el complejo sistema de vasos comunicantes de la sociedad globalizada, el miedo puede circular y desplazarse de un sitio a otro con mayor rapidez que nunca. Para los individuos, esto equivale a tener que vivir en una atmósfera de inquietud y desasosiego, ya que en lo sucesivo la sombra del miedo acecha por todas partes.

La importancia de distinguir la globalización de los riesgos de la globalización del miedo se pone en evidencia cuando consideramos el diagnóstico de la situación actual realizado por Zygmunt Bauman. Según este autor, es la «fluidificación» de las viejas estructuras sociales, suscitada por los desarrollos tardíos de la modernización, la que ha dado lugar a esa atmósfera en la que los individuos experimentan sensaciones de aislamiento y desamparo que los tornan más vulnerables frente a los embates del miedo. «La inseguridad nos afecta a todos, inmersos como estamos en un mundo fluido e impredecible de desregulación, flexibilidad, competitividad e incertidumbre endémicas» (2003, p. 169). ¿Esta tesis no implica, entonces, un retorno a la añeja concepción de Marx según la cual en la modernidad todo lo sólido se desvanece en el aire? El caso es que, para Bauman, ahora estamos asistiendo a una radicalización de esa tendencia. Si bien en su fase temprana el proceso de modernización desarraigó los antiguos lazos comunitarios, los reemplazó enseguida con una serie de mecanismos de control y de gestión del trabajo que resultaban—sea por vía taylorista o por vía fondista—más o menos coercitivos. La modernidad tardía, en cambio, está aflojando el marco institucional rígido heredado de esa primera modernidad. La idea, según parece, es conceder a los individuos un amplio margen de libertad para construir su vida según sus propios intereses en el marco de una competencia exenta de intervenciones estatales. Empero, y sean cuales fueren los beneficios de la flexibilidad y la desregulación crecientes, éstos no están siendo distribuidos de manera equitativa. Los grupos sociales menos favorecidos, que son la mayoría de la población mundial, se encuentran casi inermes ante las condiciones sociales emergentes. En términos de Bauman, «el tipo de incertidumbre, de oscuras premoniciones y temores respecto al futuro que acosan a hombres y mujeres en el entorno social fluido, en perpetuo cambio, en el que las reglas de juego cambian a mitad de la partida sin previo aviso o sin una pauta legible, no une a los que sufren: los separa y los aísla» (2003, p. 59). En el seno de esta «modernidad líquida», las nuevas elites disfrutan de una movilidad que les permite evadir tanto las fuentes locales de temor como los marcos institucionales rígidos; las mayorías pobres, en cambio, están atadas a su lugar de nacimiento y a las problemáticas sociales que hacen que sus vidas sean difíciles y oscuras. La única solidaridad que prospera en estas circunstancias es la del miedo. Pero como el miedo por definición no puede constituir la base para una genuina cohesión social, lo que impera es un estado de atomización social en el que cada quien sólo puede confiar en su propia habilidad para eludir el peligro.

Este planteamiento, al igual que el de Beck, resulta muy útil para explicar la globalización de los riesgos pero se queda corto en el momento de dar cuenta de la globalización del miedo. En efecto, el miedo reinante no puede explicarse solamente a partir de las tensiones y desigualdades en curso, como tampoco podía explicárselo a partir de un cambio en la naturaleza de los riesgos, por más que esas tensiones y esos riesgos nos ayuden a entender la vulnerabilidad de la sociedad contemporánea frente al miedo. Dado que el miedo es, al menos en parte, el resultado de una elaboración social, sus niveles de intensidad y difusión sólo parcialmente dependen de los riesgos y de las amenazas vigentes en un momento dado. Así como nuestra percepción de una situación depende tanto de la situación misma como del estado de nuestra sensibilidad, el modo en que una comunidad o un grupo perciben una amenaza juega un papel decisivo en la interpretación de su peligrosidad. Este es el punto en el que la tesis de Beck sobre la sociedad del riesgo y la tesis de Bauman sobre la modernidad líquida necesitan ser complementadas. La atmósfera de temor que reina en la sociedad global se ha emancipado de los factores de riesgo y de la situación social explosiva en un sentido importante. Si bien los riesgos son indiscutiblemente reales y la situación social ejerce una fuerte presión sobre el sistema, la cobertura e intensidad de los miedos no está supeditada únicamente a estos factores. La globalización del miedo, en especial el derivado de las acciones de los grupos terroristas, se basa en gran medida en la interconexión global entre sociedades y culturas distintas a través de un vasto sistema de medios de comunicación masiva.

El papel de los medios masivos en la globalización del miedo

Resulta apenas obvio que acontecimientos o hechos susceptibles de provocar sentimientos de miedo pueden alcanzar, gracias a los medios, una resonancia mucho más amplia y vigorosa de la que habrían tenido en ausencia de éstos. Es usual que un mismo hecho suscite temores mayores o menores dependiendo del modo como sea puesto en conocimiento de las audiencias a través de los canales informativos. En este sentido, el papel de los medios en relación con los hechos no se reduce nunca a su faceta informativa o comunicativa. Las sensaciones de miedo bien pueden estar justificadas por los riesgos, las violencias o las atrocidades que tienen lugar a diario en diferentes lugares del mundo, pero también pueden ser aumentadas o menguadas según el tratamiento que se le dé a la información (incluso cuando ésta se esfuerza por dar cuenta de los hechos «tal como ocurrieron»). Anunciar que el pánico cunde en una población o en un territorio puede reforzar el pánico mismo o incluso desencadenar nuevas oleadas de pánico que no se habían desatado hasta entonces porque habían permanecido por debajo de un cierto umbral de tolerancia. Pero también la sustracción u omisión de información relevante puede contribuir a la instauración de una atmósfera de incertidumbre y miedo. Esto implica que los medios no solamente informan acerca del mundo sino que actúan sobre él.

Si vamos un poco más allá de esta consideración básica, lo primero que descubrimos es que los efectos performativos de los medios no se agotan en la difusión (o en la ocultación) de un hecho en particular en un momento específico del tiempo, sino que se refuerzan incesantemente debido a la continuidad de la acción del aparato mediático a lo largo de periodos prolongados. La vigencia de las noticias rara vez tiene una duración que alcance más allá de una o dos semanas; la mayoría de ellas desaparece luego de despertar un breve interés. Pero detrás de una noticia viene otra y su efecto acumulativo es lo que cuenta a la hora de evaluar la incidencia de los medios en procesos de mediano y largo plazo. Una situación de miedo puede ser pasajera; una atmósfera de miedo necesita ser sostenida por la acción continua de los factores que la suscitan. A este respecto, lo esencial es notar que no basta con que existan riesgos o acontezcan hechos temibles; hace falta además que el público tenga conocimiento de ello y que ese conocimiento sea renovado una y otra vez. Aquí resulta pertinente la tesis de Gil Calvo según la cual «lo que ha crecido con la globalización no es tanto el riesgo real como el conocimiento público del riesgo percibido» (2003, p. 38). En opinión de este autor, el alarmismo global es «un efecto emergente creado por los medios de comunicación» (2003, p. 40). Examinemos algunos de los corolarios que se derivan de este planteamiento.

Que el conocimiento público del riesgo percibido aumente significa que los factores de miedo conquistan una porción creciente de la atención pública, con lo que permanecen presentes más tiempo en la conciencia de los individuos. Que la sensación de alarma así intensificada sea un efecto emergente significa que esta dinámica no obedece a los designios de una voluntad conspiradora empeñada en extender el miedo entre la población. La intensificación de la alarma creada por los medios es un efecto no calculado que se debe tanto al perfeccionamiento del aparato tecnológico de los medios como al alcance global que está alcanzando su cobertura. Lo característico de la globalización del miedo radica en que la atmósfera generalizada de temor se nutre de hechos violentos o de situaciones de riesgo que tienen lugar en sitios muy precisos pero que alcanzan una resonancia global debido a la acción del aparato mediático. Este cambio podría considerarse como un fenómeno puramente cuantitativo (ahora mucha más gente se entera de los hechos) si no fuera porque, una vez tamizada por la acción de los medios, la percepción del miedo cambia de signo. De hecho, como sostiene Reguillo, gracias a los medios el terror se está convirtiendo en «una narrativa de exportación global» (2000, p. 68). Esta perspectiva resulta sugerente por cuanto indica que en la aldea global los individuos, además de consumirse a fuego lento en el caldero del miedo, son también ávidos consumidores de miedos mediáticos. Pero lo que interesa subrayar ahora es que las narrativas globales del miedo tienen un potencial para atemorizar a la gente que suele estar ausente en las narrativas locales. El análisis de un ejemplo puede ayudarnos a aclarar este punto.

Ya hace casi cuarenta años Morin se había referido al asesinato de J. F. Kennedy como la primera «teletragedia planetaria» (1994, p. 408 y ss). Expresiones análogas se oyeron por doquier con motivo de la caída de las Torres Gemelas en el 2001. Habermas se refirió a este hecho como al «primer acontecimiento histórico mundial en sentido estricto», pues se consumó «ante los ojos de la opinión pública mundial» (Borradori, 2003, p. 57). Derrida, por su parte, interpretó el hecho como el síntoma de un «terror absoluto» que sobrevuela el mundo con todos sus «efectos traumáticos» (Borradori, 2003, pgs. 147-148). Ambos filósofos coincidieron en atribuir un papel primordial a la difusión del hecho en tiempo real y al posterior cubrimiento de los detalles a través de las cadenas de televisión (las cámaras se las arreglaron para transformar a la opinión pública mundial en una legión de «mirones»). No obstante, ambos se abstuvieron de señalar que el impacto de la difusión mediática no había sido homogéneo en un sentido importante: la conmoción experimentada por los neoyorquinos no era equiparable a la experimentada por las audiencias de otras ciudades u otros continentes. Para los primeros, el zarpazo súbito del terror resquebrajaba su confianza en la invulnerabilidad de un territorio en el cual estaba anclada su experiencia vital; para los segundos, el hecho constituía un aviso de que, a partir de ahora, nadie en ninguna parte podía considerarse completamente a salvo. En el primer caso, el miedo se nutría de circunstancias concretas y vívidas; en el segundo, de imágenes y de comentarios puestos en circulación por los medios. Los neoyorquinos podían imaginarse a sí mismos como víctimas de este ataque; las personas de otras regiones del mundo sólo podían imaginarse a sí mismas como víctimas de ataques análogos.

Esta diferencia no es trivial, por más que enseguida lo sucedido se convirtiera, aun para los propios neoyorquinos, en objeto de un tratamiento mediático intensivo. Cuando el miedo nace de hechos en los que podríamos haber resultado afectados (si es que no lo hemos sido), la superación del trauma subsiguiente depende de nuestra capacidad para incorporar esos hechos a una narrativa personal y local, dándoles así un semblante y un contexto preciso que los torna reconocibles y, en mayor o menor grado, manejables. Además, los hechos que ocurren en un lugar familiar para nosotros no pueden, por terribles que sean, resultarnos totalmente ajenos. Cuando, por el contrario, los miedos nacen de hechos no localizables en un contexto personal, se transforman en una sensación difusa que, justamente a causa de ello, resulta tanto más inquietante e indócil. Los vínculos que conectan un acontecimiento temible con el entorno local en que ha tenido lugar se tornan impalpables tan pronto el acontecimiento pasa a formar parte del circuito global de las comunicaciones. Esta desterritorialización del acontecimiento por obra de los medios introduce un elemento de abstracción e inaprehensibilidad en la percepción del miedo. Este ya no tiene propiamente un lugar sino que pasa a estar en cualquier lugar.

Por eso es posible afirmar que «los miedos se fortalecen en la ampliación sobrecogedora de su narración mediática» (Reguillo, 2000, p. 68). A este respecto, la caída de las Torres Gemelas sólo se diferencia de otros eventos terroríficos por la magnitud de la difusión que tuvo. Por lo demás, la aseveración de Reguillo resulta válida para la mayoría de los hechos de violencia y de sangre que aparecen a diario por los medios. Las noticias sobre crímenes, atentados suicidas, catástrofes, cartas-bomba, mensajes con ántrax, así como las estadísticas relativas a secuestros, accidentes, agresiones, masacres, generan un sordo sentimiento de tensión y de alarma. La inquietud se instala poco a poco en los corazones y, por ende, en las relaciones interpersonales. Pronto impera un miedo vago e indefinido que obstaculiza tanto la identificación de los responsables como el cálculo de los riesgos. Sólo los rumores circulan por doquier: la tensión planea sobre las cabezas de todos porque nadie sabe a ciencia cierta cuándo y dónde será el próximo golpe.

Así es como los medios alimentan el miedo a nivel global, aun sin proponérselo. La lógica que gobierna el tratamiento de la información a través de los medios obedece menos a un oscuro interés en infundir terror que al objetivo más prosaico de llamar la atención. Los periódicos, las emisiones radiales, los telenoticieros necesitan incrementar o al menos mantener su audiencia para continuar al aire o en circulación. Infelizmente, da la casualidad de que el miedo constituye uno de los mejores ganchos para lograrlo. En condiciones de dura competencia, es fácil para los encargados de un medio caer en la tentación de subrayar los aspectos más llamativos de unos acontecimientos de por sí llamativos. Es aquí donde resulta oportuno recordar el apetito creciente por las imágenes de violencia y de sangre que caracteriza a la sociedad contemporánea. Susan Sontag ha subrayado que, desde hace varias décadas, el grado de violencia, sadismo y horror admitidos en la cultura de masas (a través de las películas, la televisión, los videojuegos, etcétera) viene en aumento: «Imágenes que habrían tenido a la audiencia encogida y apartándose de repulsión hace cuarenta años son vistas hoy sin siquiera un pestañeo por todos los adolescentes en los multicines» (2003, págs. 100-101). Antes de ser las víctimas del miedo, los individuos ya eran sus consumidores. Por eso no es extraño que la destrucción de las Torres Gemelas hubiese sido anticipada con lujo de detalles por Hollywood, esa enorme industria del entretenimiento experta en escenificar hecatombes (conflagraciones nucleares, naufragios multitudinarios, choques del planeta con meteoritos, matanzas a cargo de asesinos naturales, exterminios que ponen en peligro a la especie humana…). En cierto sentido, las películas y los programas basados en la estetización del terror no son meros pasatiempos: su existencia contribuye eficazmente a curtir las audiencias, a prepararlas para el consumo del terror real, el cual de todos modos llega atenuado cuando aparece transmitido en los noticieros— por más que los televidentes, antes de cambiar de canal, alcancen a pensar:» ¡Qué terrible que algo así haya podido ocurrir!»—.

Esto muestra que el papel central jugado por los medios en la globalización del miedo no se debe sólo al poder de los propios medios, sino también a la silenciosa complicidad del público. Mientras los eventos sangrientos sigan siendo una garantía de espectáculo, mientras las narrativas del terror y la violencia continúen conquistando audiencias, seguramente los medios seguirán utilizando este tipo de ganchos y, en consecuencia, continuarán actuando como agentes de la propagación del miedo. Y no porque los medios se hayan propuesto deliberadamente extender el miedo (hemos dicho ya que el alarmismo es un efecto emergente no deseado), sino porque apelan a él como a una fórmula que en repetidas ocasiones ha probado su eficacia.

La sociedad global en estado de miedo permanente

El hecho de que la globalización del miedo sea un efecto emergente no significa, empero, que los poderes constituidos no puedan aprovechar la nueva situación para inclinar la balanza del miedo en una u otra dirección. Para nadie es un secreto que los hechos reciben una atención diferenciada por parte de los medios, y todos sabemos que el empleo de tecnologías mediáticas ofrece enormes posibilidades, tanto a la hora de seleccionar los contenidos informativos que circularán globalmente, como a la hora de dosificar o multiplicar el efecto de un acontecimiento sobre las audiencias. Estas posibilidades resultan atractivas para muchos debido a que la gestión mediática del miedo es una herramienta eficaz para el logro de ciertos propósitos (emprender una guerra, promover un proyecto legislativo que limita la inmigración extranjera, motivar una ola de popularidad en época de elecciones, sembrar la desconfianza en una comunidad, etcétera). Por otra parte, el miedo reduce la capacidad de resistencia y de vigilancia crítica de la ciudadanía. Como escriben Deleuze y Parnet, «los poderes tienen más necesidad de angustiarnos que de reprimirnos» y por eso están interesados ante todo en «administrar y organizar nuestros pequeños terrores íntimos» (1997, p. 71). Por su efecto paralizante sobre los individuos, el miedo es un controlador social bastante eficiente. Bajo su influjo, los individuos tienden menos a actuar y más a permanecer en estado de alerta, a la espera de los acontecimientos.

Ahora bien, estar a la espera no suele ser un modo adecuado de resolver el problema—o de aclarar la situación—que suscita el miedo. Dilatar la espera prácticamente equivale a prolongar la existencia del problema, y prolongar el problema equivale a su vez a dilatar la espera de la solución. Ya los filósofos del siglo XVII han mostrado claramente que no hay esperanza sin miedo ni miedo sin esperanza, pues el miedo va unido siempre a la esperanza de que aquello que se teme no ocurra y la esperanza va unida siempre al miedo de que aquello que se espera no llegue (Descartes, Tratado de las pasiones, LVIII; Spinoza, Etica, III, Definiciones de los afectos, XII-XIII). Esta interdependencia entre esperanza y miedo tiene fuertes implicaciones en la esfera de la vida pública, ya que abre un camino muy efectivo para influir sobre la conducta de las personas. En este sentido, la globalización del miedo es un desarrollo emergente que le viene bien a todo aquel que quiera mantener viva entre la ciudadanía la esperanza de un triunfo sobre el miedo. Los gobernantes con frecuencia son los primeros interesados en ello, ya que, en la medida en que la atmósfera de miedo se mantenga viva, la esperanza de derrotar el miedo— proyecto que ellos prometen cumplir—también persistirá. En este orden de ideas, alimentar el miedo puede ser un medio para ganar puntos en los sondeos o para obtener votos. Políticas del tipo Seguridad democrática o Guerra contra el terrorismo encuentran la clave de su popularidad en la esperanza de los ciudadanos de trocar la incertidumbre por la tranquilidad, el miedo por la confianza. Por eso los promotores de estas políticas suelen estar prontos a utilizar los medios para persuadir a la opinión pública, tanto de la peligrosidad de la amenaza terrorista, como de las bondades de su estrategia para combatirla.

El problema es que los procedimientos empleados para combatir el terror usualmente recurren a formas más o menos veladas de ese mismo terror que fustigan, con lo que, como dice Derrida, «trabajan para regenerar, a corto o largo plazo, las causas del mal que pretenden exterminar» (Borradori, 2003, p. 149). Si Occidente ha sido objeto de una fuerte estigmatización por parte de grupos extremistas islámicos, es indudable que las principales democracias occidentales han respondido a ello con estrategias que se aproximan peligrosamente a una estigmatización de signo inverso contra el Islam. Si los grupos terroristas han sembrado el pánico con sus acciones criminales, es indudable que el despliegue de los ejércitos justicieros encargados de perseguirlos ha resultado igualmente aterrador. En su estudio sobre el terror en el Putumayo durante la época cauchera, Taussig cita el testimonio del fraile capuchino Gaspar de Pinell, a quien la estadía en la región lo había convencido de que «al hombre civilizado le resulta más fácil salvajizarse al tratar con los indios, que no conseguir que los indios se civilicen con los actos de los civilizados» (1987, p. 81). Cuando reformulamos esta idea en términos contemporáneos, advertimos que, en la lucha contra el fundamentalismo, le resulta más fácil al defensor de los valores democráticos terminar actuando como un fundamentalista y no lograr que el fundamentalista se convierta en un partidario de la democracia. Esto implica que, a la larga, se hace necesario proteger la democracia no sólo de sus agresores sino también de sus autoproclamados defensores.

Esta paradoja se nutre de la circunstancia de que es muy difícil luchar contra el miedo sin apelar a su vez al miedo como escudo de protección. Se ha dicho con frecuencia que la violencia genera más violencia; una afirmación similar vale en caso del miedo. Quien vive rodeado de una atmósfera de miedo percibe el peligro en todas partes; se siente asediado por enemigos que, sin embargo, no logra identificar claramente. Negri y Hardt han mostrado que «hoy en día les resulta cada vez más difícil a los ideólogos de Estados Unidos nombrar a un único, unificado enemigo; por el contrario, parece que hay enemigos menores y elusivos en todas partes» (2001, p. 202). Un corolario importante que se deriva de esta atmósfera de peligro es que, bajo su influencia, la representación de la realidad tiende a revertir en mecanismos de dominio. Quien vive en un mundo aterrador se convence fácilmente de que el único modo de sobrevivir consiste en inspirar a su vez un terror aún mayor. Por este camino, la lucha contra el miedo termina sirviendo para justificar la construcción de muros, el trazado de líneas fronterizas, el diseño de armamentos más sofisticados, la producción de identidades ficticias, la búsqueda de chivos expiatorios sobre los cuales descargar la furia de la venganza.

El precio que se paga por ello radica en el debilitamiento de la legitimidad del gobierno instituido. Como mostró Benjamin hace casi un siglo, el derecho que tienen los gobernantes de hacer cumplir las leyes se basa en la fuerza, por más que la finalidad del derecho sea la superación del estado en el cual impera la ley del más fuerte. Esto implica, por un lado, que ningún sistema de gobierno puede renunciar al uso de la fuerza, al mismo tiempo que, por el otro, los despliegues de fuerza mediante los cuales hace cumplir la ley debilitan (sobre todo una vez traspasan cierto límite) el principio del cual extraen su propia legitimidad: «A la larga, toda violencia conservadora de derecho indirectamente debilita a la fundadora de derecho en ella misma representada, al reprimir violencias opuestas hostiles. (…) Esta situación perdura hasta que nuevas expresiones de violencia o las anteriormente reprimidas, llegan a predominar sobre la violencia fundadora hasta entonces establecida, y fundan un nuevo derecho sobre sus ruinas» (Benjamin, 1999, p. 44). El terrorismo sin duda no ofrece una base legítima para fundar un nuevo derecho. Sin embargo, en sus esfuerzos por reprimir el terrorismo, los gobiernos pueden terminar realizando un despliegue de fuerza desproporcionado (es decir, terrorista en mayor o menor grado) debido a la dificultad de identificar al enemigo, que se torna cada vez más inasible y escurridizo. El hecho mismo de declararle la guerra a los terroristas es ya un síntoma de esta desproporción que, como ha señalado Habermas, sólo puede conducir a una «guerra a ciegas» (Borradori, 2003, p. 66). De ahí que, por momentos, el terror desencadenado por los terroristas y el terror de las respuestas estatales tiendan a confundirse, a volverse borrosos e indistintos. En la novela La inmortalidad de Kundera se encuentra una frase que, si se nos permitiera cambiar la palabra ‘odio’ por la palabra ‘miedo’, diría: «El peligro del miedo consiste en que nos ata al adversario en un estrecho abrazo». Este parece ser el riesgo que afrontan hoy los gobiernos democráticos que han sido atacados por el terrorismo. Ello no significa que la globalización del miedo implique necesariamente un regreso al terrorismo de Estado, esa herencia siniestra de la revolución francesa en la cual el poder estatal mantenía el control absoluto de un territorio mediante el uso de la fuerza. Si bien diversos indicios parecen indicar un retorno de la Realpolitik y del estado guardián hobbesiano, en nuestra época ya no se trata tanto de controlar los territorios mediante el terror como de gestionar, administrar, dosificar hábilmente el terror que el sistema mismo produce, de manera que la situación tome, como por añadidura, el curso deseado. La ambigüedad implícita en los atentados del 11 de septiembre ilustra bien este punto. Los terroristas que organizaron el ataque y el gobierno del país atacado tenían un interés compartido: darle a los hechos la mayor resonancia posible a través de los medios. Como era de esperarse, cada una de las partes procuró sacar el máximo partido del funcionamiento del aparato mediático, a fin de encauzar el terror en la dirección más acorde con los propios objetivos, por más que el interés de unos consistiera en sembrar el miedo por doquier mientras que el de los otros consistía en canalizar ese miedo (cuyo desencadenamiento no se había podido impedir) para legitimar una respuesta aplastante y al mismo tiempo estratégica.

El miedo mismo entretanto sigue su propia lógica, en paralelo a los esfuerzos de unos y otros por ponerlo a su servicio. Los nuevos ataques que tuvieron lugar en Madrid y en Londres encontraron el terreno abonado para la propagación de una desconfianza generalizada, en especial contra los extranjeros residentes en esos países. A diferencia de los miedos desatados por eventos anteriores (como la explosión de un reactor nuclear en Chernobyl o el accidente deThree Mile Island), en los cuales la reacción negativa de la opinión pública recayó sobre la tecnología y el armamento desarrollados durante la Guerra Fría, los ataques terroristas recientes han producido desgarrones que afectan directamente el tejido social, incrustando en él un elemento de suspicacia e inestabilidad. La amenaza que provoca mayor temor ya no es la de una guerra nuclear ni la de un accidente nuclear (aunque estos temores aún subsisten), sino la de un ataque nuclear organizado por grupos criminales o bandas terroristas. A esto hay que agregar el temor constante a los ataques más pequeños pero igualmente destructivos que acontecen aquí y allá, golpeando de pronto donde menos se lo espera. Cualquiera podría ser la próxima víctima; el victimario puede estar en cualquier lugar. Todo esto ocurre en un momento histórico en el que las sociedades democráticas resultan muy vulnerables frente a los embates del miedo, tanto por la amplificación mediática del temor como por la atomización de las propias audiencias, integradas cada vez más por individuos relativamente aislados, cuyas viviendas y cuyos proyectos de vida tienden a ser unipersonales. Bajo estas condiciones, construir lazos de solidaridad no resulta una tarea fácil. Aquí vale la pena recordar el certero aforismo de Gonzalo Arango: «El miedo amontona, no une». Las comunidades del miedo son constitutivamente frágiles; en ellas mismas prospera el gusano destinado a carcomerlas.

Precisamente por ello, el hecho de que la gestión calculada del miedo haya prevalecido hasta ahora en las respuestas políticas a la amenaza terrorista constituye un síntoma tanto más revelador del futuro que se avecina para la aldea global. En un alarde de realismo que, empero, no basta para disimular el carácter profundamente reaccionario de su pensamiento, Huntington escribe: «Tras el 11 de septiembre, el presidente Bush dijo: «Nos negamos a vivir con miedo». Pero este nuevo mundo es un mundo aterrador y los estadounidenses no tendrán más remedio que convivir con ese temor o, incluso, vivir atemorizados» (2004, p. 383). Si aprender a vivir en un mundo aterrador es la tarea para la cual todos tendrán que prepararse, entonces lo que se avizora en el horizonte es una verificación de la tesis de Benjamin según la cual el estado de sitio constituye un modelo adecuado para la interpretación de la vida social. Con este matiz esencial: lo que para Benjamin constituía un argumento en contra de la idea de progreso, representa para Huntington su resultado inevitable y natural, razón por la cual hay que resignarse a él. La retórica que proclama: «Nos negamos a vivir con miedo», es la misma que no considera la posibilidad de someter su propio privilegio de producir miedo a algún tipo de restricción. Cuando Bush declara: «El mundo es un lugar peligroso», sin duda tiene razones para decirlo, puesto que de su país proviene más del 50% de las armas que se producen en el mundo. Por eso no es de extrañar que la sociedad globalizada parezca estar próxima a convertirse, no en un escenario de convivencia cosmopolita, sino en un estado mundial de miedo permanente. Esa es la forma que adopta hoy la aporía que está en el núcleo del proceso modernizador. Como dice Susan Sontag, la sensibilidad ética moderna se define por «la convicción de que la guerra, aunque inevitable, es una aberración. De que la paz, aunque inalcanzable, es la norma. No es así, desde luego, como la guerra ha sido vista a través de la historia. La guerra ha sido la norma, y la paz, la excepción» (2003, p. 74). Que la guerra sea la norma significa que el estado de discordia deja de ser excepcional y que el imperio del miedo, lejos de ser el efecto de una situación esporádica, es el tono principal que marca el compás de la vida diaria. Desde esta perspectiva, la sociedad global no puede ser caracterizada en términos de hospitalidad ni aun de tolerancia, pues su esencia consiste más bien en la estilización y la regimentación del estado de guerra, en la perpetuación de las luchas bajo formas a las cuales insistimos en denominar con etiquetas pudorosas tales como convivencia o pacto social.

El terrorismo es, por lo tanto, y a pesar de su irracionalidad, un producto lógico del orden mundial que ahora intenta castigarlo y desmantelarlo. Si bien es apenas obvio que los pactos, las alianzas y las formas civilizadas de convivencia funcionan bien para muchos, también es cierto que otros pagan con su sufrimiento o su angustia ese «feliz» resultado. Ya no es posible disimular por más tiempo que son las propias estructuras del capitalismo global las que generan situaciones objetivas que hacen posible el terrorismo. De aquí extrae su validez la afirmación de Beck según la cual «el capitalismo global amenaza la cultura de la libertad democrática al radicalizar las desigualdades sociales y al revocar los principios de la seguridad y la justicia social» (2002, p. 40). La finalización de esa gran crisis mundial que fue la Guerra Fría ha dado paso a una crisis permanente que circula por todas partes, a un terror descentrado que se niega a permanecer confinado dentro de las fronteras de los estados nacionales. Sucede un poco como si el terror reservado hasta ahora para los más débiles estuviera tratando de «redistribuirse» de una manera más equitativa (con un éxito parcial, ya que el viejo esquema hegemónico ha sido vulnerado pero está lejos de ser derrotado). Estos efectos de reacomodamiento de las fuerzas son un claro indicio de las luchas subterráneas que minan el capitalismo. En este sentido, el reconocimiento de que la globalización del miedo es un efecto emergente desencadenado por la mundialización de las comunicaciones no puede hacernos perder de vista los escenarios locales de constitución del miedo. Los hechos de terror se nutren de circunstancias específicas que es preciso analizar en cada caso. El miedo es globalizado por los medios, pero los medios sólo globalizan miedos que han sido previamente producidos. La producción del miedo, a su vez, no responde sólo al fanatismo de ciertos grupos radicales; responde también a las dinámicas globales que lo hacen posible y que se encargan luego de multiplicar su resonancia, constituyendo un bucle en el que el terror se retroalimenta a sí mismo sin cesar.

Conclusión

A la luz de las anteriores consideraciones, la globalización del miedo se nos presenta como un fenómeno sumamente complejo en el que intervienen al menos tres factores principales: a) inaprehensibilidad y propagación horizontal de las nuevas formas de terrorismo; b) presencia invasiva de los medios de comunicación en la vida cotidiana de las personas en el mundo entero; c) utilización estratégica del miedo por parte de los poderes político-económicos del capitalismo global. Una comprensión adecuada de la globalización del miedo requiere una investigación minuciosa de las complejas articulaciones que existen entre estos factores (tarea que, desde luego, desborda ampliamente el alcance de este artículo). Si bien el potencial que los factores citados tienen para suscitar una atmósfera de miedo depende en gran medida de las tensiones y de los riesgos típicos de la modernidad tardía, el análisis específico de sus formas de eslabonamiento puede arrojar luces acerca de las condiciones en las cuales el miedo global aparece como un fenómeno inédito en la historia.

La ciudadanía global es una aspiración que, como subraya Richard Falk (2004), ha eclipsado por el momento, debido tanto a los ataques del 11 de septiembre como a la reacción de Estados Unidos y sus aliados. Bajo las circunstancias actuales, el panorama presenta un aspecto sombrío en cuyo horizonte se perfila una sociedad en estado de miedo permanente. La tecnología, la comunicación y la política convergen como los principales factores que hacen posible ese estado de miedo. Si, como pensaba Hannah Arendt, la violencia—a diferencia del poder—depende del uso de artefactos de destrucción e intimidación, entonces nuestra época está especialmente expuesta a la violencia y al terror en la medida en que ese tipo de artefactos es hoy más sofisticado que nunca. Si, como sugiere Gil Calvo, el miedo es la emoción más contagiosa que existe, entonces nuestra época resulta especialmente vulnerable ante el miedo debido al incremento del conocimiento público del riesgo motivado por la expansión mundial de los medios masivos. Si el estado de sitio es, como sostenía Benjamin, un modelo adecuado para la interpretación de la historia moderna, entonces nuestra época, lejos de rebasar las aporías fundadoras de la modernidad, las lleva hasta su extremo al convertir la aldea global en el escenario de un despliegue generalizado del miedo.

La globalización del miedo, sin embargo, no es en modo alguno un proceso irreversible (aunque la globalización misma sí lo sea). El estado de miedo permanente, lejos de ser una consecuencia inevitable, constituye más bien un desafío a la espera de una respuesta inteligente. Spinoza nos ofrece una pista clave a la hora de revertir la hegemonía del miedo. Éste, en efecto, es sólo una de las caras de una moneda cuya otra cara es la esperanza.

Para vencer el miedo, es preciso vencer antes la seducción que ejerce la esperanza de seguridad. Esto no implica, empero, abrirle las puertas a la resignación y la pasividad. Implica solamente la necesidad de decirle adiós a las ilusiones del progreso o, por lo menos, de someter sus promesas a una crítica severa, sobre todo cuando tienen lugar en un contexto político. La historia es el reino de la libertad y, por lo tanto, del peligro. En este sentido, el miedo es un compañero inseparable del ser humano. Sin embargo, de aquí no se sigue que sea necesario resignarse a vivir acosados por el miedo. La tarea es más bien, como sugiere Taussig, «despojar de su sensacionalismo al terror» (1987, p. 135). Esto revela, de un lado, la necesidad de desactivar la magnificación mediática y psicológica del miedo, y del otro, la urgencia de no ignorar por más tiempo las condiciones sociales que lo perpetúan.

 

Referencias

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Beck, U. (2002). The Cosmopolitan Society and its Enemies. Theory, Culture & Society, 19(1-2), 17-44.

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Borradori, G. (2003). La filosofía en una época de terror. Diálogos con Jürgen Habermas y Jacques Derrida. Madrid: Taurus.

Deleuze, G. y Parnet, C. (1997) Diálogos. Valencia: Pre-Textos.

Falk, R. (2004). Citizenship and Globalism. Markets, Empire, and Terrorism. En: Brysk & Shafir (Eds), People Out of Place. Globalization, Human Rights, and the Citizenship Gap. London: Routledge.

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Huntington, S. (2004). ¿Quiénes somos? Los desafíos a la identidad nacional estadounidense. Barcelona: Paidós.

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Negri, T. y Hardt, M. (2001). Imperio. Bogotá: Ediciones Desde Abajo.

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Sontag, S. (2003). Regarding the Pain of Others. New York: Farrar, Straus and Giroux.

Taussig, M. (1987). Shamanism, Colonialism, and the Wild Man. A Study in Terror and Healing. Chicago: The University of Chicago Press.

 

Edgardo Ordoñez, Filósofo y magíster en filosofía. Docente e investigador en la Escuela de Ciencias Humanas, Universidad del Rosario. Autor del libro Poesía y modernidad (Bogotá: Ministerio de Cultura de Colombia, 2002).