Bruno Bimbi
Nueva Sociedad

 

Si al gabinete de Temer le faltan mujeres y negros, puede decirse que le sobran condenados, procesados e investigados

Ninguna imagen podría reflejar mejor lo que está sucediendo en Brasil que la primera foto de familia del presidente interino Michel Temer con su gabinete: recién salida del túnel del tiempo, la imagen es el retrato perfecto de la «casa grande», de la vieja oligarquía que festejaba la recuperación absoluta de un poder del que nunca fue desplazada del todo pero que ahora no deberá compartir con nadie. Por primera vez desde la dictadura militar, no había ninguna mujer, ninguna persona de piel negra, ningún trabajador. Los nuevos ministros forman un grupo homogéneo de señores mayores, ricos, blancos, cristianos, conservadores, terratenientes, gerentes de bancos y empresarios con pocos cabellos, casi ninguna barba, algunos pocos bigotes de estilo militar, varias causas por corrupción, trajes caros y muchas corbatas repetidas.

Teniendo en cuenta los datos del último censo, el economista Bruno Mandelli calculó que la probabilidad estadística de seleccionar aleatoriamente 23 ciudadanos brasileños (el número de ministros designados en su primer día de gobierno por Temer) y que todos sean varones es de una en ocho millones. Que todos sean varones y blancos, una en 64 billones. Pero en Brasil pasan esas cosas: el diputado Fernando Lúcio Giacobo, del evangélico Partido de la República, que ocupa la vicepresidencia de la Cámara y votó a favor del impeachment de Dilma Rousseff, dice que ganó la lotería 12 veces seguidas. Giacobo ascendió a vicepresidente cuando Waldir Maranhão (otro con más prontuario que currículum), tuvo que ocupar la presidencia porque el anterior presidente, Eduardo Cunha, aliado de Temer («Las tareas difíciles se las encargo a Cunha», había declarado el presidente interino) y principal impulsor del juicio político a Rousseff fue apartado del cargo por decisión unánime de la Corte Suprema. Cunha está procesado por corrupción pasiva, lavado de dinero y evasión fiscal, y la justicia suiza informó a la brasileña que tenía cuentas bancarias no declaradas en ese país con millones de dólares que no puede explicar de dónde salieron. Delatores de la operación «Lava jato» lo acusaron de haber recibido 52 millones de reales (casi 15 millones de dólares) de coimas en 36 cuotas en apenas uno de los casos en los que está siendo investigado. Cunha llegó a la presidencia de la Cámara derrotando a los candidatos del oficialismo y la oposición de derecha, apoyado por el «bajo clero» parlamentario y los bloques evangélico, ruralista y de la «mano dura», gracias a las generosas donaciones de campaña que negociaba para diputados de diferentes partidos como lobista de empresas y corporaciones. El lavado de dinero de la corrupción lo hacía a través de iglesias evangélicas y empresas off shore en paraísos fiscales. Llegó a la cima del poder en los años 90 con PC Farias, el cajero de Collor de Melo, fue el principal arquitecto político del golpe contra Dilma y ahora está a un paso de ir preso.

Si al gabinete de Temer le faltan mujeres y negros, puede decirse que le sobran condenados, procesados e investigados. Siete de los veintitrés están citados en el expediente Lava jato, sospechados de haber recibido coimas de empresas constructoras. No alcanzan los caracteres de esta nota para detallar el prontuario completo del equipo del presidente interino, así que daremos apenas algunos ejemplos.

El jefe de gabinete, Eliseu Padilha, está acusado por el Ministerio Público por ordenar pagos por dos millones de reales (560.000 dólares) con sobreprecios a una empresa cuando fue ministro de Transportes de Fernando Henrique Cardoso. «Tratamos de buscar mujeres para el gabinete, pero no fue posible», fue una de sus primeras declaraciones a la prensa tras asumir su nuevo cargo. El ministro de Turismo, Henrique Eduardo Alves, aparece en conversaciones telefónicas de Cunha con el presidente de la constructora OAS, grabadas por la justicia, mencionado como beneficiario de coimas y también fue delatado por el «arrepentido» Paulo Roberto Costa, exdirectivo de Petrobrás, con quien se reunió varias veces según los registros de la empresa. A fines del año pasado, la Policía Federal allanó su vivienda.

Investigado por la Corte a pedido de la Procuración General de la República, el ministro de Planificación, Romero Jucá, uno de los hombres más cercanos a Temer, fue acusado por el presidente de la constructora UTC de haber pedido a la empresa un millón y medio de reales (unos 420.000 dólares) por la adjudicación de la construcción de una usina nuclear. También está acusado de recibir otros quince millones de reales (4.200.000 dólares) de coima en otro caso, investigado en el marco de la operación «Zelotes» de la Policía Federal. Pero a poco de asumir, Jucá tuvo que renunciar por una grabación divulgada por la Folha de São Paulo en la que se lo escucha negociando, antes de la votación del impeachment de Rousseff, un acuerdo para acabar con las investigaciones del petrolão: «Hay que cambiar el gobierno y parar esta sangría», dice claramente. En otra parte del diálogo con un exdirectivo de Petrobras, Jucá asegura que conversó con jueces de la Corte, con generales de las Fuerzas Armadas y con Temer y que la única forma de parar las investigaciones era destituyendo a la Presidenta y haciendo un «pacto nacional» para «parar todo». Y agrega: «Mientras Dilma esté ahí, esta porra no termina nunca». Se acusaba a la presidenta suspendida de no presionar a la policía y a los fiscales y permitir que investiguen a la clase política. El acuerdo era poner a Temer en su lugar y proteger a todos los políticos investigados.

Al flamante secretario de Gobierno de la Presidencia, Geddel Vieira Lima, la Policía Federal lo investiga por negociar coimas con la constructora OAS. En el celular de un directivo de la empresa que está detenido aparecen varios mensajes de texto intercambiados con el ministro negociando contratos y comisiones. Bruno Araújo, el diputado del Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB, centroderecha) que dio el voto número 342, decisivo para el inicio del juicio político a Dilma, fue premiado por Temer con el Ministerio de las Ciudades. Y también está siendo investigado: su nombre aparece en la planilla que la «gerencia de coimas» de la constructora Odebrecht usaba para registrar los pagos a políticos, secuestrada en un allanamiento en la sede de la compañía. También aparece en esa lista el nuevo ministro de Salud, Ricardo Barros, condenado en 2001 por la justicia por fraude al Estado cuando era intendente de su ciudad. Y también el nuevo Ministro de Educación, Mendonça Filho, exdiputado del derechista Demócratas (DEM), partido heredero del viejo Alianza Renovadora Nacional (ARENA), fundado por los partidarios de la última dictadura militar. En 2009, Mendonça Filho fue investigado en el marco de la operación «Castelo de Areia» de la Policía Federal por haber recibido 100.000 reales (28.000 dólares) de la constructora Camargo Corrêa. Condenado por el desvío de 133 millones de reales (37 millones de dólares) de los comedores escolares de Alagoas cuando era ministro de Educación de ese estado, Mauricio Quintella fue elegido por Temer para el Ministerio de Transportes. La lista podría seguir.

Pero el género, el color de piel y la corrupción no son los únicos denominadores comunes del gobierno «interino» de Temer: su gabinete es el más conservador, elitista y derechista desde la época de la dictadura. El ministro de Agricultura, Blairo Maggi, «premiado» por Greenpeace con los títulos «motosierra de oro» y «enemigo público número uno del medio ambiente» en 2006, es uno de los herederos del Grupo André Maggi, uno de los mayores productores de soja del mundo, y representa los intereses del agronegocio en el nuevo gobierno (que también estaban muy bien representados en el anterior por la exministra de Dilma, Kátia Abreu). El ministro de Justicia, Alexandre de Moraes, simboliza como pocos la política de mano dura y represión contra movimientos sociales; fue responsable por la represión a los estudiantes secundarios en San Pablo, está acusado de falsificar las estadísticas de homicidios cometidos por la policía de ese estado y fue abogado de cooperativas vinculadas al Primer Comando de la Capital (PCC), una de las más poderosas organizaciones criminales del país. El ministro de Desarrollo Social, Osmar Terra, es el principal defensor de la política de internación compulsiva de usuarios de drogas y enemigo de la legalización de la marihuana. El ministro de Salud, Ricardo Barros, usaba sus spots de TV cuando fue candidato a diputado para hacer campaña contra el matrimonio gay y el aborto y, cuando fue relator del presupuesto en el Congreso, quiso recortar los fondos del programa social «Bolsa Familia». El ministro de Industria y Comercio, Marcos Pereira, es obispo de la Iglesia Universal del Reino de Dios (la mafia internacional fundada por Edir Macedo), ultra homofóbico y defensor del «creacionismo». El ministro de Trabajo, Ronaldo Nogueira, es pastor de la Asamblea de Dios y defensor de un proyecto de ley impulsado por otro aliado de Temer que pretende obligar al Colegio Federal de Psicólogos a aceptar tratamientos para «curar» la homosexualidad. El ministro jefe del Gabinete de Seguridad Institucional, general Sérgio Etchegoyen, es hijo de un represor de la última dictadura y fue el primer general en actividad de las Fuerzas Armadas que atacó públicamente las investigaciones de la Comisión Nacional de la Verdad, creada por Dilma para investigar los crímenes del gobierno militar. El ministro de Educación Mendonça Filho milita en el partido que fue a la Corte para tratar (sin éxito) de acabar con las políticas afirmativas para el ingreso de negros a la universidad. Otra vez: la lista podría seguir.

En apenas una semana, el nuevo gobierno ya dejó en claro a qué viene. Las medidas que comenzaron a ser anunciadas por ese gabinete digno de una película de terror con guión de Stephen King explicitaron rápidamente un proyecto radical de restauración conservadora. Y es ahí donde la palabra «golpe» adquiera su sentido más profundo.

Mucho se ha discutido sobre el proceso de juicio político de la presidenta Dilma Rousseff, y voy a repetir aquí lo que ya escribí en una columna para la web de Todo Noticias:

No hay tanques de guerra en la calle, ni militares sublevados, pero todos los nostálgicos de la dictadura están festejando. (…) Una presidenta electa por el pueblo y que no cometió ningún delito (ni siquiera los que promueven el impeachment consiguieron acusarla de alguno) fue derrocada por una conspiración de adversarios y exaliados junto a un vicepresidente que ofreció cargos en el gobierno para conseguir los votos en el Senado, y fue destituida sin motivos constitucionales, luego de un proceso lleno de irregularidades y escándalos conducido por un delincuente que está a punto de ir preso. Los que perdieron las elecciones pasarán a gobernar y los que las ganaron irán a la oposición sin que el pueblo lo decida. (…) A esto que pasa podemos llamarle golpe, conspiración, asalto al poder, farsa o la palabra que quieran, pero democracia no es.

Muchas páginas se han escrito sobre las irregularidades y mamarrachos jurídicos que se cometieron para sacar a la presidenta del cargo, sobre los motivos espurios de Cunha, sobre las negociaciones obscenas de Temer con la oposición, sobre la falta de motivos legales para el juicio político y sobre el circo de horrores que fue la votación en el Congreso, con votos dedicados a familiares, a Dios y a un torturador de la dictadura. Quien quiera entender mejor los aspectos jurídicos del proceso puede leer la brillante defensa presentada al Congreso por el abogado general de la Unión, José Eduardo Cardozo, y quien quiera saber más sobre las negociaciones políticas que permitieron el impeachment puede revisar las crónicas periodísticas.

Pero hay algo de lo que poco se ha hablado y que, en mi opinión, le da sentido a la palabra golpe: lo que sucedió no fue apenas la sustitución de una presidenta por su vice, sino un cambio de gobierno y de programa, con el giro a la derecha más violento desde 1964. Supongamos, por un instante, que todo el proceso hubiese sido absolutamente legal, transparente, honesto y motivado por justificadas razones legales y constitucionales. Si así fuera –yo no lo creo, pero supongamos–, el vicepresidente está asumiendo, interinamente, por 180 días, mientras el Senado desarrolla el juicio político y decide si Dilma vuelve al cargo o es destituida, de modo que no es un nuevo gobierno, sino una continuidad del mismo. La pregunta, entonces, es muy sencilla: ¿puede un «interino» hacer un giro de 180 grados en todas las políticas de gobierno? ¿Puede cambiar radicalmente el programa con el que fue electo como vice de Dilma, reemplazándolo por otro absolutamente diferente? ¿Puede formar un gabinete de ministros con los partidos que perdieron las últimas elecciones? Y no una, sino varias: el nuevo canciller, José Serra, perdió dos elecciones presidenciales, una con Lula y otra con Dilma. Y su partido, el PSDB, aliado al DEM, fue derrotado en los comicios de 2002, 2006, 2010 y 2014. Cuatro elecciones presidenciales perdidas y ahora, por arte de magia, son gobierno y ocupan varios ministerios y secretarías. La oposición ahora es oficialismo y el oficialismo ahora es oposición, sin que el pueblo lo haya decidido.

En ese contexto, los anuncios de la primera semana de gobierno de Temer señalan un programa que nadie votó y que, si fuera propuesto en campaña, no podría jamás vencer una elección: reforma previsional neoliberal, recorte de programas sociales, fin de la cobertura universal de salud (el nuevo ministro del área, que cuando fue candidato a diputado tuvo su campaña financiada por empresarios de la salud privada, dijo a los medios que había que hacer un «nuevo pacto» porque el Estado no puede más pagar salud gratis para todos y la gente debería acostumbrarse a contratar una prepaga), más impuestos, recorte de los fondos para la educación, eliminación de los ministerios de Cultura y Derechos Humanos (con el de Cultura dieron marcha atrás por el enorme repudio que la decisión generó, con ocupación de todas las sedes del ministerio y hasta un concierto gratuito en el que Caetano Veloso coreó con una multitud la canción Odeio você dedicada a Temer) y una radicalización del discurso conservador contra los derechos de las mujeres, la población LGBT, negros y negras y otras minorías. Temer llegó a convocar a la «bancada evangélica» para rezar con él y se reunió con el pastor Malafaia, líder del Ku Klux Klan antigay, quien luego de la audiencia grabó un video triunfalista y amenazador anunciando que ahora sí, el poder es todo de ellos.

El gobierno de Dilma –un pésimo gobierno, sin dudas– fracasó, entre otros motivos, porque no cumplió con lo que prometió en la campaña –y porque creyó, como Cersei Lannister en la serie Game of Thrones, que podía negociar con la mafia evangélica y esperar que cumplan los acuerdos–, pero ahora Temer se propone hacer exactamente lo contrario de lo que ambos defendieron cuando eran candidatos. Un presidente interino que llega al poder por una conspiración palaciega se propone gobernar con los partidos que perdieron las elecciones y los políticos corruptos que traicionaron con él a Dilma, ejecutando un programa con el que jamás podrían ganarlas. Las encuestas le dan un apoyo cercano al 2%, pero los mercados –esa entidad fantasmagórica que representa los intereses de los dueños del dinero– están eufóricos, al igual que los ultraconservadores y enemigos de los derechos humanos que ayudaron a formar mayoría en el Congreso.

Si antes había un gobierno de conciliación de clases que negociaba con los mercados y con la política tradicional, cediendo cada vez más y más para mantenerse en el poder (que Temer haya sido vice de Dilma y Cunha haya sido electo en alianza con el PT es una prueba de ello), ahora la mafia política y los mercados decidieron desplazarlo y tomar el mando, aprovechando el desgaste del ciclo petista que ellos mismos ayudaron a producir. Las elecciones de 2014 fueron anuladas de hecho, no solo porque fue anulada la elección de una presidenta, vencedora con 54 millones de votos, sino también porque fue anulado el programa de gobierno votado por la mayoría y se impone ahora una política sin la menor legitimidad democrática, aunque todo ello se haya hecho con un cierto disfraz de legalidad. El gobierno anterior es, en gran medida, responsable de que ello haya sido posible, pero ello no disminuye el carácter golpista de la presidencia de facto de Michel Temer.