Federico Vázquez
Hasta hace poco, los gobiernos progresistas de América Latina parecían imbatibles. La imagen regional actual, con la crisis de Brasil en el centro, es muy distinta. Los motivos de este retroceso hay que buscarlos en factores económicos, en una falta de imaginación para responder a los problemas y en la dificultad para sustituir los liderazgos populares.
Todo parece estar cambiando en nuestra región. Hasta ayer nomás, los gobiernos posneoliberales aparecían casi imbatibles en las urnas, con buenos resultados económicos y sociales y un triunfo más silencioso pero no menos histórico: haber sorteado el estigma del siglo XX de ciclos cortos que se abrían y cerraban con crisis institucionales, sociales y económicas superpuestas.
¿Cuándo empezó a cambiar el panorama que hoy nos devuelve una imagen regional tan distinta, con un gobierno de derecha en Argentina, una crisis institucional y política en Brasil, una economía evaporada en Venezuela y hasta una derrota del mismísimo campeón de elecciones, Evo Morales?
Una primera idea. Entre 2013 y 2014, cuando los PBI de estos países mostraron una fuerte desaceleración, los gobiernos progresistas empezaron a sobrevivir, como almas en pena, a sus propias economías. El corazón productivo y comercial de la región se paró. Brasil pasó de crecer 2,7% en 2013 a un nimio 0,1% en el 2014. Venezuela, que había tenido un crecimiento acumulado de 11% entre 2011 y 2013, se desplomó un 4% en el 2014. Con menos dramatismo, lo mismo pasó en Argentina, Bolivia, Ecuador, Uruguay, etc.
En definitiva, el 2014 aparece como el momentum a partir del cual las economías sufren la combinación de la caída del precio de las materias primas a nivel internacional, la desaceleración china y la continuidad de los efectos de la crisis mundial de 2008/2009.
Pero la frase «Es la economía, estúpido» habría que retirarla de una vez por todas como invocación de autoridad. En nuestra región valdría tanto ésa como otras posibles: «Es la política, estúpido», «Es el Estado, estúpido», «Es la desigualdad, estúpido», y así.
El parate económico sorprende a los gobiernos a contrapelo. Repasemos: a principios de 2013 muere Hugo Chávez, abriendo un interrogante enorme sobre la suerte de un proyecto que lo había tenido como figura excluyente. Ese mismo año, una ola de protestas anti gobierno recorre Brasil. También en 2013 el gobierno de Cristina Kirchner, que había arrasado en las urnas en 2011, pierde las elecciones legislativas al fracturarse un sector del peronismo. Y en Bolivia, aunque Evo Morales fue reelecto con facilidad en 2014 (con el 61,36% de los votos), por primera vez el MAS pierde apoyo en sus bastiones tradicionales del Occidente indígena.
Este repaso pinta un cambio de vientos que no se limita a lo económico (aunque desde ya lo contiene) y que parece mostrar si no el fin del ciclo progresista en la región, al menos un fuerte retroceso que obliga a pensar sus razones y causas.
Con dos premisas incómodas. La remanida división entre «moderados» y «radicalizados» no sirve como factor explicativo si el retroceso ocurre en todos lados. Y en segundo lugar, si el cambio del clima político fue entre previo y simultáneo al derrumbe de los precios internacionales, salvo que creamos en un mecanicismo económico instantáneo, es necesario mirar al interior de los proyectos políticos, las gestiones estatales y las oposiciones para encontrar el hilo de Ariadna en la actual crisis del posneoliberalismo.
No es sólo la economía
En ese año maldito de 2013, el resto del mundo también tuvo un giro inesperado. Por primera vez en cinco años el índice de precios de materias primas que publica todos los años Standard & Poor’s (GSIC) mostró un retroceso de 2,2% en el precio de 24 commodities. El «superciclo» de precios altos de las materias primas que había arrancado allá por el 2002/2003 y que sólo había tenido una pausa en la crisis internacional de 2008 para después volver a tener una subida feroz en el 2010, 2011 y 2012, había terminado. Las miradas se dirigieron a China que seguía y sigue creciendo (6,9% en el 2015), pero sin la velocidad con la que lo había hecho hasta el 2011. Unos meses después, en la segunda mitad del 2014, el petróleo acompañaría la baja general, reduciéndose a un tercio de su valor.
Desde ya semejante cimbronazo no podía pasar inadvertido en América del Sur, donde todas las economías (incluso la más industrializada, Brasil) generan divisas exportando, antes que nada, productos primarios.
En el caso de la economía venezolana, la dependencia petrolera llega al paroxismo de concentrar el 95% de las divisas que entran al país. Pero en el caso de Argentina, Brasil o Bolivia, con una dependencia menos drástica, el golpe se asestó en el centro de las agendas económicas que tenían esos gobiernos para los próximos años.
En 2012 el gobierno kirchnerista expropió YPF y apostó a que los yacimientos de Vaca Muerta permitirían aliviar el déficit que generaba la importación de energía y, a mediano plazo, abrir un camino industrializador más sólido. A una escala mayor lo mismo pasó en Brasil. Una Dilma victoriosa promulgó en septiembre de 2013 una ley para los yacimientos de pre-sal, que según la promesa presidencial iban a permitir destinar a educación y salud más de 45 mil millones de dólares en diez años. Es decir, estas nuevas fuentes de petróleo en países donde ya existía un tejido industrial aparecían como la oportunidad ideal, justo cuando la «capacidad instalada» del modelo de crecimiento interno parecía tocar su techo.
Pero el cambio brusco del viento mundial frenó lo que en ese entonces prometía ser el motor que daría nueva vida al ciclo económico (y político) regional.
Ya sin la ayuda del mundo, los gobiernos posneoliberales debieron comenzar a capear la tormenta. Las recetas, como las enfermedades de cada uno, fueron distintas. En el caso venezolano, la caída de las divisas quitó el aceite de una fricción social y política siempre tensa. Cuando Nicolás Maduro anunció el enésimo programa «productivo» para terminar con el rentismo petrolero se encontró con que el empresariado, lejos de apostar por la producción y el desarrollo, acaparó productos, elevó los precios y fugó divisas. En 2015 la inflación medida por el Banco Central de Venezuela fue de 180,9% y la actividad en Puerto Cabello –por donde entran los contenedores con los alimentos y bienes que Venezuela no produce (es decir, casi todo lo que se consume en el país)– cayó un 40%.
Por estos días, Nicolás Maduro anuncia la buena nueva del «Arco Minero del Orinoco», una enorme superficie de cien mil kilómetros cuadrados donde estarían enterrados más de 4.000 millones de toneladas de oro, según las declaraciones presidenciales. Números reales o fantaseados, el gobierno bolivariano vuelve a apostar a un esquema rentista como tabla de salvación para generar ingresos estatales.
El caso de Brasil es un tanto paradójico. El 26 de octubre de 2014, Dilma Rousseff ganó la segunda vuelta con el 51,6% de los votos, frente al 48,3% de Aécio Neves. Al escaso margen se sumaba un hostigamiento mediático feroz, el eco de las protestas del año anterior y el alud de acusaciones de corrupción por el petrolão. Frente a este escenario complejo, la primera medida del segundo gobierno de Dilma fue cambiar al ministro de Economía: Joaquim Levy, un ortodoxo sin vínculos con el Partido de los Trabajadores (PT), desplazó a Guido Mantega, el artífice de la etapa desarrollista de Lula y del primer mandato de Dilma. Sin explicitarla del todo, la idea era contentar al poder económico a cambio de gobernabilidad.
En pocos meses el ministro Levy se ganó el apodo «manos de tijera» por los recortes presupuestarios y de subsidios a distintas ramas productivas. El resultado, lejos de lograr el equilibrio de las cuentas fiscales prometido, fue un desplome de la economía durante todo el 2015. Standard & Poor’s comunicó en septiembre pasado que el país ya no tenía «el grado de inversión». La seducción al poder económico había fracasado. Así terminaba el primer año del segundo mandato de Dilma, cuando sobrevino la actual crisis institucional.
Los casos de Venezuela o Brasil muestran un comportamiento preocupante del posneoliberalismo aún en el poder: ante un escenario de crisis, los gobiernos atinaron o a repetir una fórmula gastada –el rentismo– o a virar a la derecha. ¿Se acabó la imaginación?
En el caso argentino, la derrota electoral de noviembre pasado encontró al gobierno de Cristina Kirchner intentado no repetir el esquema brasileño, multiplicando los parches en una economía con dificultades, aunque logrando generar un tibio crecimiento y mantener niveles de ocupación y consumo altos. De todas maneras, algunas declaraciones de los asesores económicos de Daniel Scioli abren el interrogante de si ese viraje no hubiera ocurrido también en un eventual gobierno del Frente para la Victoria (FPV).
En cualquiera de los casos, y aun más relevante si algunos de los gobiernos progresistas logran superar la coyuntura actual, la pregunta es qué agenda de transformaciones posibles pueden proponer de acá en más.
Sobrevivir sin el líder
Tema viejo de la ciencia política y de la historia latinoamericana, la pregunta por el rol de los liderazgos sigue vigente. ¿La experiencia de estos años agrega algo al debate? Lula dejó de ser presidente en 2010 y aún hoy es tan gravitante que Dilma y el PT apuestan todo a su figura para salvar al gobierno de la actual crisis política. La dependencia que tienen los proyectos políticos de sus líderes fundadores es indiscutible.
Pero habría que ir con cuidado: también es cierto que salvo en el caso argentino (donde hasta último momento el mismo FPV tuvo una relación ambivalente con el que terminaría siendo su derrotado candidato a presidente, Daniel Scioli) las fuerzas progresistas se las ingeniaron para construir transiciones en los gobiernos manteniendo el signo político. Chávez-Maduro, Lula-Dilma, Tabaré-Mujica muestran que esa dinámica es posible.
¿Quién está más adelantado en este aprendizaje parcial en el que los líderes, aunque fundamentales, pueden encontrar sustitutos o reemplazos sin que el proyecto político vuele por los aires? ¿Las sociedades o los propios líderes?
Bolivia puede ser un caso ilustrativo. Evo Morales venía de ganar las elecciones presidenciales de 2014 con el 61% de los votos. Incluso en medio del desplome económico de sus vecinos y un 53% de exportaciones de hidrocarburos con precios en picada, Bolivia sigue creciendo a más del 5%. El 20 de enero pasado, el vicepresidente Álvaro García Linera se reunió con los empresarios de Santa Cruz de la Sierra y en tono celebratorio dijo: «Hemos encontrado una fórmula boliviana virtuosa de articulación de lo público y lo privado». El balance entre radicalidad, eficiencia y consolidación política no podía ser mejor. Y sin embargo, en febrero pasado, Evo mordió el polvo en el referéndum que le hubiera permitido otra reelección.
La pregunta lógica no debería ser por qué los bolivianos no votaron la reforma constitucional, sino por qué Evo Morales se ofreció a sí mismo como única garantía de continuidad. La sociedad boliviana ya había dado muestras de separar los tantos cuando en el 2014 castigó a varios dirigentes locales del MAS, incluso en territorios tan evistas como El Alto.
Pareciera como si a veces los líderes pensaran que sus electores funcionan con una lógica puramente «economicista», cuando lo que ocurre es que el propio éxito de los gobiernos tiene como consecuencia una complejización social antes que un achatamiento rudimentario de los comportamientos colectivos. En el caso boliviano, además de nacionalizar y distribuir el ingreso, el MAS insumió buena parte de su energía política en lograr una nueva Constitución, que por primera vez puso a todos los bolivianos en condición de ciudadanos plenos. Y después les pidió que voten como si ese gran triunfo simbólico no hubiera ocurrido nunca; como si todas las conquistas sociales de una década no tuvieran como garantía ese contrato social, sino sólo a Evo Morales. ¿Es así? Y si es así, ¿de qué está sirviendo el empoderamiento social y la construcción política?
Oposiciones nuevas y viejas
Después de muchos años de ostracismo, las oposiciones lograron triunfos electorales o, al menos, disputar con éxito la agenda a los gobiernos progresistas. Ahora bien ¿qué son estas oposiciones?
Una primera caracterización gruesa, pero que no deja de ser orientativa, muestra que en todos los casos se trata de oposiciones a la derecha de los gobiernos posneoliberales. Basta con ver la extracción social de sus líderes, las alianzas sociales en las que se apoyan o las tesis económicas que tienen en sus mesitas de luz.
Mauricio Macri proviene del mundo empresario e inauguró su gobierno sembrando el gabinete de CEO. El principal opositor en Bolivia, Samuel Doria Medina, es un histórico empresario cementero y dueño de la franquicia Burger King. Aécio Neves en Brasil es, desde hace 30 años, parte del establishment político del país. En Venezuela, después de la emergencia de algunos liderazgos más jóvenes, cuando la oposición logró por primera vez en más de 15 años una porción de poder institucional relevante en la Asamblea Nacional, el liderazgo recayó en el veterano Henry Ramos Allup, del aun más veterano y conservador partido Acción Democrática.
En el camino parecen haber quedado los ensayos opositores «moderados» o que incluso tenían un origen en los mismos oficialismos. Marina Silva, Sergio Massa o el propio Henrique Capriles parecían interrogar a los oficialismos en sus propios términos, incorporando algunas demandas sin cuestionar en bloque las políticas públicas. Sin embargo, hoy parecen ensayos que fueron útiles para minar electoralmente a los oficialismos, pero no para heredarlos en el poder.
Los votantes opositores en los distintos países terminaron encumbrando a los líderes que mayor distancia tenían con los oficialismos, negativos casi perfectos. Lo cual pone en duda que el futuro político de la región esté en manos de políticos descremados, sin ideología, que algunos análisis suponían como una superación posible de los liderazgos «ideológicos» de la última década. El caso argentino, pero también el perfil de los opositores en los demás países, advierte sobre una reconstrucción ideológica neoconservadora, que cuestiona el centro de las políticas públicas que se llevaron a cabo en los últimos años en la región sin mayores amortiguaciones.
En este marco, no resulta extraño que los estamentos judiciales (que por propia naturaleza son la cara más perfecta del conservadurismo social e ideológico en estas latitudes) ocupen cada día una porción más grande de poder, amenazando incluso con volverse protagonistas determinantes de la escena política de cada país.
Fuente: http://www.eldiplo.org/202-el-temblor-brasileno/la-crisis-del-posneoliberalismo/