Lucas Villasenin

 

Desde la llegada al gobierno de Cambiemos se han acelerado las negociaciones del tratado de libre comercio entre el Mercosur y la Unión Europea. Se trata de un proyecto de larga data que se pretende establecer a espaldas de las mayorías.

 

Un viejo proyecto neoliberal

 

En 1995 la Unión Europea (UE) y el Mercosur firmaron un Acuerdo Marco Interregional de Cooperación. El mismo entró en vigencia en 1999 y un año después se comenzó a negociar un tratado de libre comercio entre ambos bloques regionales. En aquel momento el comercio con la UE representaba el 30% del comercio internacional del Mercosur. La asimetría cualitativa estaba en que el 85% de las importaciones desde la UE eran productos industriales y el 70% de las exportaciones hacia aquél bloque regional eran productos primarios.

Cuatro años después, aquélla negociación se estancó. Los cambios de gobierno en la región y la divergencia de intereses comerciales no permitieron avanzar en ese sentido. Desde el Mercosur se hizo hincapié en la exportación de productos agrícolas. Mientras que los objetivos de Unión Europea se centraron en la exportación de bienes industriales y de servicios junto con de la protección de los derechos de propiedad intelectual.

Luego, la derrota del proyecto del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) en 2005 cerró la posibilidad de que cualquier tratado semejante con la Unión Europea cuente con el consenso necesario. También, el crecimiento económico de China abrió un nuevo mercado que transformó las economías de los países del Mercosur y relativizó su dependencia del mercado europeo.

Por otro lado, la creación de la UNASUR y la incorporación de Venezuela y Bolivia al Mercosur colaboraron a ampliar las perspectivas de integración regional desde un punto de vista alternativo al neoliberalismo. Simultáneamente, el fortalecimiento de los BRICS durante la última década permitió empezar a diseñar una nueva geopolítica menos dependiente de Estados Unidos y Europa.

 

Negociación abierta, negocio seguro

 

Debido a las consecuencias de la crisis económica, desde la UE se intento reactivar la propuesta de un tratado de libre comercio con el Mercosur. En mayo de 2010 en Madrid, en la Cumbre de la UE y los Estados de América Latina y el Caribe, el viejo proyecto se volvió a poner sobre la mesa de negociaciones.

La Comisión Europea que gobierna el continente recibió las críticas de los gobiernos de Francia, Grecia, Irlanda y otros cinco países de la UE por relanzar esta iniciativa sin tener en cuenta la consecuencias para sus mercados agrícolas. La Comisión priorizó al capital industrial y financiero -que busca no perder más lugar en las inversiones en los países del Mercosur con China- por sobre los pequeños agricultores del sur de Europa.

En el Mercosur la respuesta no fue unificada. Los gobiernos de Brasil, Uruguay y Paraguay buscaron acelerar el acuerdo. El gobierno argentino de aquel momento no se opuso pero apuntó a establecer más condicionamientos a las exportaciones desde la UE y rechazar imposiciones. Mientras que el gobierno de Venezuela fue el único miembro pleno que se negó a mantenerse en la negociación del nuevo tratado.

Entre algunos de los condicionamientos que se conocen por las negociaciones se imponen la eliminación de impuestos a las exportaciones, el reconocimientos de estándares de producción y de patentes, y que los capitales de origen europeos tengan un trato equitativo en materia de promoción a la inversión. La libre circulación de mercancías podría llegar al 90% del comercio entre ambos bloques.

El potencial aumento de la exportación de commodities permitiría a los países del Mercosur saldar en lo inmediato las crisis que atraviesan por la baja de los precios internacionales de los mismos. Pero, una respuesta sencilla a esta problemática no indaga sobre quiénes son los beneficiarios concretos de esta política. ¿A qué bolsillos van a parar los ingresos por esas exportaciones? ¿Cuántas industrias pequeñas y medianas que han prosperado en las últimas décadas no podrán competir con las importaciones de productos industriales y de servicios europeos? ¿A quién va afectar el establecimiento de patentes y derechos de propiedad cuando hay dos economías y desarrollos científicos sumamente asimétricos?

La negociación del acuerdo estaría abierta en sus matices. Pero la única seguridad es que los principales beneficiarios con un tratado de libre comercio serian los capitales europeos ligados a la exportación de productos industriales y de servicios.

 

Un tratado anti-democrático

 

Días antes de asumir el gobierno de Cambiemos, la canciller argentina Susana Malcorra ya había expresado que “el ALCA no es mala palabra” abriendo las puertas a que el país se posicione a favor de firmar acuerdos similares.

En febrero se ha firmado el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica entre 12 países incluyendo a Estados Unidos, Canadá, Japón, Australia, Perú, Chile y México. Simultáneamente entre Europa y Estados Unidos continúan las negociaciones de la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (conocido como TTIP por sus iniciales en inglés).

Al igual que estos dos tratados de libre comercio, del tratado entre el Mercosur y la UE se desconocen aún sus clausulas. Consisten en acuerdos que violan directamente la soberanía de los Estados -al no poder hacer públicos los documentos- y más aún la democracia cuando la mayoría de los ciudadanos no puede acceder a conocer sus detalles.

Los recientes encuentros de Mauricio Macri con François Hollande en Buenos Aires y con Matteo Renzi en Roma fueron pasos para destrabar la aprobación del tratado. Un motivo para acelerar su aprobación está en que Venezuela al asumir en julio la presidencia pro-tempore del Mercosur podrá dificultar los procedimientos para llevarlo a cabo.

Sacar “barreras arancelarias”, imponer derechos de propiedad y patentes europeas o facilitar inversiones de origen en la UE no beneficia en sí mismo ni a europeos ni a latinoamericanos. Tampoco ayuda per sé a “abrirse al mundo”, pues acaso una mejor manera de hacerlo podría ser promover formas de integración solidarias sin tener que reconocer las patentes registradas por las empresas transnacionales.