Gabriel Cocimano

Si Arturo Jauretche viviese no se cansaría de repetir que el axioma neoliberal “hay que ingresar al mundo para que lleguen inversiones extranjeras”, que desde Martínez de Hoz hasta la actualidad silban a coro los políticos y economistas de la derecha argentina, es una perfecta Zoncera. Siempre dicha, por otra parte, en el mismo contexto de ajuste, recesión y desocupación. Ya lo había vaticinado en 1955 en su “Plan Prebisch: retorno al coloniaje” cuando, ante el programa económico de la dictadura que incorporaba, entre otras medidas, conceder mayor poder al capital extranjero y adquirir onerosos empréstitos, don Arturo sostuvo que “nos iremos hipotecando con el fin de permitir que falsos inversores de capital puedan remitir sus beneficios al exterior”. Jauretche hablaba de falsos inversores de capital…hace ya sesenta años!

Luego del fracaso de los experimentos neoliberales de 1976 y su continuidad en la década del noventa, los mismos gurúes económicos insisten hoy en afirmar que sin inversión extranjera directa no habrá desarrollo posible. En idéntica dirección, el gobierno de Mauricio Macri vuelve a decir que esta vez el endeudamiento –previo acuerdo con los fondos buitres- vendrá acompañado por una oleada de inversiones que se volcarán a la economía real. Acaso sea la única carta con la que cuenta para paliar los efectos del ajuste en sus primeros cien días de gobierno. Pero ¿qué ocurrió en el funesto ciclo neoliberal con las inversiones extranjeras?

A partir de 1976, el cambio en el régimen de acumulación, estructurado en torno a la apertura económica, la desregulación y la valorización financiera condujo a un proceso de desindustrialización, endeudamiento y desmantelamiento del mercado interno. Martínez de Hoz, ministro de economía de la dictadura, consideraba a las inversiones extranjeras como un elemento esencial “para reducir el costo social del proceso de capitalización del país y acelerar su tasa de crecimiento«, y esperaba que los capitales extranjeros se radicaran esencialmente en los sectores agropecuario, petrolero y minero. Como contrapartida, los grandes grupos obtuvieron créditos, pero no los invirtieron en la producción sino en la especulación: la famosa bicicleta financiera. La consecuencia de estos ensayos fue siniestra: descenso del salario real más inflación; desindustrialización más desempleo; crisis financiera más endeudamiento externo estatal y privado estatizado; vale decir, la riqueza de unos pocos y la pobreza de la mayoría. Se pagaba la deuda externa contraída haciendo ajustes presupuestarios en salud, educación, infraestructura y agrandando cada vez la deuda interna (Mario Rapoport, Historia Económica, Política y Social en la Argentina, Emecé 2012).

Durante el menemismo, el aumento del ahorro externo no significó un incremento comparable de la inversión, sino que en realidad sirvió en gran medida para financiar el consumo de las clases más acomodadas. El error sustancial está en identificar a las inversiones extranjeras directas con aportes reales de recursos: así, en el período 1992-2005 los aportes genuinos constituyeron el 39% del total de esas inversiones foráneas; mientras el cambio de manos de empresas ya instaladas (que no es inversión productiva) llegó al 52%. En el conjunto de ese período no hubo reinversiones (sólo 1%) y la deuda de las empresas privatizadas con las casas matrices totalizaba el 8%. Con respecto al período de auge de la convertibilidad (1992-2000), los aportes genuinos fueron contrapesados por los pagos por utilidades y dividendos. De estas cifras resulta entonces que el aporte de las inversiones externas a la inversión real entre 1992 y 2000 fue ínfimo: equivalió al 0,9% del PBI y a menos del 5% de la inversión total (Alfredo y Eric Calcagno: El tabú de la inversión extranjera, Le Monde Diplomatique, 2005).

La dura realidad es que en los años noventa las inversiones extranjeras llegaron para adquirir empresas en funcionamiento, públicas o privadas, esencialmente monopólicas y de gran rentabilidad, por lo que su aporte de capital al desarrollo nacional fue irrisorio. Esas inversiones suelen, en el mejor de los casos, dirigirse a países en los que pueden hacer buenos negocios: en definitiva van porque la economía crece, no es que la economía crezca porque van. De manera que asociar la llegada de inversiones extranjeras a la radicación de empresas que generen miles de puestos de trabajo es, en principio, un fraude a la confianza de cualquier sociedad.

Otra frase de manual neoliberal dice que “hay que generar confianza para atraer inversiones”. Pero, como sostiene Calcagno, “es un error concederles a los inversores externos condiciones tributarias de favor, como ocurre con las empresas mineras, o renunciar a la soberanía jurídica para otorgarles más garantías. Con el tratamiento preferencial, sólo se consigue generar enclaves con escaso efecto sobre el empleo, la producción y los ingresos fiscales, a cambio de perder recursos naturales no renovables y deteriorar el medio ambiente”. Aldo Ferrer planteaba una estrategia selectiva: “los dos países más estrictos en el acceso al capital extranjero son China y Corea. Sólo aceptan la inversión que les interesa. Nosotros en América atina seguimos el camino opuesto y pensamos que toda inversión extranjera es buena. Hay que replantear el régimen de inversión extranjera. No para cerrar la puerta, sino para recibir esos capitales cuando hagan algo que nos interese en términos de desarrollo”. Y anticipaba que el arreglo con los fondos buitres no constituye ninguna llave de acceso a esos capitales: “la suposición de que, después del arreglo con los buitres, van a llegar las inversiones, es una ficción. Ningún inversor, argentino o extranjero, que tenga un buen proyecto, deja de realizarlo por el conflicto con los buitres. El buen clima de inversiones depende de la gobernabilidad de la economía, la paz social, la seguridad jurídica, los espacios de rentabilidad y el ritmo de transformación de la estructura productiva para incorporar tecnología y agregar valor”.

Hace décadas que los gobiernos ligados al libre mercado nos endulzan los oídos con promesas de desembarco de capitales extranjeros que darán trabajo y bienestar. Para colmo, la tasa de inversión en el mundo está cayendo notoriamente, sobre todo desde la última crisis de 2008. No obstante y para refutar aun más la zoncera, fue 2012 el año en que la Argentina recibió el monto de inversiones extranjeras directas más alto de la última década, y la segunda cifra mayor de los últimos cuarenta años. Lo cual desmitifica la teoría neoliberal sobre las reglas económicas amigables, sin restricciones para los inversores: durante ese año gobernaba un modelo cuya política económica forzó a las grandes empresas a restringir la salida de capitales hacia sus casas matrices obligando, por tanto, a la reinversión de sus utilidades.

Cada vez que reaparece un gobierno de signo neoliberal recurre a la misma zoncera fetiche del epígrafe. No porque no exista tal posibilidad de inversiones extranjeras, sino porque el discurso es determinista y simplificador, y no desmenuza la orientación de dichas inversiones. Es necesario, en cambio, lograr que la avidez de los inversores extranjeros no redunde solamente en su propio beneficio, con los consiguientes padecimientos colectivos que conocemos. Por lo tanto se hace indispensable que el propio Estado tenga la misma avidez para controlar avideces ajenas en provecho propio, desechando golondrinas y todo tipo de aves rapaces que sobrevuelan también ávidas de ganancias rápidas y a bajo costo. Como profetizaba el propio Jauretche, históricamente las inversiones no han estado “dirigidas a desarrollar el país sino a facilitar su deformación en el sentido de un desarrollo dependiente”.

Gabriel Cocimano (Buenos Aires, 1961) Periodista y escritor, su último libro es «Café de los Milagros» (Editorial Autores de Argentina-2015). Todos sus trabajos en el sitio web www.gabrielcocimano.wordpress.com