Claudio Katz
El 2015 concluyó con significativos avances de la derecha en Sudamérica. Macri llegó a la presidencia de Argentina, la oposición obtuvo la mayoría en el parlamento venezolano y persisten las presiones para acosar a Dilma en Brasil. También hay campañas de los conservadores en Ecuador y habrá que ver si Evo obtiene un nuevo mandato en Bolivia.
¿En qué momento se encuentra la región? ¿Concluyó el periodo de gobiernos distanciados del neoliberalismo? La respuesta exige definir las peculiaridades de la última década.
Causas y resultados
El ciclo progresista surgió de rebeliones populares que tumbaron gobiernos neoliberales (Venezuela, Bolivia, Ecuador, Argentina) o erosionaron su continuidad (Brasil, Uruguay). Esas sublevaciones modificaron las relaciones de fuerza, pero no alteraron la inserción económica de Sudamérica en la división internacional del trabajo. Al contrario, en un decenio de valorización de las materias primas todos los países reforzaron su perfil de exportadores básicos.
Los gobiernos derechistas (Piñera, Uribe-Santos, Fox-Peña Nieto) utilizaron la bonanza de divisas para consolidar el modelo de apertura comercial y privatizaciones. Las administraciones de centro-izquierda (Kirchner-Cristina, Lula-Dilma, Tabaré-Mugica, Correa) privilegiaron la ampliación del consumo interno, los subsidios al empresariado local y el asistencialismo. Los presidentes radicales (Chávez-Maduro, Evo) aplicaron modelos de mayor redistribución y afrontaron severos conflictos con las clases dominantes.
La afluencia de dólares, el temor a nuevas sublevaciones y el impacto de políticas expansivas evitaron en la región los fuertes ajustes neoliberales que prevalecieron en otras regiones. Los clásicos atropellos que padecía el Nuevo Mundo se trasladaron al Viejo Continente. La cirugía de Grecia no tuvo correlato en la zona y tampoco se padecieron los desgarros financieros que afectaron a Portugal, Islandia o Irlanda.
Este desahogo fue también un efecto de la derrota del ALCA. El proyecto de crear un área continental de libre comercio quedó suspendido y ese freno facilitó alivios productivos y mejoras sociales.
Durante el decenio imperó una drástica limitación del intervencionismo estadounidense. Los marines y la IV flota continuaron operando, pero no consumaron las típicas invasiones de Washington. Esta contención se verificó en el declive de la OEA. Ese Ministerio de Colonias perdió peso frente a nuevos organismos (UNASUR, CELAC), que intermediaron en los principales conflictos (Colombia).
El reconocimiento estadounidense de Cuba reflejó este nuevo escenario. Al cabo de 53 años Estados Unidos no pudo doblegar a la isla y optó por un camino de negocios y diplomacia, para recuperar imagen y hegemonía en la región.
Esta cautela del Departamento de Estado contrasta con su virulencia en otras partes del mundo. Basta observar la secuencia de masacres que soporta el mundo árabe para notar la diferencia. El Pentágono asegura allí el control del petróleo, aniquilando estados y sosteniendo a gobiernos que aplastan las primaveras democráticas. Esa demolición (o las guerras de saqueo en África) estuvieron ausentes en Sudamérica.
El ciclo progresista permitió conquistas democráticas y reformas constitucionales (Bolivia, Venezuela, Ecuador), que introdujeron derechos bloqueados durante décadas por las elites dominantes. También se impuso un hábito de mayor tolerancia hacia las protestas sociales. En este terreno, salta a la vista el contraste con los regímenes más represivos (Colombia, Perú) o con los gobiernos que utilizan la guerra contra el narcotráfico para aterrorizar al pueblo (México).
El período progresista incluyó, además, la recuperación de tradiciones ideológicas antiimperialistas. Esta reapropiación fue visible en las conmemoraciones de los Bicentenarios que actualizaron la agenda de una Segunda Independencia. En varios países este clima contribuyó al resurgimiento del horizonte socialista.
El ciclo progresista involucró transformaciones que fueron internacionalmente valoradas por los movimientos sociales. Sudamérica se convirtió en una referencia de propuestas populares. Pero ahora han salido a flote los límites de los cambios operados durante esa etapa.
Frustraciones con la integración
Durante el 2015 las exportaciones latinoamericanas declinaron por tercer año consecutivo. El freno del crecimiento chino, la menor demanda de agro-combustibles y el retorno de la especulación a los activos financieros tienden a revertir la valorización de las materias primas.
Esa caída de precios se afianzará si el shale [petróleo o gas de esquisto] coexiste con el petróleo tradicional y se consolidan otros sustitutos de insumos básicos. No es la primera vez que el capitalismo desenvuelve nuevas técnicas para contrarrestar el encarecimiento de los productos primarios. Estas tendencias suelen arruinar a todas las economías latinoamericanas atadas a la exportación agro-minera.
Las adversidades del nuevo escenario se verifican en la reducción del crecimiento. Como la deuda pública es inferior al pasado no se avizoran aún los colapsos tradicionales. Pero ya declinan los recursos fiscales y se estrecha el margen para desenvolver políticas de reactivación.
El ciclo progresista no fue aprovechado para modificar la vulnerabilidad regional. Esta fragilidad persiste por la expansión de negocios primarizados en desmedro de la integración y la diversificación productiva. Los proyectos de asociación sudamericana fueron nuevamente desbordados por actividades nacionales de exportación, que incentivaron la balcanización comercial y el deterioro de procesos fabriles.
Luego de la derrota del ALCA surgieron numerosas iniciativas para forjar estructuras comunes de toda la zona. Se propusieron metas de industrialización, anillos energéticos y redes de comunicación compartidas. Pero estos programas han languidecido año tras año.
El banco regional, el fondo de reserva y el sistema cambiario coordinado nunca se concretaron. Las normas para minimizar el uso del dólar en transacciones comerciales y los emprendimientos prioritarios de infraestructura zonal quedaron en los papeles.
Tampoco se puso en marcha un blindaje concertado frente a la caída de los precios de exportación. Cada gobierno optó por negociar con sus propios clientes, archivando las convocatorias a crear un bloque regional.
El congelamiento del Banco del Sur sintetiza esa impotencia. Esta entidad fue especialmente obstruida por Brasil, que privilegió su BNDS [Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social]o incluso un Banco de los BRICS. La ausencia de una institución financiera común socavó los programas de convergencia cambiaria y moneda común.
La misma fractura regional se verifica en las negociaciones con China. Cada gobierno suscribe unilateralmente acuerdos con la nueva potencia asiática, que acapara compras de materias primas, ventas de manufacturas y otorgamientos de créditos.
China prioriza los emprendimientos de productos básicos y retacea la transferencia de tecnología. La asimetría que estableció con la región sólo es superada por la subordinación que impuso en África.
Las consecuencias de esta desigualdad comenzaron a notarse el año pasado, cuando China redujo su crecimiento y disminuyó sus adquisiciones en Latinoamérica. Además, comenzó a devaluar el yuan para incrementar sus exportaciones y adecuar su paridad cambiaria a las exigencias de una moneda mundial. Estas medidas acentuaron su colocación de mercancías baratas en Sudamérica.
Hasta ahora China se expande sin exhibir ambiciones geopolíticas o militares. Algunos analistas identifican esta conducta con políticas amigables hacia la región. Otros observan en ese comportamiento una estrategia neocolonial de apropiación de los recursos naturales. En cualquier caso el resultado ha sido un aumento geométrico de la primarización sudamericana.
En lugar de establecer vínculos inteligentes con el gigante asiático para contrapesar la dominación estadounidense, los gobiernos progresistas optaron por el endeudamiento y la atadura comercial. En UNASUR o CELAC nunca se discutió como negociar en bloque con China para suscribir acuerdos más equitativos.
Los fracasos en la integración explican el nuevo impulso que logró el Tratado del Pacífico. Los TLCs [Tratado de Libre Comercio] rebrotan con la misma intensidad que decae la cohesión sudamericana. Estados Unidos tiene objetivos más nítidos que en la época del ALCA. Alienta un convenio con Asia (TTP) y otro con Europa (TTIP) para asegurar su preeminencia en actividades estratégicas (laboratorios, informática, medicina, militares). En el escenario que sucedió al temblor del 2008 promueve con renovada intensidad el libre comercio.
Sudamérica es un mercado apetecido por todas las empresas transnacionales. Estas compañías exigen tratados con mayor flexibilidad laboral y explícitas ventajas para litigar en los pleitos de contaminación ambiental. Estados Unidos y China rivalizan utilizando estos mismos instrumentos de apertura comercial.
Chile, Perú y Colombia ya aceptaron las nuevas exigencias librecambistas del TTP en materia de propiedad intelectual, patentes y compras públicas. Sólo esperan lograr mayores mercados para sus exportaciones agro-minerales. Pero la gran novedad es la disposición del gobierno argentino a participar en ese tipo negociaciones.
Macri pretende destrabar el acuerdo con la Unión Europea e inducir a Brasil a cierta participación en la Alianza del Pacífico. Ha registrado que el gabinete de Dilma incluye representantes del agronegocio, más proclives a la liberalización comercial que al industrialismo del MERCOSUR.
Un test de los TLCs se verificará en las tratativas de otro convenio negociado en secreto por 50 países, con cláusulas extremas de liberalización en los servicios (TISA). Esta iniciativa ya afrontó un rechazo en Uruguay, pero las tratativas continúan. El ciclo progresista está directamente amenazado por la avalancha de libre comercio que propicia el imperio.
Fallidos neodesarrollistas
Los límites del progresismo han sido más visibles en los intentos nacionales de implementar políticas neodesarrollistas. Estos ensayos pretendieron retomar la industrialización con estrategias de mayor intervención estatal, para imitar el desenvolvimiento del Sudeste Asiático. A diferencia del desarrollismo clásico promovieron alianzas con el agro-negocio y apostaron a un largo período de reversión del deterioro de los términos de intercambio.
Al cabo de una década no lograron avanzar en ninguna meta industrializadora. La expectativa de igualar el avance asiático se diluyó, ante la mayor rentabilidad que genera la explotación de los trabajadores en el Extremo Oriente. La esperanza de conductas emprendedoras de los empresarios locales se desvaneció, frente a la continuada exigencia de auxilios estatales. La promoción de un funcionariado eficiente quedó neutralizada por la recreación de ineptas burocracias.
El principal intento neodesarrollista se llevó a cabo en Argentina durante el decenio que sucedió al estallido del 2001. Ese experimento fue erosionado por múltiples desequilibrios. Se renunció a administrar en forma productiva el excedente agrario mediante un manejo estatal del comercio exterior. También se confió en empresarios que utilizaron los subsidios para fugar capital sin aportar inversiones significativas. Además, se apostó a un virtuosismo de la demanda cimentado en aportes de los capitalistas, que prefirieron remarcar los precios.
El modelo preservó todos los desequilibrios estructurales de la economía argentina. Afianzó la primarización, potenció el estancamiento de la provisión de energía, perpetuó un esqueleto industrial concentrado y sostuvo un sistema financiero adverso a la inversión. El mantenimiento de una política impositiva regresiva impidió modificar los pilares de la desigualdad social.
Las tensiones acumuladas inducían a un viraje regresivo que el candidato del kirchnerismo (Scioli) eludió al perder los comicios. Postulaba un programa gradual de ajuste con reendeudamiento, devaluación, arreglo con los buitres, mayores tarifas y recortes del gasto social.
En Brasil se ha discutido si el gobierno del PT gestiona una variante conservadora de neodesarrollismo o una versión regulada del neoliberalismo. Como allí no se afrontó la crisis y la rebelión popular que convulsionaron a la Argentina, los cambios de política económica tuvieron menor intensidad.
Pero al cabo de un decenio los resultados son semejantes en ambos países. La economía brasileña se ha estancado y la expansión del consumo no ha resuelto las desigualdades sociales, ni masificado a la clase media. Hay mayor dependencia de exportaciones básicas y un fuerte retroceso industrial. Los privilegios al capital financiero persisten y el agronegocio sofoca cualquier esperanza de reforma agraria.
Dilma introdujo el viraje conservador que el progresismo evitó en Argentina. Ganó la elección cuestionando el ajuste promovido por su rival (Aecio Neves) y desconoció esas promesas frente a las presiones de los mercados. Designó un ministro de economía ultraliberal (Levy) que reprodujo el debut de Lula con personajes del mismo tipo (Palocci).
Durante el 2015 esta gestión ortodoxa generó subidas de tasas y aumentos de tarifas. Dilma justificó el recorte de las políticas sociales y mantuvo las ventajas que tienen los financistas para acumular fortunas. Pero al comienzo del nuevo año remplazó al hombre de los banqueros por un economista más heterodoxo (Barbosa), que promete un ajuste fiscal más pausado para atenuar la recesión. Este giro no anticipa salidas al pantano que generan las políticas conservadoras.
Ecuador ha padecido la misma involución del neodesarrollismo. Correa debutó con una reorganización del estado que potenció el mercado interno. Aumentó los ingresos fiscales, otorgó mejoras sociales y canalizó parte de la renta hacia la inversión pública.
Pero posteriormente enfrentó todos los límites de experimentos análogos y optó por el endeudamiento y el privilegio de las exportaciones. Suscribió un TLC con Europa, facilita la privatización de las carreteras y entrega campos maduros de petróleo a las grandes compañías.
Las falencias del neodesarrollismo han obstruido el ciclo progresista. Ese modelo intentó canalizar los excedentes de la exportación hacia actividades productivas. Pero enfrentó resistencias del poder económico y se sometió a esas presiones.
El nuevo tipo de protestas
Durante la última década se atenuaron los estallidos de descontento popular. Todas las administraciones contaron con un significativo colchón de ingresos fiscales para lidiar con las demandas sociales. La derecha recurrió al asistencialismo, la centroizquierda concretó mejoras sin afectar a los poderosos y los procesos radicales facilitaron conquistas de mayor gravitación.
En toda la región hubo mayor distensión social y los principales conflictos se trasladaron al plano político. Se verificaron grandes resistencias contra las acciones destituyentes de la derecha y gigantescas movilizaciones para apuntalar las batallas electorales. Pero no se registraron levantamientos equivalentes al periodo pre-progresista. Sólo la heroica respuesta al golpe de Honduras se aproximó a esa escala.
La combatividad popular se expresó en otros terrenos. Irrumpieron multitudinarias manifestaciones de estudiantes chilenos por la gratuidad de la educación y se consumó una llamativa huelga general en Paraguay. También se observaron activas demandas de los campesinos, indígenas y ambientalistas en Colombia y Perú.
Pero la principal novedad de la etapa fueron las protestas sociales en los países gobernados por la centroizquierda. En un contexto de fuertes presiones políticas de la derecha, esa interpelación desde abajo puso de relieve la insatisfacción popular.
El desafío fue notorio en Argentina. Primero se extendieron las huelgas de los docentes y estatales. Luego apareció el rechazo al pago de un impuesto que grava a los asalariados de mayores ingresos. Este disgusto detonó cuatro paros generales en el 2014-2015. La masividad de estas acciones sorprendió a los gremialistas del oficialismo que se opusieron a la protesta.
En Brasil el descontento emergió en las jornadas de julio del 2013. Las grandes manifestaciones para reclamar mejoras en el transporte y la educación convulsionaron a las principales ciudades. Estas peticiones no sólo constituyeron reclamos de «segunda generación» suplementarios de lo ya logrado. Expresaron el fastidio con las condiciones de vida. Ese malestar se verificó en los cuestionamientos a los gastos superfluos realizados para financiar el Mundial de Futbol, en desmedro de las inversiones en educación.
Finalmente en Ecuador, las movilizaciones sociales e indígenas incrementaron su presencia callejera y alcanzaron el año pasado un pico de masividad. Correa respondió con dureza y autoritarismo, ensanchando la grieta que separa al oficialismo de amplios sectores populares.
¿Por qué avanza la derecha?
El arribo de Macri a la presidencia representa el primer desplazamiento electoral de una administración centroizquierdista por sus adversarios conservadores. Este viraje no es comparable a lo ocurrido en Chile con la victoria de Piñera sobre Bachelet. Allí se registró una acotada sustitución dentro de las mismas reglas neoliberales.
Macri es un crudo exponente de la derecha. Triunfó recurriendo a la demagogia, la despolitización y las ilusiones de concordia. Con promesas vacías transformó los virulentos cacerolazos en una oleada de votos.
El nuevo mandatario ya designó un gabinete de gerentes para administrar el estado como si fuera una empresa. Inició una drástica transferencia regresiva de ingresos mediante la devaluación y la carestía. Recurre a los decretos para criminalizar la protesta social y prepara la anulación de los logros democráticos.
El triunfo de Macri no fue una casualidad. Estuvo precedido por la negativa del progresismo a asumir numerosas demandas que la derecha recogió en forma distorsionada y demagógica. Esta responsabilidad del kirchnerismo es omitida por sus seguidores.
Algunos progresistas observan la victoria del PRO como una desventura pasajera y esperan retomar el gobierno en pocos años, desconociendo las probables modificaciones del mapa político en ese interregno. Otros suponen que la elección se perdió por mala suerte o por el desgaste de 12 años, como si ese cansancio siguiera una cronología fija.
Quienes atribuyen el desenlace electoral a la prédica ciertamente efectiva de los medios de comunicación hegemónicos, no aceptan que al mismo tiempo falló el armado alternativo de la propaganda oficial. Lo mismo vale para quienes se burlan de la «postpolítica» del macrismo, sin registrar la decreciente credibilidad del discurso kirchnerista. El fastidio con la corrupción, el clientelismo y la cultura justicialista de verticalismo y lealtad explican la victoria de Macri.
La ofensiva reaccionaria para acosar a Dilma no logró los resultados de Argentina, pero desconcertó al gobierno brasileño durante todo el 2015. Los derechistas comenzaron con grandes manifestaciones en marzo, que no pudieron sostener en agosto y menos aún en diciembre. Las movilizaciones sociales contra el golpe institucional siguieron en cambio un curso opuesto y se engrosaron con el paso del tiempo.
El Tribunal Supremo frenó por ahora el juicio político y el gobierno logró un alivio, que utiliza para reordenar alianzas a cambio de cierto desahogo fiscal. Pero Dilma sólo ha conseguido una tregua con sus oponentes en el Congreso y los medios de comunicación.
Al igual que en Argentina el progresismo elude cualquier explicación de ese retroceso. Simplemente maniobra para asegurar la supervivencia del gobierno, mediante nuevos pactos con el poder económico, las elites provinciales y la partidocracia.
Sus teóricos evitan indagar la involución del PT que erosionó su base social al aceptar los ajustes. En la última elección Dilma ganó por muy poco y compensó con votos del nordeste los sufragios perdidos en el sur. El sostén de las viejas bases obreras del PT disminuyó frente al clientelismo tradicional.
Además, el gobierno está manchado por graves escándalos de corrupción. Han salido a flote negociados con la elite industrial, que retratan las consecuencias de gobernar en alianzas con los acaudalados. En vez de analizar esta dramática mutación, los teóricos del progresismo reiteran sus genéricos mensajes contra la restauración conservadora.
Una regresión semejante se observa en Ecuador. La gestión de Correa está signada por un gran divorcio entre la retórica beligerante y la administración del status quo. El presidente polemiza con los derechistas y es implacable en sus denuncias de la injerencia imperial. Pero cada día cruza una nueva barrera en la aceptación del libre-comercio y en la confrontación con los movimientos sociales.
También aquí los análisis del progresismo se limitan a redoblar las alertas contra la derecha. Omiten la desilusión que genera un presidente comprometido con la agenda del establishment. Este giro explica su reciente decisión de renunciar a un próximo mandato.
La centralidad de Venezuela
El desenlace del ciclo progresista se juega en Venezuela. Lo que sucede allí no es equivalente a lo acontecido en otros países. Estas diferencias son desconocidas por quienes equiparan los recientes triunfos de la derecha venezolana y argentina. Ambas situaciones son incomparables.
En el primero caso los comicios se desarrollaron en medio de una guerra económica, con desabastecimiento, hiperinflación y contrabando de las mercancías subsidiadas. Fue una campaña llena de pólvora, paramilitares, ONGs conspirativas y provocaciones criminales.
La derecha preparaba sus típicas denuncias de fraude para descalificar un resultado adverso en los comicios. Pero ganó y no logra explicar cómo pudo registrarse esa victoria bajo una «dictadura». Por primera vez en 16 años obtuvieron mayoría en el Parlamento e intentarán convocar a un revocatorio para deponer a Maduro.
Como no están dispuestos a esperar hasta el 2018 se avecina un gran conflicto con el Ejecutivo. Promoverán en el Congreso exigencias inaceptables, con el explícito propósito de acosar al presidente (liberar golpistas, transparentar la especulación, anular conquistas sociales).
Ningún rasgo de ese escenario se observa en Argentina. No sólo Capriles tiene prioridades muy distintas a Macri, sino que el chavismo difiere significativamente del kirchnerismo. El primero surgió de una rebelión popular y declaró su intención de alcanzar objetivos socialistas. El segundo se limitó a capturar los efectos de una sublevación y siempre enalteció al capitalismo.
En Venezuela hubo redistribución de la renta afectando los privilegios de las clases dominantes y en Argentina se repartió ese excedente sin alterar significativamente las ventajas de la burguesía. El empoderamiento popular que desencadenó el chavismo no se equipara con la expansión del consumo que promovió el kirchnerismo. Tampoco el proyecto antiimperialista del ALBA guarda semejanzas con el conservadurismo del MERCOSUR (Cieza, 2015; Mazzeo, 2015; Stedile, 2015).
Pero la principal singularidad de Venezuela proviene del lugar que ocupa en la dominación imperial. Estados Unidos concentra todos sus dardos contra eses país, para recuperar el control de las principales reservas petroleras del continente. Por eso mantiene una estrategia de agresión permanente.
Basta observar la guerra que libró el Pentágono en Medio Oriente –demoliendo a Irak y Libia– para notar la importancia que le asigna al control del crudo. El Departamento de Estado puede reconocer a Cuba y discutir con presidentes adversos, pero Venezuela es una presa no negociable.
Por esta razón los medios de comunicación hegemónicos martillean día y noche sobre el mismo país, con imágenes de un desastre que requiere salvamento externo. Los golpistas son presentados como víctimas inocentes de una persecución, omitiendo que Leopoldo López fue condenado por los asesinatos perpetrados durante las guarimbas. Cualquier tribunal estadounidense hubiera dictado sentencias mucho más duras frente a esas tropelías. La diabolización mediática busca aislar al chavismo para incentivar mayores condenas de la socialdemocracia.
Esta campaña no logró resultados hasta la reciente victoria electoral de la derecha. Ahora se disponen a retomar los planes para tumbar a Maduro, combinando el desgaste que promueve Capriles con la destitución violenta que impulsa López. Tratan de empujar al gobierno a una situación caótica para repetir el golpe institucional perpetrado en Paraguay.
Macri es el articulador internacional de esa conspiración. Encabeza todos los cuestionamientos a Venezuela, mientras criminaliza la protesta en Argentina. Gobierna por decreto en su país y exige respeto a los parlamentarios de otra nación.
El líder del PRO ya sugiere sanciones contra el nuevo socio del MERCOSUR, pero no habla de Guantánamo, ni menciona los padecimientos de los presos políticos en las cárceles estadounidenses. Pospuso su exigencia de sanciones a Venezuela a la espera de mayores definiciones de Dilma. Pero volverá a la dureza si estima oportuno acompañar las provocaciones de López.
Definiciones impostergables
El chavismo ha debido confrontar con fuertes agresiones por la radicalidad de su proceso, la furia de la burguesía y la decisión imperial de manejar el petróleo. El contraste con Bolivia es llamativo. También allí ha primado un gobierno radical-antiimperialista. Pero el Altiplano no tiene la relevancia estratégica de Venezuela y arrastra un nivel muy superior de subdesarrollo.
Evo mantuvo la hegemonía política y logró un crecimiento económico significativo. Forjó un estado plurinacional desplazando a las viejas elites racistas e impuso por primera vez la autoridad real de ese organismo en todo el territorio.
Hasta ahora la derecha no pudo disputarle el gobierno, pero hay una batalla abierta en torno a la reelección de Morales. En cualquier caso Bolivia no afronta aún las impostergables definiciones que debe asumir el chavismo.
Desde la caída del precio del petróleo Venezuela sufre un drástico recorte de los ingresos. Están amenazadas las importaciones requeridas para el funcionamiento corriente de la economía. También se verifica un gran desborde del déficit fiscal, la brecha cambiaria, la inflación y la emisión.
Ya no alcanza con la simple constatación de la guerra económica. También hay que registrar la incapacidad del gobierno para enfrentar ese atropello. A Maduro le ha faltado la firmeza que tuvo Fidel durante el período especial. El sabotaje económico es efectivo porque la burocracia estatal continúa sosteniendo con los dólares de PDVSA, un sistema cambiario que facilita el desfalco organizado de los recursos públicos (Gómez Freire, 2015; Aharonian, 2016; Colussi, 2015).
Este desmanejo acentúa el estancamiento del modelo distribucionista, que canalizó inicialmente la renta hacia programas asistenciales y no logró posteriormente gestar una economía productiva.
El escenario actual ofrece una nueva (y quizás última) oportunidad para reordenar la economía. Resulta imprescindible cortar el uso de las divisas para el contrabando de mercancías y el ingreso de importaciones encarecidas. Ese fraude enriquece al funcionariado aburguesado y subleva a la población. No basta con reorganizar PDVSA, controlar las fronteras o encarcelar a ciertos delincuentes. Sin remover a los corruptos el proceso bolivariano se autocondena al declive.
El chavismo necesita un contragolpe para recuperar sostén popular. Varios economistas han elaborado detallados programas para implementar otra gestión cambiaria, a partir de la nacionalización de los bancos y el comercio exterior. Como ya no hay dólares suficientes para solventar las importaciones y pagar la deuda habría que encarar también una auditoria de ese pasivo.
Maduro ha declarado que no se rendirá. Pero en la delicada situación actual no alcanzan las definiciones por arriba. La supervivencia del proceso bolivariano exige construir un poder popular desde abajo. Ya existe una legislación que define las atribuciones del poder comunal. Sólo esos organismos permitirían sostener la batalla contra capitalistas que burlan controles cambiarios y recuperan excedentes petroleros.
El ejercicio del poder comunal está bloqueado desde hace años por una burocracia que empobrece al estado. Ese sector sería el primer afectado por una democracia desde abajo. Al comenzar el año Maduro instaló una asamblea del poder comunal. Pero el verticalismo del PSUV y la hostilidad hacia las corrientes más radicales obstruyen esa iniciativa (Guerrero, 2015; Iturriza, 2015; Szalkowicz, 2015; Teruggi, 2015).
Cualquier impulso a la organización comunal redoblará las denuncias de la prensa internacional contra la «violación de la democracia» en Venezuela. Estos cuestionamientos serán propagados por los artífices del golpe estadounidense en Honduras y por los inspiradores de la farsa institucional que derrocó a Lugo en Paraguay.
Son los mismos personajes que silencian el terrorismo de estado imperante en México o Colombia. Han debido aceptar la institucionalidad cubana dentro de UNASUR, pero no están dispuestos a tolerar el desafío de Venezuela. Confrontar con ese establishment mediático es una prioridad en todo el continente.
Ocultamientos derechistas
El nuevo escenario sudamericano ha envalentonado a la derecha. Piensa que llegó su hora y promete cerrar el ciclo «populista», para reemplazar el «intervencionismo por el mercado» y el «autoritarismo por la libertad».
Con estos mensajes oculta su responsabilidad directa en la devastación sufrida durante los años 80 y 90. Los gobiernos progresistas impugnados aparecieron frente al colapso económico y el desangre social generado por los neoliberales. La derecha no sólo retrata ese pasado como un proceso ajeno a sus gestiones. También encubre lo que sucede en los países que gobierna.
Pareciera que los únicos problemas de América Latina se ubican fuera de ese radio. Este engaño ha sido construido por los medios hegemónicos de comunicación, que pasan por alto cualquier información adversa a las administraciones derechistas.
El apañamiento es tan descarado que el grueso de la población desconoce cualquier información ajena a los países objetados por la prensa dominante. Los medios describen la inflación y las tensiones cambiarias reinantes en los gobiernos impugnados, pero omiten el desempleo y la precarización imperantes en las economías neoliberales.
También resaltan la «pérdida de oportunidades» que ocasiona el control de los capitales y silencian los terremotos que provoca la desregulación. Despotrican contra el «artificio del consumo» y ocultan el deterioro generado por la desigualdad.
Pero la omisión más grosera se ubica en el funcionamiento del estado. La derecha impugna el «paternalismo discrecional» vigente en el área progresista y desconoce el desmoronamiento que afecta a los narco-estados, expandidos al calor del libre comercio y la desregulación financiera. Tres economías ponderadas por su grado de apertura y afinidad con el capital –México, Colombia y Perú– sufren esa corrosión del estado.
México padece el nivel de violencia más dramático de la región. Ningún funcionario de alto rango ha sido encarcelado y numerosos territorios están bajo control de bandas criminales. En Colombia los carteles de la droga financian presidentes, partidos y sectores del ejército. En Perú el grado de complicidad oficial con el tráfico de drogas incluyó la conmutación de penas a 3 200 condenados por ese delito.
Ninguno de estos datos es difundido con la insistencia que se retratan las desventuras de Venezuela. Esta dualidad comunicacional se extiende al tema de la corrupción. La derecha presenta esta adversidad como una gangrena del progresismo, olvidando la participación protagónica de los capitalistas en los principales desfalcos de todos los estados.
Los grandes medios exponen los detalles del oscuro manejo oficial del dinero público en Venezuela, Brasil o Bolivia. Pero no hablan de los casos más escandalosos que afectan a sus protegidos. La indignación colectiva que precipitó la reciente renuncia del presidente de Guatemala no encabeza los noticieros.
La derecha recurre a las mismas unilateralidades mediáticas parar embellecer el modelo económico de Chile. Este esquema es ponderado por sus privatizaciones, ocultando el asfixiante endeudamiento de las familias, la precarización laboral y las miserables pensiones de la jubilación privada. Tampoco se comenta el freno del crecimiento y el aumento de la corrupción, que socavan las reformas de la educación y la previsión social prometidas por Bachelet.
El contraste entre el paraíso neoliberal y el infierno progresista también incluye el silenciamiento del único caso de cesación de pagos del 2015. Puerto Rico se quedó sin plata para financiar el despojo de sus recursos humanos (emigración), naturales (reemplazo de la agricultura por la importación de alimentos) y económicos (deslocalización de la industria y el turismo).
Las consecuencias del neoliberalismo no tienen espacio en los periódicos, ni minutos en los informativos. La derecha discute el fin del ciclo progresista omitiendo lo que sucede fuera de ese universo.
¿Un período postliberal?
La engañosa mirada de la derecha sobre el ciclo progresista contrasta con el importante debate que se desenvuelve en la izquierda, entre teóricos de la continuidad y del agotamiento de ese período.
El primer enfoque resalta la solidez de las transformaciones de la última década. Subrayan los logros socio-económicos, los avances en la integración, los aciertos geopolíticos y las victorias electorales (Arkonada, 2015a; Sader, 2015a).
La consistencia que observan en los cambios operados se verifica en el uso del calificativo postliberal para describir ese ciclo. Estiman que una etapa «post» ha dejado atrás a la fase precedente por la contundencia de las mutaciones registradas. Con este enfoque polemizan con las visiones que remarcan el declive de ese proceso (Itzamná, 2015; Sader, 2016b; Rauber, 2015).
El triunfo de Macri, el avance de Capriles-López y la parálisis de Dilma o Correa han moderado estas apreciaciones e inducido a ciertas críticas. Algunos resaltan los efectos nocivos de la burocracia o las errores en la batalla cultural (Arana, 2015; Arkonada, 2015b).
Pero en general mantienen la caracterización del período y subrayan las limitaciones de la ofensiva conservadora. Resaltan la debilidad de ese proyecto, la transitoriedad de sus éxitos o la proximidad de grandes resistencias sociales (Puga Álvarez, 2015; Arkonada, 2015b).
Esta visión no permite registrar hasta qué punto la profundización del patrón extractivista ha socavado el ciclo progresista. La sintonía de ese esquema económico con las administraciones derechistas no se extiende a sus pares de centroizquierda. Estos gobiernos son afectados por las nefastas consecuencias de un modelo que deteriora el empleo e impide el desarrollo productivo. Esta contradicción es mucho más severa en los procesos radicales.
El supuesto de un periodo postliberal omite esas tensiones. No sólo olvida que la superación del neoliberalismo exige comenzar a revertir la primarización de la región. También recurre a muchas indefiniciones en la caracterización del período. Nunca se aclara si el postliberalismo está referido a los gobiernos o a los patrones de acumulación.
A veces se sugiere que conforma un período contrapuesto al Consenso de Washington. Pero en ese caso se enfatiza el giro político hacia la autonomía, desconociendo la persistencia del patrón de exportaciones básicas.
También se argumenta que un cambio más sustancial del modelo económico desborda lo que puede encarar América Latina. Este giro supondría virajes más significativos en un capitalismo multipolar en gestación. Pero nadie precisa como esas transformaciones alterarían la fisonomía tradicional de la región. Lo ocurrido en la última década ilustra un curso de primarización, contrapuesto a los pasos que debería transitar la región para forjar una economía industrializada, diversificada e integrada.
El enfoque afín al progresismo también reivindica el basamento económico neodesarrollista del último decenio resaltando sus contrastes con el neoliberalismo. Pero no registra las numerosas áreas de complementariedad entre ambos modelos. Tampoco nota que ningún ensayo de mayor regulación estatal ha revertido las privatizaciones, erradicado la precariedad laboral, o modificado los pagos de la deuda.
Estas insuficiencias no constituyen el «precio a pagar» por la gestación de un escenario postliberal. Perpetúan la dependencia y la especialización primario-exportadora.
Es cierto que en la última década hubo mejoras sociales, mayor consumo y cierto crecimiento. Pero estos repuntes ya ocurrieron en otros ciclos de reactivación y valorización exportadora. Lo que no ha cambiado es el perfil del capitalismo regional y su adaptación a los requerimientos actuales de la mundialización.
Cuando este dato es ignorado se tiende a observar avances donde hay estancamiento y logros perdurables donde imperan los desaciertos. El trasfondo del problema es la santificación del capitalismo como único sistema factible. Los teóricos del progresismo descartan la implementación de programas socialistas o a lo sumo aceptan su eventualidad para futuros lejanos.
Con ese presupuesto imaginan la viabilidad de esquemas heterodoxos, inclusivos o productivos de capitalismo latinoamericano. Cada evidencia de fracaso de este modelo es sustituida por otra esperanza del mismo tipo, que desemboca en desengaños semejantes.
Oficialismo sin reflexión
Los problemas reales que afectan al progresismo son frecuentemente eludidos, cuestionando exclusivamente a la burocracia, la corrupción o la ineficiencia. Se olvida que esas adversidades suelen acosar en algún momento a todos los modelos económicos y no constituyen una peculiaridad de la última década.
Como se supone, además, que la única alternativa frente a esas administraciones es el retorno conservador se justifican conductas que terminan facilitando la restauración derechista.
Este comportamiento se corroboró durante las protestas que irrumpieron bajo los gobiernos de centroizquierda. Los oficialistas rechazaron estas manifestaciones observando una mano de la derecha en su gestación. Cuestionaron a los «desagradecidos» que ganaron las calles, desconociendo lo hecho por las administraciones progresistas.
Durante los paros de Argentina (2014-15) el progresismo repitió los argumentos tradicionales del establishment. Objetó el carácter «político» de las huelgas, omitiendo que ese perfil no reduce su legitimidad. Arremetió contra la «extorsión de los piquetes», olvidando que ese chantaje es ejercido por las patronales y no por los activistas. Ignoró que esos cortes protegen de sanciones a los trabajadores precarizados sin derecho a la protesta.
Otros progresistas descalificaron las huelgas afirmando que «mañana todo seguirá igual», como si un acto de fuerza de los trabajadores no favoreciera su capacidad de negociación. Incluso presentaron la huelga como un acto de «egoísmo» de los asalariados con mayores sueldos, cuando esa ventaja ha permitido motorizar las mayores resistencias sociales de la historia argentina.
En Brasil la reacción del PT fue semejante. No participó en el inicio de las jornadas del 2013, expresó su desconfianza hacia los manifestantes y sólo aceptó la validez de las marchas cuando se masificaron. El gobierno se limitó a acusar a la derecha de incentivar el descontento, en lugar de registrar la desilusión popular con una administración que designa ministros neoliberales.
La hostilidad hacia las acciones callejeras fue un resultado de la involución del PT. Ese partido perdió sensibilidad hacia los reclamos populares al estrechar vínculos con el empresariado y los banqueros. Su cúpula gestiona la economía al servicio de los capitalistas y se sorprende cuando sus bases sociales demandan lo que siempre reclamaron.
Las mismas tensiones salieron a flote en Ecuador frente a numerosas peticiones de los movimientos sociales en defensa de la tierra y el agua. Como estas marchas coincidieron con rechazos de la derecha a los proyectos impositivos del gobierno, los oficialistas subrayaron la convergencia de ambas acciones en un mismo proceso de restauración conservadora. En vez de propiciar una aproximación a los reclamos sociales para forjar un frente común contra los reaccionarios, el progresismo acompañó ciegamente a Correa.
Lo ocurrido frente a las protestas en los tres países gobernados por la centroizquierda ilustra como las administraciones progresistas toman distancia (en vez de aproximarse) al movimiento popular. De esa forma pavimentan el repunte de la derecha.
Distinciones perdurables
Las tesis postliberales son objetadas por otros autores que remarcan el agotamiento del ciclo progresista, como consecuencia del extractivismo. Estiman que los emprendimientos megamineros (Tipnis, Famaitina, Yasuni, Aratiri) y la primacía de la soja o los hidrocarburos han impedido reducir la desigualdad social. Consideran, además, que todos los gobiernos de América Latina convergen en un «consenso de commodities» que acentúa la primarización (Svampa, 2014; Zibechi, 2016, Zibechi, 2015ª).
Esta visión describe correctamente las consecuencias de un modelo que privilegia las exportaciones básicas. Pero postula erróneamente la preeminencia de una fisonomía uniforme en la región. No registra las significativas divergencias que separan a los gobiernos derechistas, centroizquierdistas y radicales en todos los terrenos ajenos al extractivismo.
Venezuela no erradicó la gravitación del petróleo, Bolivia no se liberó de la centralidad del gas y Cuba mantiene su atadura al níquel o el turismo. Pero esta dependencia no convierte a Maduro, Evo o Raúl en mandatarios semejantes a Peña Nieto, Santos o Pinera. Las exportaciones básicas prevalecen en toda la economía latinoamericana sin definir el perfil de los gobiernos.
Al resaltar los nefastos efectos del extractivismo se evita la ingenua visión postliberal. Pero las limitaciones del progresismo no se reducen al reforzamiento del patrón agrominero. Tampoco el neodesarrollismo se define por esa dimensión. Si la impronta extractiva constituyera el rasgo principal de ese modelo, no presentaría diferencias significativas con el neoliberalismo.
Los nuevos desarrollistas han intentado canalizar la renta agrominera hacia el mercado interno y la recomposición industrial. Fallaron en ese objetivo, pero tuvieron una pretensión ausente en sus adversarios librecambistas.
Es importante precisar estas distinciones para elaborar alternativas. De la exclusiva contraposición en torno al extractivismo no emergen esas respuestas. Frente al capitalismo postliberal impulsado por los teóricos de la continuidad del ciclo progresista, sus objetores no postulan la opción socialista. Más bien enuncian genéricas convocatorias a proyectos centrados en la multiplicación de comunidades autogestionadas.
Este horizonte localista suele desechar la necesidad de un estado administrado por las mayorías populares, que concilie la protección del medio ambiente con el desenvolvimiento industrial. América Latina necesita nacionalizar los principales resortes de su economía, para financiar emprendimientos productivos con la renta agrominera.
Los beneficiarios de estas propuestas serían las mayorías laboriosas y no las minorías capitalistas. Aquí radica la principal diferencia del socialismo con el neodesarrollismo.
Los teóricos del declive progresista cuestionan el autoritarismo de los gobiernos de ese signo. Describen restricciones a las libertades públicas, agresiones al movimiento indígena y reforzamientos del presidencialismo. También denuncian la sustitución de dinámicas de hegemonía por lógicas coercitivas y el silenciamiento de las voces independientes frente a la palabra oficial (Svampa, 2015; Gudynas, 2015; Zibechi, 2015b).
Pero ninguna de estas tendencias ha convertido a una administración de centroizquierda en un gobierno de la reacción. El único caso de ese tipo sería Ollanta Humala, que se disfrazó de chavista y ejerce la presidencia con mano dura y entrega neocolonial.
Es importante reconocer estas diferencias para tomar distancia de los mensajes que divulga la derecha contra el «autoritarismo» y el «populismo». Mientras que los políticos conservadores buscan unificar las críticas al progresismo en un engañoso discurso común, la izquierda necesita delimitarse. Repudiar explícitamente los argumentos o posturas de los reaccionarios es la mejor forma de evitar esa trampa.
Conviene no olvidar que radicalizar los procesos empantanados por las vacilaciones del progresismo es una meta contrapuesta a la regresión neoliberal. Por eso pueden existir áreas de convergencia con la centroizquierda pero nunca con la derecha. La confrontación con los reaccionarios es un requisito de la acción política popular.
Estas distinciones se verifican en todos los planos y tienen especial vigencia en el terreno democrático. El progresismo puede adoptar actitudes coercitivas pero no actúa estructuralmente con patrones represivos. Por esta razón un pasaje de formas hegemónicas (consenso) a dominantes (coerción) en la gestión estatal es habitualmente acompañado por cambios en el tipo de gobierno. Las diferencias entre la centroizquierda y la derecha que aparecieron al inicio del ciclo progresista persisten en la actualidad.
Controversias concretas
Todos los debates en curso asumen actualmente en Venezuela un contenido urgente. Allí no se discuten diagnósticos genéricos de continuidad o agotamiento de la etapa, sino propuestas específicas de radicalización o involución del proceso bolivariano.
El primer planteo es alentado por los revolucionarios. Rechazan los pactos con la burguesía, promueven acciones efectivas contra los especuladores y auspician la consolidación del poder comunal. Estas iniciativas retoman la audacia que caracterizó a las revoluciones exitosas del siglo XX. Propician tomar la iniciativa antes que la derecha gane la partida (Conde, 2015; Valderrama, Aponte, 2015; Aznárez, 2015; Carcione, 2015).
El segundo enfoque es alentado por los socialdemócratas y los funcionarios que lucran con el status quo. Sus teóricos no explicitan claramente un programa. Ni siquiera objetan abiertamente las tesis radicales. Simplemente soslayan las definiciones, sugiriendo que el gobierno sabrá encontrar el camino correcto.
Con esa actitud suelen denunciar la culpabilidad del imperialismo en todos los atropellos que sufre Venezuela, pero no aportan propuestas para derrotar esas agresiones. Convocan a redoblar los esfuerzos contra la «ineficiencia» o el «descontrol», sin mencionar la nacionalización de los bancos, la expropiación de quienes fugan capital o la auditoria de la deuda.
En la disyuntiva actual la simple reivindicación del proceso bolivariano (y de la adhesión que preserva) no resuelve ningún problema. Sin discutir abiertamente por qué el chavismo perdió votantes activos, no hay forma de revertir el mayor predicamento de la derecha. Tampoco alcanza señalar elípticamente que el gobierno «no supo o no pudo» adoptar las políticas adecuadas.
Más desacertado aún es culpabilizar al pueblo por su «olvido» de lo otorgado por el chavismo. Esta forma de razonar supone que las mejoras concedidas paternalmente por una administración deben ser aplaudidas sin chistar. Es la mirada contrapuesta al poder comunal y al protagonismo de trabajadores que construyen su propio futuro.
Los proyectos de capitalismo postliberal chocan con la realidad venezolana. Allí se comprueba el carácter fantasioso de ese modelo y la necesidad de abrir caminos anticapitalistas para impedir la restauración conservadora. Rechazar estos senderos con un recetario de imposibilidades simplemente conduce a bajar los brazos.
Algunos pensadores coinciden con esta caracterización, pero estiman que «ya pasó el momento» para avanzar en esa dirección. ¿Pero cómo se determina esa temporalidad? ¿Cuál es el barómetro para dictaminar el fin de un proceso transformador?
La pérdida de entusiasmo, el repliegue a la vida privada y las proclamas de «adiós al chavismo» son datos de la coyuntura. Pero muchas veces el pueblo reaccionó frente a situaciones de extrema adversidad. No sería la primera vez que las divisiones y los errores de la derecha precipitan un contragolpe bolivariano.
Identidad socialista
La persistencia, renovación o extinción del ciclo progresista en la región depende de la resistencia popular. No se puede indagar la continuidad o cancelación de ese período omitiendo esta dimensión. Es un gran error evaluar cambios de gobiernos ignorando los niveles de lucha, organización o conciencia de los oprimidos.
Por el momento la derecha tiene la iniciativa, pero el signo del período se definirá en las batallas sociales que seguramente precipitarán los propios conservadores. El resultado de esos conflictos no sólo depende de la disposición de lucha. La influencia de corrientes socialistas, antiimperialistas y revolucionarias será un factor clave de ese final.
Las tradiciones de estas vertientes han sido actualizadas en la última década por movimientos sociales y procesos políticos radicales. Una nueva generación de militantes retomó especialmente el legado de la revolución cubana y el marxismo latinoamericano.
Chávez jugó un papel clave en esa recuperación y su fallecimiento afectó severamente el renacimiento de la ideológica socialista. Ese impacto fue tan grande que indujo a buscar referentes sustitutos. La centralidad asignada al Papa Francisco es un ejemplo de esos reemplazos, que suelen confundir roles de mediación con papeles de liderazgo.
Es incuestionable la utilidad de ciertas figuras para negociar con los enemigos. El primer latinoamericano que accede al Papado aporta una buena carta de intermediación con el imperialismo. Su presencia puede servir para romper el bloqueo económico sobre Cuba, contrarrestar el sabotaje a las negociaciones de paz en Colombia o interceder frente a las bandas criminales que operan en la región. Sería insensato desperdiciar el puente que aporta Francisco para cualquiera de esas tratativas.
Pero esa función no implica protagonismo del Papa en las batallas contra el capitalismo neoliberal. Muchos suponen que Francisco encabeza esa confrontación, a través de mensajes contra la desigualdad, la especulación financiera o la devastación ambiental.
No registran que estas proclamas contradicen la continuada fastuosidad del Vaticano y su financiamiento a través de oscuras operaciones bancarias. El divorcio entre prédica y realidad ha sido un clásico de la historia eclesiástica.
El Papa retoma también varios preceptos de la doctrina social de la Iglesia, que auspician modelos de capitalismo con mayor injerencia estatal. Estos esquemas buscan regular los mercados, alentar la compasión de los poderosos y garantizar la sumisión de los desposeídos. Desenvuelven una ideología forjada durante el siglo XX en polémica con el marxismo y sus influyentes ideas de emancipación.
Las concepciones de la Iglesia no han cambiado. Francisco intenta retomarlas para recuperar la pérdida de adhesión que sufre el catolicismo a manos de credos rivales. Esas religiones se han modernizado, son más accesibles a las clases populares y están menos identificadas con los intereses de las elites dominantes.
La campaña del Vaticano cuenta con el beneplácito de los medios de comunicación que enaltecen la figura de Francisco, ocultando su cuestionado pasado bajo la dictadura argentina. Bergoglio mantiene su vieja hostilidad a la Teología de la Liberación, rechaza la diversidad sexual, niega los derechos de las mujeres y evita la penalización de los pedófilos. Encubre, además, obispos impugnados por las comunidades (Chile), canoniza misioneros que esclavizaron indígenas (California) y facilita las agresiones contra el laicismo.
Es un error suponer que la izquierda latinoamericana se construye en un ámbito compartido con Francisco. No sólo persiste una gran contraposición de ideas y objetivos. Mientras que el Vaticano continúa reclutando fieles para disuadir la lucha, la izquierda organiza protagonistas de la resistencia.
Es tan importante reforzar esta actitud combativa como afianzar la identidad política de los socialistas. La izquierda del siglo XXI se define por su perfil anticapitalista. Batallar por los ideales comunistas de igualdad, democracia y justicia es la mejor forma de contribuir a un desemboque positivo del ciclo progresista.