La derecha ha vuelto a la economía un «coco». revertir esto es el primer y principal reto del gobierno y las fuerzas del verdadero cambio.

Es una sana tradición mundial dar buenos deseos cada vez que termina un año y comienza otro. Es un de impulso instintivo, podría decirse, por más mediado culturalmente que esté. La sensación de que algo termina y otra cosa comienza permite hacer recapitulaciones pero al mismo tiempo replanteos y reseteos, todo lo cual por lo general va en la línea de aspirar a que las cosas mejoren, que el mañana sea mejor que el hoy, o para parafrasear a Proust, a desconvencernos de que el pasado y el presente son los únicos estados posibles de la existencia.

Pero además de instintivo podría decirse que este impulso es también completamente irracional desde el punto de vista convencional del término, o al menos contra-factual y a-estadístico. Y es que para decirlo como Violencia Rivas: está comprobado que, mientras el tiempo y los infortunios corren veloces, la esperanza, muy por el contrario, camina renqueando, de manera que suele ocurrir más frecuentemente que no se cumpla todo lo que deseamos ni planificamos. Pero aún así, todos los años hacemos lo mismo… Para algunos esto es señal masoquismo social. Sin embargo, soy de los que se inclinan por pensar que no existe mejor cualidad y capacidad humanas -además de amar- más valiosa y útil que la de aspirar a mejores mundos incluso y sobre todo dentro de las peores circunstancias.

Ahora bien, no menos cierto es que, independientemente que la realidad termine por arruinar la más de las veces nuestros planes y expectativas, no es exactamente fuera de la aquella donde solemos buscar las fuentes que alimentan estas últimas. Y es que desear que las cosas mejoren o que el mañana sea mejor que el hoy, no es social ni políticamente hablando, un asunto de puro deseo. Se trata también de un asunto de información. Pues lo que diferencia a una esperanza pura y simple de una expectativa, es que ésta última se basa en cierto principio de probabilidad, que puede ser realista o no, pero que procura darle visos de objetividad.

Una expectativa, desde este punto de vista, más que aquello que quiere que suceda o sea es lo que se considera lo más probable que suceda, sea «bueno» o «malo». Y si lo consideramos más probable es porque tenemos ciertos indicios más allá de nuestras querencias de que será así, lo sea finalmente o no. Y son este tipo de expectativas lo que suele animar las decisiones que la gente hace sobre su vida, tanto en lo privado como en lo público, por lo que es algo que no se puede ignorar. Si las expectativas que tenemos de lo que va a ocurrir son «buenas» hablamos entonces de expectativas positivas. Y si las consideramos «malas» negativas. Preferimos colocar entre comillas lo de bueno y malo pues ya sabemos lo relativo que suelen ser estas valoraciones.

Así las cosas, la primera fuente de indicios en los que basamos nuestras expectativas es, por supuesto, la experiencia vivida. Es un anclaje de realidad empírico en sentido lato: si algo ha dado tal o cual resultado, lo más seguro es que siga arrojando el mismo. Esto, en sí mismo, es a-científico, pero como la experiencia de la vida suele confirmarlo muy a menudo, tendemos a darle visos de seriedad. Ahora bien, la segunda fuente de la cual se nutren nuestras expectativas son las proyecciones y pronósticos basadas en el acceso a tal o cual información, lo cual es todavía mucho menos riguroso y más incierto. Entre otras razones, pues a medida que la expectativa y decisión involucradas son más complejas o el ámbito de acción de las mismas es más amplio, el acceso y manejo de toda la información necesaria para proyectar se hace cada vez menos posible. Pero incluso en el caso que manejemos toda la información necesaria y que ésta no esté adulterada ni tergiversada (que es el problema más común de la información disponible además de su incompletud), aún nos toca brincar un obstáculo que parece trivial pero que termina siendo determinante: el que implica la interpretación de los datos, asunto que depende de detalles tan «insignificantes» como los términos y formas en que se nos presentan. Veamos, para intentar explicar este punto, el siguiente ejemplo sacado de un experimento cognitivista:

Amenazado por una fuerza enemiga superior, el general se encontró ante un dilema. Sus oficiales de Inteligencia afirmaban que los soldados serían cogidos en una emboscada en la que morirían 600 de ellos, a menos que él los condujera a lugar seguro por una de dos rutas posibles. Si elegía la primera, se salvarían 200 soldados. Si optaba por la segunda, habría un tercio de posibilidades de que se salvaran los 600 soldados y dos tercios de posibilidades de que no se salvara nadie. ¿Qué ruta debía tomar?

La mayoría de la tropa instó al general a coger la primera ruta, argumentando que es mejor salvar las vidas que puedan ser salvadas que jugar con el riesgo de tener pérdidas aun mayores, pero ¿qué sucede en la siguiente situación?

Nuevamente, el general debe elegir entre dos vías de escape. Pero esta vez sus ayudantes le informan que si coge la primera iban a morir 400 soldados. Si va por la segunda, en cambio, hay un tercio de posibilidades de que no muera ningún soldado, y dos tercios de posibilidades de que perezcan los 600. ¿Qué camino debe tomar?

Frente a esta alternativa, la mayoría de la tropa prefiere la segunda ruta. La primera, después de todo, significa la muerte de 400 soldados. Con la segunda opción hay un tercio de posibilidades de que no muera nadie. E incluso, si el general pierde en este juego, sus pérdidas sólo serán el 50 % más altas.

El hecho de que la mayoría de la gente llegue a conclusiones opuestas en estos problemas es bastante sorprendente, porque como revela una lectura no superficial, en realidad se trata del mismo problema planteado de modos distintos. La diferencia está en que, en el primer caso, la cuestión se plantea en términos de vidas salvadas y en el segundo, en términos de vidas perdidas.

Esta paradoja es una de las muchas que aparecen la obra de dos científicos, Daniel Kahneman y Amos Tversky, cuyos resultados cuestionan la confiabilidad básica de la racionalidad humana. Obra gracias a la cual, y esto es lo más interesante a efecto de lo que aquí nos concierne, Kahneman ganó en 2002 (Amos murió en 1996) un premio Nobel no de medicina ni de psicología (que no existe) sino de economía, poniendo en cuestionamiento nada menos que una de los fundamentos más sagrados de la teoría económica neoliberal: la teoría de las expectativas racionales. Lo que Kahneman y Tversky descubrieron es que, cuando las personas se enfrentan con problemas de este tipo, se manifiestan en proporción de tres a uno en favor de los dilemas planteados en términos de vidas salvadas, pero lo hacen por cuatro a uno cuando el dilema se formula en términos de vidas perdidas. Y aunque lleguen a reconocer la contradicción, algunas personas seguirán dando respuestas divergentes según el caso.

Pero en el fondo el descubrimiento de Daniel Kahneman y Amos Tversky no es tanto que a menudo seamos irracionales. Esto no tiene ninguna novedad decirlo. Y tampoco necesariamente que la gente esté más animada a no perder que a ganar corriendo riesgos, lo que se puede discutir. Se trata en realidad de que, incluso cuando tratamos de ser fríamente lógicos, podemos respuestas radicalmente diferentes al mismo problema por el simple hecho de estar planteado en términos ligeramente distintos.

Todo lo anterior viene a tema pues en materia de política en general y de política económica en lo particular, la expectativas juegan un papel central. Y éstas, como acabamos de afirmar, no solo dependen de lo que la experiencia vivida le indica a la gente. Y ni siquiera tampoco de lo que la información disponible (sesgada, amañada, etc.) les señale. Sino también y en gran medida de cómo se le haga llegar, incluyendo en esta última lista un conjunto de elementos no-discursivos pero que influyen en el discurso y sirven para darle sentido: entre ellos, el sentido de la oportunidad, la seguridad, la coherencia y, de manera muy particular, la correspondencia que debe haber entre lo afirmado y lo demostrado.

Si a mi me preguntan, en el contexto de guerra económica y psicológica que estamos atravesando, lo que más se ha visto afectado del lado del gobierno es esto. Y no solo por los ataques de la derecha y los especuladores. Sino también y tal vez sobre todo por nuestras propias contradicciones e inconsecuencias. Todo lo cual termina redundando en un aumento de la incertidumbre de la población que no solo se desespera, desmoraliza y molesta -que es lo mínimo que puede hacer por lo demás- sino que además se encuentra menos animada a luchar contra la especulación y más bien se resigna a sumarse a la misma como parte del sálvese quien pueda que termina por imponerse.

A este respecto, y en el entendido que la derecha económica local y mundial no hará sino arreciar su guerra, qué hacer. Solo sugiero una lista de cosas mínimas de lo que se debe y no:

  1. La política económica debe ser coherente en todos sus áreas (cambiaria, monetaria, fiscal, etc.,) y sobre todo procurar que una no entorpezca a otra. Que en muchas ocasiones deba responder a las coyunturas sobrevenidas no anula lo anterior
  2. La política económica (y sobre todo en esta coyuntura) no puede ser pasiva ni reactiva sino activa y ofensiva. La política económica debe marcar la agenda económica de país, no lo contrario. Más que «desmontar» matrices (lo cual casi nunca se logra y más bien se ayuda a difundirlas) de lo que se trata es de posicionarlas.
  3. Debe tenerse una vocería económica única, preferiblemente en el vicepresidente del área o el vicepresidente de la República. En estos momentos no tenemos vocería económica oficial, pero además tenemos una serie de voceros económicos «oficiosos» (en especial diputados de la AN) que complican más que ayudar.
  4. La vocería económica debería acompañarse de una campaña comunicacional en materia económica que la refuerce, pero que además mande mensajes a la población que sirva para recuperar sus expectativas positivas sobre el país y el futuro sin por ello dejar de ser realista ni mentir. Esta campaña debe ser convocante y amplia, que no abandone a nuestros sectores más duros pero que busque interlocución con sectores medios y profesionales que se han visto beneficiados por las políticas del chavismo y luego la oposición los capta, al tiempo que nosotros les damos la espalda.
  5. Paralelo a dicha campaña debería tenerse otra dirigida exclusivamente a criticar y revelar las propuestas, planes y alianzas de la oposición y mostrar como todas sus propuestas apuntan contra la clase trabajadora y los sectores medios. En este sentido debe aprovecharse que ya no estaremos discutiendo el pasado (la Cuarta, los adecos, etc.) sino con amenazas reales al presente y futuro del país. La lucha entre los modelos es ahora en tiempo real.
  6. Evitar los falsos positivos de anuncios de medidas que no se anuncian finalmente atacando la confianza, autoridad y seriedad del gobierno.
  7. Debemos anticiparnos a los problemas, no esperar que nos revienten para ver cómo hacer con ellos: por ejemplo, con bombos y latillos se ha anunciado un gran desabastecimiento a comienzos de éste 2016 como ocurrió a comienzos de 2015, a medias provocado por las vacaciones de las empresas y a medias inducido. Ya nos pasó una vez, ¿nos volverá a pasar?
  8. Agregaría como punto adicional uno planteado por Lorena Freitez en su excelente nota 7 claves políticas el hoy: el despertar de las fuerzas que lo recomiendo completivo pero cito acá solo un fragmento: «En términos simbólicos, la derecha sólo logró su cometido porque posicionó la idea de que el Estado es un estamento inútil para resolver los problemas de la gente (primer paso para la reinstalación del sentido común neoliberal), es así que se tiene como desafío recomponer la fuerza de los arquetipos del poder del Estado, situándose como un instrumento útil para los ciudadanos: las figuras clave del poder estatal deben reubicarse en el tablero de las jugadas efectivas. Comenzaríamos mimetizando la imagen del presidente con la resolución directa de la situación económica. Es fundamental que el presidente, como jefe de Estado y líder de la Revolución, por la vía de los hechos ofrezca certezas sobre la garantía de alimentos para el mes de enero 2016, derrotando todas las tesis catastróficas sobre el desabastecimiento. Esto exige a un presidente protagonizando acontecimientos de agilización de colas, sacando o recibiendo cosechas, empaquetando productos o custodiando la llegada de productos a los puertos (vigilando la corrupción aduanera bajo un enfoque panóptico para quienes allí trabajan). En el mediano plazo, exige producir una nueva identidad de la gestión económica socialista. La revolución económica debe tener una identidad propia, manejar un enfoque y un discurso sobre las maneras concretas de gestionar los intereses económicos de las mayorías, que trascienda los tímidos objetivos de protección del salario y la protección social. En este sentido, deben darse signos de un «reseteo económico». Entre algunas de las acciones sugeridas a calor de las asambleas populares de los últimos días, destacan:
  1. Re-unificar el sistema económico y colocarlo bajo una sola estructura de mando: economía, hacienda, producción (industrial y comunal) y comercio.
  2. Remover y modificar el gabinete económico, apostando por cuadros con solvencia ética, moral y revolucionaria.
  3. Promover banderas claras de un gobierno económico socialista:
  • la democratización económica: pluralización de los actores económicos y la desconcentración de la riqueza.
  • la comunalización de la producción y la distribución: irrigación de cuotas de producción nacional a las comunas y responsabilidades de la distribución en las bases de la economía comunal o barrial.
  • el gobierno económico junto al pueblo: creación del Consejo Presidencial del Gobierno Popular para la Economía (con actores del Poder Popular, economistas y otros profesionales de cada área)
  • la transparencia radical en el manejo de los recursos públicos: producir información constante y pública; lanzamiento de plataformas digitales y de consulta pública abierta sobre el manejo del erario nacional; visibilidad total del sistema de compras públicas.
  • el rescate del bolívar como premisa y signo de soberanía: las condiciones actuales exigen gobernar con mayor eficacia sobre la banca sin su nacionalización absoluta, usando el poder del ejecutivo para decretar incentivos claros para el ahorro en bolívares de la clase media y popular.»

Por lo demás, hay aspectos claves surgidos a partir de la última alocución del presidente y los anuncios hechos. Así las cosas, lo de los vehículos en menos baladí de lo que parece. Y es que si se anunció que se van a recoger hay que hacerlo, pues que eso quede en un mero anuncio terminará por traer resultados peores a los ya causados. La idea de la línea de taxis no abusivos y de buen servicio es genial, sobre todo si se coordina con los servicios de buses que se han venido incorporando a nivel nacional. Pero hay que hacerlo. La autoridad del gobierno en materia económica, aunque no lo parezca a primera vista, pasa por ello.

Lo segundo es el tema de precios: y es que si ahora es formalmente un delito tomar como marcador a los tipos de cambio paralelo entonces es algo que hay que hacer cumplir. No solo la SUNDEE sino el propio SENIAT, el BCV y hasta la Defensoría del Pueblo y la Fiscalía tienen una gran deuda a este respecto.

Y lo tercero, el tema de los impuestos, con lo cual regreso a donde iniciamos. Y es que éste es un asunto especialmente sensible pues apunta directamente no solo a los prejuicios habidos y por haber dentro de la «burguesía» venezolana (y la mundial valga decir), sino al corazón mismo de su modelo de acumulación. Así las cosas, la estrategia histórica de la derecha y los poderes económicos ha sido volver la defensa de su «derecho» a no pagar impuesto una causa que involucre a otro sectores de la población, utilizando para ellos distintas artimañas discursivas que buscan crear solidaridades allí donde no debería haberlas.

Una de las artimañas favoritas es la de hacer ver que los impuestos se cobran para financiar el «despilfarro y la corrupción del Estado» y no como parte de los deberes que en cualquier sociedad moderna y civilizada tenemos todos de financiar la cosa pública de una manera progresiva y equitativa, que implica que quienes más ingresos generan más deben pagar.

La otra, aplicar sobre la clase trabajadora un síndrome de Estocolmo similar al que le crean con los aumentos salariales y los beneficios laborales, en este caso, haciéndole creer que al pagar más impuestos disminuye la inversión y por tanto peligran los puestos de trabajo.

Y la tercera, hacer ver que la «gente honesta» paga impuestos para mantener a los «vagos» que no. Ninguna de estas cosas son ciertas, sin embargo, hay que demostrarlo y decirlo, pero además, no caer en simplificaciones discursivas que redunden en reafirmar los prejuicios y falacias de la derecha económica. Por poner un ejemplo y con esto terminar: no se trata de recaudar más impuestos para financiar la inversión social o reducir el déficit público. Menos aún, como medida de emergencia dada la caída de los precios petrolero.

Se trata más bien de normalizar la política fiscal y hacerla justa, siguiendo incluso los mismos parámetros que en el mundo capitalista se aplican como lo son la progresividad y la transparencia, pero que aquí no ocurren pues el modelo impuesto por FEDECAMARAS al menos desde 1945 así no lo han permitido.

Por lo demás, no se trata que unos paguen para mantener a otros. Se trata simplemente que todos tenemos la responsabilidad de hacerlo teniendo claro que –como también pasa en toda sociedad capitalista normal- existen personas que por condiciones especiales no pueden hacerlo. Pero sobre este tema en específico hablaremos en una próxima entrega pues esto ya va demasiado largo.