Marcelo Colussi
«El gran problema estratégico radica en que muchos pensadores consideran que la izquierda debe centrarse en la construcción de un modelo de capitalismo posliberal. Esta idea obstruye los procesos de radicalización. Supone que ser de izquierda es ser posliberal, que ser de izquierda es bregar por un capitalismo organizado, humano, productivo. Esta idea socava a la izquierda desde hace varios años, porque ser de izquierda es luchar contra el capitalismo. Me parece que es el abecé. Ser socialista es bregar por un mundo comunista.»
Claudio Katz
I
Los años 60 y los inicios de los 70 del pasado siglo mostraron, tanto en Latinoamérica como en distintos puntos del mundo, un marcado espíritu antisistémico, evidenciado en diversas facetas: auge de distintas luchas políticas, surgimiento de movimientos armados revolucionarios inspirados en la mística guevarista y el ejemplo de la Revolución Cubana de 1959, liberación femenina, revolución sexual, movimientos pacifistas anti guerra de Vietnam, despertar generalizado de las juventudes, Teología de la Liberación en la Iglesia católica. Podría mencionarse, como emblema de todo esto, el Mayo Francés en el continente europeo, o el Movimiento de 1968 en México, en tierras americanas.
Toda esa expresión contestataria, con ribetes tan distintos y hasta antitéticos en algunos casos, tenía un hilo conductor: la protesta ante un sistema económico-político que se mostraba injusto y opresor. Desde el movimiento hippie con su llamado al no-consumo hasta las guerrillas latinoamericanas, las luchas se sucedieron y crecieron. La organización sindical, los movimientos campesinos, la protesta estudiantil, son todos momentos de un proceso de auge de los procesos de transformación que se habían puesto en marcha. Pero el sistema reaccionó.
Después de la crisis del petróleo de 1973, el sistema capitalista mundial, con Estados Unidos a la cabeza y en medio de la Guerra Fría, reaccionó vehementemente. En Latinoamérica, región que nos interesa en particular para este análisis, la reacción fue una represión feroz.
Entre mediados de los 70 y la década de los 80 la reacción ante el avance de las fuerzas populares y cuestionadoras fue sencillamente monstruosa. Sobre montañas de cadáveres, con las torturas más encarnizadas, con la desaparición forzada de miles de luchadores sociales de todo tipo, con políticas de destrucción completa de aldeas campesinas, todo ese auge transformador que se venía dado fue cortado de cuajo. El avance del campo popular fue seguido de un tremendo retroceso en conquistas ya logradas y en organización social. Después del triunfo de la Revolución Sandinista en 1979 en Nicaragua (última revolución del siglo XX), los movimientos revolucionarios armados fueron aniquilados o severamente diezmados, forzándolos en la mayoría de casos a buscar salidas negociadas. Lo que en un momento parecía una primavera se transformó en un crudo invierno.
Sobre la base de esta descomunal represión, de la desarticulación de conquistas populares y del aniquilamiento de fuerzas de izquierda, se comenzaron a implantar los planes neoliberales fijados por los organismos del Consenso de Washington: Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional. El primer experimento fue Chile, en medio de la dictadura pinochetista. Luego siguieron todos los países de la región.
En pocas palabras: el capitalismo más salvaje y descarnado, sobre la base de una profunda explotación de los trabajadores, llegó para quedarse (no sólo en Latinoamérica sin a nivel global), haciendo desaparecer avances sociales ya consagrados constitucionalmente, como fueron todas las mejoras logradas por los trabajadores en años de lucha previa: prestaciones sociales varias, inmovilidad laboral, seguros de salud, etc.
Sobre la base de esa represión y del miedo concomitante, la cultura del silencio se entronizó por doquier, criminalizándose todo tipo de protesta social. Distractores y anestesias sociales como la explosión imparable de cultos evangélicos fundamentalistas y el fútbol televisado por cantidades industriales fueron la versión moderna del ya milenario pan y circo.
En esa marea de avance impetuoso de la visión de derecha, cayendo las experiencias socialistas de la Unión Soviética y de Europa del Este, y comenzando su proceso de retorno al capitalismo la República Popular China, las expresiones de socialismo se fueron esfumando. Los partidos de izquierda de América Latina quedaron silenciados, así como todas las organizaciones populares, víctimas aún del terror inducido por los ríos de sangre derramados en esos años. La Revolución Sandinista, siguiendo el proceso de reversión del socialismo a nivel global, concluyó tristemente. El único país que siguió en esa senda fue Cuba, solitaria, golpeada, bloqueada.
II
El anterior panorama, con la caída del Muro de Berlín y todas las otras caídas que eso trajo aparejadas, hizo sentir a la derecha global, siempre capitaneada por Washington, el gran vencedor de la Guerra Fría. De ahí el grito triunfal de Francis Fukuyama respecto a que la historia había terminado. O la altanera afirmación de la Dama de Hierro, Margaret Tatcher, en relación a que «no hay alternativa».
El golpe fue tan grande que por un momento todo el campo popular sintió que era cierto, que la «la historia estaba echada», que «no había ninguna salida». Pero la historia sigue, y también las injusticias. Por tanto, la gente de carne y hueso, que es la que realmente hace la historia, siguió reaccionado antes las inequidades. Sin duda que la «pedagogía del terror» que se aplicó, con muertos, desaparecidos, torturados y aldeas arrasadas, silenció la protesta por un tiempo. La desarticulación de las demandas fue grande, y al día de hoy aún se siente. Lo cual no significa que terminaran las injusticias y la explotación, o que los pueblos dejaran de sufrir y alzar la voz ante los atropellos.
Lentamente, reorganizándose como pudieron, los colectivos sociales siguieron adelante con sus demandas. Surgieron así, o cobraron fuerza, nuevas formas de lucha, de protesta, de confrontación al capital y a las distintas formas de explotación (luchas étnicas, reivindicaciones de género). Las izquierdas políticas, bien organizadas y con un norte claro (o aparentemente claro) de las décadas pasadas, en general en desbandada, fueron cediendo su lugar a las izquierdas sociales, a los movimientos contestatarios y antisistémicos, en muchos casos bastante espontáneos.
Las fuerzas políticas de cuño marxista que, en más de alguna ocasión, veían la revolución socialista como algo cercano en las década de los 70 del pasado siglo, involucionaron. Muchos partidos comunistas se transformaron en socialdemócratas. Buena parte de la izquierda revolucionaria se convirtió en una izquierda no confrontativa con el sistema, amansándose, pasando a planteos posibilistas y electorales. Lo que algunas décadas atrás se denostaba implacablemente (la lucha electoral, por ejemplo), pasó a ser, en mucha gente de izquierda, el único camino posible. El saco y la corbata, o el maquillaje y los tacones, vinieron a reemplazar la boina guerrillera. Pero no sólo en términos de indumentaria, obviamente: el retroceso se dio en ámbitos más profundos.
Si los años 80 pudieron ser llamados la «década perdida», los 90 marcan un nuevo auge, una recomposición, un nuevo despertar de procesos populares. Ahora bien: debe quedar claro que los parámetros de las luchas de años atrás variaron sustancialmente. Para el siglo XXI, tener trabajo es ya un éxito. Y dadas las condiciones generales que impuso el neoliberalismo con su hiper explotación, la vida pasó a ser, en muy buena medida, casi en exclusividad una dura y cotidiana lucha por la pura sobrevivencia. La precarización se hizo evidente en todos los aspectos y en todos los sectores socio-económicos. Por allí se dijo que hoy un trabajador –obrero industrial o productor intelectual– trabaja tanto como en la Edad Media europea.
Nuevos problemas aparecieron en la escena, como la delincuencia urbana generalizada, el consumo de drogas ilegales y el narcotráfico. Esos elementos fueron marcando la dinámica actual. La lucha de clases pareció salir de escena. Pero, obviamente, ¡no salió! Ahí está, siempre presente, aunque invisibilizada a través del monumental bombardeo mediático al que se somete a la población. «Protestar» es cosa del pasado, parece ser la consigna. Eso es lo que el discurso de la derecha, omnímodo, incuestionable, intenta presentar como versión oficial de las cosas. De la mano de eso se muestra, maquilladamente, un supuesto paraíso donde los países desarrollaron su modelo neoliberal. Y se remite al caso de Chile como paradigma. Pero la realidad es muy otra: con la aplicación de esas recetas liberales Latinoamérica pasó a ser la región del orbe con mayor inequidad; sus diferencias entre ricos y pobres son mayores que en ninguna otra parte. Con los planes de achicamiento de los Estados y las recetas fondomonetaristas que la atravesaron estas últimas décadas, la exclusión social creció en forma agigantada: en los inicios de la década del 80 había 120 millones de pobres, pero esta cifra aumentó a más de 250 millones en los últimos 30 años, y de ellos más de 100 millones son población en situación de miseria absoluta.
Así como creció la pobreza, igualmente creció la acumulación de riquezas en cada vez menos manos. La deuda externa de toda la región hipoteca eternamente el desarrollo de los países, y sólo algunos grandes grupos locales –en general unidos a capitales transnacionales– son los que crecen; por el contrario, las grandes mayorías, urbanas y rurales, decrecen continuamente en su nivel de vida. Lo que no cesa es la transferencia de recursos hacia Estados Unidos, ya sea como pago por servicio de deuda externa o como remisión de utilidades a las casas matrices de las empresas que operan en la región. Las remesas que retornan son mínimas en relación a lo que se va. Y la cooperación internacional, con las migajas que aporta, ni por cerca puede ser una solución valedera a estos problemas tan profundos.
De este modo el sistema tiene controlada la protesta social. Dado que la sub-ocupación y la desocupación abierta crecieron exponencialmente, tener un puesto de trabajo es un bien codiciado que se debe cuidar como tesoro. Eso es una forma de evitar la protesta social. A lo que se suma la pedagogía del terror ya mencionada, asentada en años de violencia generalizada, con Estados contrainsurgentes que violaron en forma inmisericorde los más elementales derechos humanos. Y si la población sigue protestando, se la criminaliza. O se la reprime abiertamente.
En ese escenario de retroceso social, el grueso de las izquierdas también retrocedió. El ideario revolucionario de años atrás quedó en suspenso. Muchas de las iniciativas de izquierda «se calmaron». Así, se produjo un cambio importante en la correlación de fuerzas y en las dinámicas socio-políticas: para el sistema capitalista dominante, para las oligarquías nacionales en cada país de Latinoamérica y para Washington (eje decisorio de lo que sucede en la región, vista siempre como su «patio trasero»), el principal enemigo son ahora los movimientos populares, lo que podríamos llamar la izquierda social y no tanto las izquierdas políticas (hoy, en muchos casos ocupando posiciones de gobierno, fieles pagadoras de la deuda externa y preocupadas, más que nada, por aparecer en televisión).
III
Ahora bien: esas fuerzas de izquierda que en estos últimos años llegaron a las casas de gobierno en más de algún caso, preocupadas por la «buena imagen», en realidad no son tan de izquierda.
En muchos países de la región, ya entrado el siglo XXI, actores políticos con tintes progresistas fueron ocupando puestos de dirección de los Estados. Pero sabemos que ocupar la presidencia, el Poder Ejecutivo, no es exactamente detentar el poder real de lo que sucede en una sociedad. El presidente, en el marco del capitalismo, es un operador político, tanto en las opulentas naciones del Norte como en las pobres y dependientes del Sur. Un operador calificado, si se quiere, pero que responde a agendas ya trazadas. Transformar una sociedad va infinitamente más lejos que sentarse en la silla presidencial. Más allá de buenas intenciones o de promesas de campaña, los cambios sustantivos no vienen desde las alturas palaciegas: los producen las grandes mayorías populares en su dinámica de lucha, en la calle, en su organización y su protesta.
Con esta visión neoliberal entronizada que campea, también se entronizó la concepción individualista donde «la política la hacen los políticos». Noción muy restringida, por cierto: la vida política es la expresión de las relaciones de fuerza, de los juegos de poder que se dan en lo profundo de una sociedad. La historia no depende de individuos aislados, por más «buena voluntad» o «capacidad» que detenten. Pero el individualismo exacerbado que nos trajo el actual modelo neoliberal ha hecho exaltar ese mito. E incluso la izquierda, al menos en muy buena medida, no escapa al prejuicio dominante.
Así las cosas, luego del aluvión represivo de años atrás y de los planes de capitalismo salvaje, las movilizaciones populares –quizá sin dirección específica, bastante espontáneas, reactivas en muchos casos– fueron abriendo algunas brechas en el todopoderoso y unívoco planteamiento neoliberal. El Caracazo en Venezuela, el movimiento de campesinos sin tierra en Brasil, los piqueteros en Argentina, los movimientos indígenas en Bolivia, Ecuador, el sur de México y Guatemala, las distintas reacciones a los planes de achicamiento del Estado y de empobrecimiento que vivió toda la región, fueron la plataforma para que aparecieran opciones progresistas en el ámbito de las democracias formales. Fueron varios los presidentes removidos de sus cargos producto de esas movilizaciones al no dar respuestas a los acuciantes problemas sociales: De la Rúa en Argentina, Bucaram, Mahuad y Gutiérrez en Ecuador, Sánchez de Losada y Meza en Bolivia.
A partir de la energía que pusieron en marcha esas movilizaciones, se vienen dando algunos gobiernos desde fines de los 90 e inicios del siglo XXI con rostro progresista, que en mayor o menor medida responden a los reclamos en juego. Chile con Bachelet, Uruguay con Tabaré Vásquez o José Mujica, Argentina con Kirchner o Cristina Fernández, Brasil con el PT: Lula y Dilma Roussef, Ecuador con Correa, supuestamente Nicaragua con el ex comandante guerrillero Daniel Ortega, Venezuela con su Revolución Bolivariana y el (nunca definido) «socialismo del siglo XXI», son algunas de las expresiones de ese talante pretendidamente anti-neoliberal. Pero «talante» no significa oposición real.
La oposición al capitalismo salvaje en su nueva fase de acumulación por desposesión, este rapaz capitalismo extractivista que ve en Latinoamérica su fuente de productos imprescindibles en su actual desarrollo (petróleo y gas natural, minerales estratégicos, agua dulce, biodiversidad de sus selvas tropicales), la verdadera y única oposición a esa proyecto de hiper-explotación la dan las mayorías populares enfrentándose activamente a estas políticas. Los gobiernos que desarrollaron estos «capitalismos con rostro humano» (las propuestas de centro-izquierda que encontramos en América Latina en estos últimos años) no impulsaron los dos goznes fundamentales de un proceso transformador: control real de los medios de producción quitados a la clase explotadora y poder popular a través de una real democracia de base y no las formales y raquíticas democracias electoreras. El caso de Bolivia con el Movimiento al Socialismo –MAS– y Evo Morales a la cabeza es un capítulo aparte, quizá el proceso más popular y francamente socialista, lo más cercano a la experiencia de Cuba en todo el continente.
En el medio de esa orfandad de propuestas transformadoras, la aparición de «izquierdas» en las casas de gobierno puede abrir expectativas. Eso fue lo que pasó, llevado a un grado sumo, en Venezuela con la aparición de Hugo Chávez. Sin representar una clara opción revolucionaria, con una mezcla ecléctica de cosas (el Che Guevara junto a la Biblia católica), ese gobierno tuvo un impacto en los sectores más excluidos como ningún otro nunca antes en la historia del país caribeño.
¿Por qué la aparición y el crecimiento de todos estos gobiernos con un cariz popular? Porque sin salirse nunca de los marcos capitalistas, y pagando religiosamente las ominosas deudas externas al Fondo Monetario Internacional y al Banco Mundial, redistribuyeron con mayor equidad la riqueza nacional. El caso de Venezuela fue mucho más impactante aún por dos motivos: a) la renta que produce el petróleo es mucho mayor que la que producen los productos primarios de exportación de cualquiera de los otros países de la región, y b) las características personales de ese líder: Hugo Chávez, no tienen parangón (por eso, después de muerto, puede haber sido nombrado «Comandante eterno», culto a la personalidad que riñe por principios elementales con los ideales del socialismo). Es por eso por lo que la Revolución Bolivariana despertó tantas expectativas, porque abrió esperanzas y desempolvó –así sea solo en el discurso– términos caídos en el olvido en los años de neoliberalismo feroz: socialismo, imperialismo, revolución. Cambios sustanciales reales no ha habido en el país petrolero, y todo indica, ahora que perdió el Poder Legislativo, que es muy difícil que los haya. Aunque sí se abrió la posibilidad de un poder popular real, desde abajo, si bien nunca se le dio el lugar que realmente merece en un planteo socialista. De ahí que ahora el proceso peligra, porque se demuestra que tenía más de iniciativa bajada desde arriba (más aún con la figura omnipresente e histriónica de Chávez) que una construcción popular desde abajo. ¿Castillo de naipes quizá?
En ese sentido, Cuba se muestra como la edificación socialista más sólida (quizá el proceso boliviano es el que más se acerca a lo de la isla). Esa solidez socialista real, con transformaciones efectivas en las relaciones de poder, son las que le permitieron sobrevivir seis décadas en medio del asedio continuo del capitalismo global y del imperialismo estadounidense, construyendo y profundizando logros para el pueblo cubano. No es ninguna novedad que sus índices socioeconómicos son los más altos de América Latina, superiores en muchos casos a los de potencias capitalistas.
IV
En estos momentos un claro discurso de derecha va queriendo volver a imponerse en el continente: acaba de triunfar en las elecciones presidenciales de Argentina, con el conservador Mauricio Macri, y en las legislativas de Venezuela, con el triunfo de la MUD –Mesa de la Unidad Democrática–, eligiéndose como presidente de la Asamblea a Henry Ramos Allup, un viejo zorro de la politiquería corrupta, furioso antichavista. En Brasil, ese discurso de derecha pretende poner contra las cuerdas a la presidenta Dilma Roussef con denuncias de corrupción y un clima de hostigamiento mediático continuo. Otro tanto sucede con Rafael Correa en Ecuador. ¿Está retornando el discurso de derecha en el continente desplazando los planteos populares y aperturistas de estos últimos años?
Aunque no hay en la actualidad una clara propuesta articulada de proyecto político transformador presentado en clave de revolución socialista, con lenguaje marxista –como lo hubo décadas atrás, a partir del que se desatara la salvaje represión ya mencionada–, las luchas populares continúan. Es más: en estos últimos años se van viendo incrementadas. Las luchas por defensa del territorio en muchos países, llevadas adelante por movimientos campesinos e indígenas, o por condiciones mínimas de trabajo, siguen presentes, alzándose contra el capitalismo salvaje y depredador. A lo que se suman estas nuevas reivindicaciones que se apuntaban: la lucha frontal contra el racismo, contra el patriarcado, por la defensa del medio ambiente. Ante ello, cuando las fórmulas de «democracia civilizada» no sirvan, ahí están esperando las salidas militares. Pero incluso ya no de las fuerzas armadas de cada país, tal como fue antaño: ahora son las propias fuerzas de Washington las que resguardan la zona. Nunca como ahora la estrategia militar hemisférica de la Casa Blanca ha tenido tan cercado al subcontinente latinoamericano. Si bien es muy difícil saber con exactitud la cantidad cabal de sus instalaciones castrenses en la región (muchas se ocultan, se disfrazan, no se dan datos precisos), estudios serios (Rojas Scherer, 2013) hablan de más de 70 bases.
Tanto el Documento Santa Fe IV «Latinoamérica hoy» –clave ideológica de los halcones republicanos que, pese a no ocupar la casa de gobierno, siguen imponiendo su voluntad– como el Documento Estratégico para el año 2020 del Ejército de Estados Unidos o el Informe Tendencias Globales 2015, del Consejo Nacional de Inteligencia, organismo técnico de la Agencia Central de Inteligencia –CIA–, presentan las hipótesis de conflicto social desde una óptica de conflicto militar. No hay dudas que los ojos del imperio nunca dejaron de estar puestos sobre su patio trasero, mucho más ahora en que tanto China como Rusia (con planteos de expansión capitalista) extienden sus tentáculos a la región. Las estrategias de Tres Fronteras, Alcántara, Misiones, Cabañas 2000, la Iniciativa Regional Andina o las 70 bases militares diseminadas por la zona recuerdan fehacientemente que Washington nunca perdió hegemonía aquí. Dicho de otra forma: los gobiernos progresistas tienen su campo de acción bastante limitado. Por lo pronto, nunca tocaron una sola empresa multinacional… ¡ni tampoco nacional!, porque las «nacionalizaciones» de Venezuela o de Argentina no fueron confiscaciones sino compras a precio de mercado, con más «ruido que nueces».
Si hubo cierta bonanza en la región latinoamericana que permitió repartir más justamente la renta nacional, ello se debió en parte al gigante económico de China, que compraba materias primas a granel en nuestros países, y a los altos precios del petróleo. Todo eso ahora ha cambiado: China desaceleró su crecimiento, bajando de una tasa del 10% anual a una del 6%, con menos compras de materias primas fuera de sus fronteras. Y los precios del oro negro se desplomaron dramáticamente (medida político-financiera de las potencias capitalistas para asestar un gran golpe a países petroleros emergentes como Venezuela o Irán, y a Rusia, otro gran productor de hidrocarburos). La chequera petrolera que manejara Chávez en su momento, que permitía «regalar casas» a los venezolanos o financiar el ALBA y los proyectos integracionistas en Latinoamérica, ahora está en aprietos. Así como pueden empezar a estar en serias dificultades economías que dependen en gran medida de las ventas de productos primarios al extranjero, tal como son los casos de Brasil (café) y Argentina (soja). A lo que se suma un dólar que se intenta revalorizar ante el euro o las monedas orientales como el yuan chino o el rublo ruso (medida de un imperio que de ningún modo está agonizando), lo cual encarece todos los productos de importación que los países latinoamericanos deben salir a comprar en el extranjero (insumos de alta tecnología)
En otros términos: ninguno de estos países que en estos últimos años pasó o mantiene aún gobiernos medianamente socialdemócratas –incluida Venezuela, con una demasiado «promocionada» revolución socialista que nunca llegó a tal– tocó los resortes básicos de sus economías. Hubo, sin dudas, una más equitativa repartición de la riqueza, que por medio de la vía asistencial estatal (léase: clientelismo político) llegó a los sectores sociales más desposeídos. Lo cual, podría indicarse, no es poco: los niveles de vida mejoraron. Pero la realidad muestra que en todo eso lamentablemente hay mucho de castillo de naipes, porque no existe un poder popular que los pueda defender efectivamente, como sí sucede en Cuba socialista. A no ser que el llamado a un Parlamento Comunal hecho recientemente por el presidente Maduro pueda, de una vez por todas, construir un poder popular que marche realmente al socialismo en la Venezuela bolivariana.
¿Por qué ahora hay una avance de la derecha? Porque las propuestas tímidas de redistribución, en todo momento dentro de los marcos del capitalismo, se agotan, tienen siempre sus días contados: el ciclo económico de la bonanza ha variado, se está extinguiendo, y eso trae consecuencias políticas: ahí está el discurso abiertamente neoliberal ganando terreno en Argentina y en Venezuela, donde ahora son gobierno (al menos en el Legislativo en el segundo caso), o en Brasil, intentando remover a la actual presidenta. Pero no hay que perder de vista que el marco neoliberal nunca desapareció de estos países de centro-izquierda. Fue lo que marcó el ritmo de la economía, con un intento de suavización de las medidas más drásticas por parte de los gobiernos (capitalismo con rostro humano, digamos). En realidad, la derecha dura, la derecha económica y la derecha militar (¡76 bases estadounidenses! según Rojas Scherer) nunca perdieron el control. Perdieron cierto protagonismo político, no más. Los resortes financieros reales en todas estas experiencias redistribucionistas nunca los perdió el gran capital, la banca básicamente. Más aún: fue ese capital financiero, nacional e internacional, el que más se ha favorecido con las medidas económicas vigentes, con el beneplácito de los gobiernos populistas.
Pensar que el imperialismo está casi derrotado porque el primado absoluto e incuestionable del dólar está en entredicho, puede ser una miopía. Si bien es cierto que el escenario mundial no es el mismo de la inmediata post guerra de 1945 con Estados Unidos como potencia absoluta, ello no significa en modo alguno que ahora está en retirada. Las actuales medidas de revalorización de su moneda muestran que ese «agonizante imperio» está muy vivo, bien equipado y con ansias de seguir siendo la potencia dominante global. Y muestra que el capitalismo como sistema, hoy por hoy como sistema global, goza de muy buena salud (para una minoría de la población mundial, por supuesto). Si nunca antes como ahora existe ese control militar de nuestros países por parte de Washington, ello significa que su patio trasero le importa. ¡Y le importa mucho! Por eso no lo quiere –¡ni lo puede!– perder. ¿O acaso las pretendidas guerras contra el narcotráfico y el terrorismo se hacen para combatir esos «flagelos» y por el bien de la Humanidad?
En realidad, ninguno de estos gobiernos no-alineados abiertamente que se encuentran en Latinoamérica (como sí lo son, por ejemplo el de Colombia, o el de México) representan pasaportes al socialismo (como sí lo fue, y lo sigue siendo, Cuba, ahora en una situación que abre interrogantes al negociarse el levantamiento del bloqueo y una recomposición de relaciones con Estados Unidos).
Hay un pensamiento de izquierda, incluso, que ve en estas experiencias tibias, de capitalismo con rostro humano («capitalismo serio» lo llamó la ex presidenta de Argentina) un verdadero peligro para planteos socialistas, por cuanto genera una mala imagen de la izquierda. En otras palabras: contribuyen a alimentar el desprestigio de la izquierda, pues la visión de derecha lo puede aprovechar maquiavélicamente: «el fracaso de Venezuela», por ejemplo, «es producto de este castro-comunismo trasnochado que impuso Chávez». Aunque sabemos que la situación es infinitamente más compleja, el distractor mediático funciona: los gobiernos «izquierdosos» generan caos, desorden, desabastecimiento, problemas para su población. No es así…, pero los resultados de las recientes elecciones en dos importantes países muestran ese desencanto.
Como acertadamente dijo Claudio Katz, citado en el epígrafe: «Bregar por un capitalismo organizado, humano, productivo [¿eso será el capitalismo serio?] (…) obstruye los procesos de radicalización. (…) Ser socialista es bregar por un mundo comunista», es decir: un mundo que se alcanza con la expropiación de los medios productivos y con poder popular.
El desabastecimiento provocado en Venezuela (ardid de la derecha, definitivamente), o las denuncias reiteradas de corrupción en Argentina o Brasil (también estrategias mediáticas de la derecha que van socavando la credibilidad de los gobiernos) pueden servir para desalojar de la casa de gobierno a estas propuestas socialdemócratas con talantes progresistas. Pero el peor «período especial» en Cuba, o el bloqueo continuado por décadas, o la amenaza de invasión militar, no hicieron revertir un auténtico proceso socialista. En definitiva: una genuina propuesta de izquierda tiene logros que la población defenderá a muerte. Procesos tibios y de doble discurso, manchados por la corrupción de sus mismos dirigentes y donde no hay cambios reales para beneficio de las mayorías, terminan cayendo por su propio peso. La historia lo demuestra.
Incluso en el socialismo real de la Unión Soviética puede verse esto: la invasión nazi durante la Segunda Guerra Mundial fue derrotada más allá de todas las adversidades del momento. El socialismo, pese a la presencia de un burócrata como Stalin en el gobierno, aún marcaba una diferencia para la población. Con el proceso de empantamiento y corrupción que continuó luego, años después, en 1991, nadie movió un dedo para defender la revolución que caía con la restauración capitalista. Sin dudas la población reconoce cambios de los que es real artífice –¡eso es una revolución socialista!–, diferenciándolos de aquellos procesos en que es solo convidada de piedra. El asistencialismo No es socialismo.
¿Qué pasará en Venezuela ahora? Como las luchas de clases no terminaron (¿puede terminar la historia acaso?), es probable que se abra una fuerte confrontación. Y esas confrontaciones, lamentablemente, nunca son pacíficas. Las luchas político-sociales son eso: luchas, enfrentamientos a muerte; en general corre sangre. La población chavista no votó contra el chavismo, contra sus mejoras en las condiciones de vida; votó como castigo ante una situación de crisis (provocada en muy buena medida por la derecha con su política contrarrevolucionaria de desestabilización permanente y desabastecimiento programado. Revertir los logros de ese proceso, tal como pareciera querer hacer ahora la derecha desde la Asamblea, pudiendo llegar a solicitar una revocatoria contra el presidente Nicolás Maduro, abre sin dudas un período de inestabilidad. Las luchas de clases están más al rojo vivo que nunca. Ese es el escenario que puede permitir hacer avanzar un genuino proyecto de izquierda, hasta ahora siempre postergado.
¿Qué pasará en Argentina con la restauración de un discurso claramente conservador, neoliberal? La historia está por escribirse. Lo que sí ha sido evidente es que la población no salió a defender a sangre y fuego los logros de ninguna revolución socialista. Habrá lamentaciones, en principio. Ese también es un escenario propicio para que la izquierda pueda avanzar con un proyecto alternativo, que vaya más lejos del «capitalismo redistributivo».
Todo lo dicho anteriormente permite ver que la izquierda en Latinoamérica aún tiene mucho camino por recorrer; las transformaciones reales siguen siendo una agenda pendiente. El asistencialismo de «¡Esta casa me la regaló Chávez!» no es el camino para un cambio genuino. Por tanto, habrá que seguir buscando nuevos caminos. La izquierda, en tanto proyecto alternativo al capitalismo –y no sólo a su versión escandalosamente explotadora y sin anestesia como es el actual neoliberalismo– está por construirse.
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