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“¿Por qué llegué a escribir un análisis del Estado Profundo, del ‘Deep State’? Porque estaba allí. Fui durante 28 años miembro del personal del Congreso especializado en la seguridad nacional, manejaba información secreta, y me moví en los límites del mundo que describo”. Quien así habla es Mike Lofgren, un exfuncionario que se hizo popular con el libro ‘Party’s over. How republicans went crazy, democrats become useless and the middle class got shafted’, y que ahora acaba de publicar ‘Deep State. The fall of the Constitution and the rise of a shadow goverment’, una radiografía de los poderes que funcionan dentro del Estado y que define como «una asociación híbrida de elementos de gobierno, de las finanzas de alto nivel y de la industria que es capaz de gobernar de forma efectiva los Estados Unidos sin necesitar el consentimiento de los gobernados expresado a través de la política formal”.

Según Mike Lofgren, este Deep State “es el hilo rojo que une la guerra contra el terrorismo, la financiarización y desindustrialización de la economía estadounidense, el surgimiento de una estructura social plutocrática y la disfunción política”. Pero, insiste, no estamos hablando de una conspiración, de un poder en las sombras que funciona escondiendo su rastro, sino de “operadores que actúan a la luz del día”. Tampoco se les puede llamar el ‘establishment’. “Todas las sociedades complejas tienen un ‘establishment’, una red social cuya finalidad es su enriquecimiento y perpetuación. El Deep State es más bien una clase en sí misma. No se trata de algo siniestro, aunque algunos de sus aspectos sí lo sean, sino de algo que está tremendamente arraigado. Y tampoco es invencible: sus fracasos, como los de Irak, Afganistán o Libia son rutinarios, y sólo su protección hacia quienes toman las decisiones de alto rango les permite escapar de las consecuencias de su frecuente ineptitud”.

En el Congreso sólo piensan en cómo ser reelegidos, salvo algunos miembros de los comités de seguridad y defensa, que sí saben lo que ocurre

El Deep State está formado, señala Lofgren en una entrevista en ‘Salon’, por aquellos en los que todo el mundo está pensando. En primer lugar, el complejo militar-industrial, con el Pentágono y todos sus contratistas, pero también por el Departamento del Tesoro, que les liga a los flujos financieros, por algunos tribunales, como los del distrito sur de Manhattan y el oriental de Virginia, y por el aparato de seguridad nacional. “En el Congreso, la mayoría de gente está ocupada pensando en cómo van a ser reelegidos, salvo algunos miembros de los comités de seguridad y defensa, que sí saben lo que ocurre”.

Finanzas y tecnología

El segundo sector que forma parte de esta red que opera sobre las instituciones es Wall Street, cuyas líneas de comunicación con el gobierno son frecuentes y sus lazos muy estrechos, encarnados en personas como David Petraeus, Bill Daley (el ex jefe de gabinete del presidente Obama), Hank Paulson, que llegó de Goldman Sachs para convertirse en secretario del Tesoro y rescató a Wall Street en 2008, o Tim Geithner. La relación de la política con el mundo financiero más parece de subordinación que de coordinación.

Su pose preferida es la del tecnócrata políticamente neutral que ofrece asesoramiento experto sustentado en su gran experiencia
El tercer núcleo de influencia es Silicon Valley, un actor cada vez más poderoso. En parte porque ya rivalizan en las ganancias que obtienen con Wall Street, con empresas como Google o Apple en los primeros puestos de las cotizadas. Y, en otro sentido, porque la mayoría de la información que reciben la NSA y el resto de las agencias de inteligencia proviene de la cooperación con empresas del valle. El dinero y los datos que aportan, asegura Lofgren, provocan que puedan conseguir lo que quieren de Washington, por ejemplo en lo que se refiere a la propiedad intelectual.

La ideología oficial de la clase gobernante

Los asesores de la Casa Blanca que instaron a Obama a no imponer límites de indemnización a los CEO de Wall Street, el contratista que obtuvo ganancias enormes en Irak a base de insistir en una acción de control bélico nada útil o los gurús económicos que perpetuamente demuestran que la globalización y la desregulación son una bendición que nos hará bien a todos a largo plazo son parte de este Deep State, “pero se preocupan por fingir que carecen de ideología. Su pose preferida es la del tecnócrata políticamente neutral que ofrece asesoramiento experto sustentado en su gran experiencia”, algo que Lofgren considera absurdo porque están “profundamente teñidos del color de la ideología oficial de la clase gobernante, una ideología que no es ni demócrata ni republicana”.

Este síndrome es endémico en Washington, y más aún en cuanto la crítica no es un instrumento útil si se quiere progresar en la carrera profesional

Para Lofgren, este reparto de poder tiene dos consecuencias notablemente perniciosas. La primera es obvia, porque supone una clase operando al margen de las garantías políticas e institucionales, y de los mecanismos democráticos elegidos. La segunda también es conocida, pero se suele poner menos de manifiesto, como es su ineficiencia. Hablamos de un entorno, fuertemente arraigado y bien protegido por la vigilancia, la influencia, el dinero y su capacidad de cooptar la resistencia, “lo que le hace casi impermeable al cambio”.

‘Groupthink’

La asimilación cultural es parte esencial de un entorno en el que funciona fluidamente lo que el psicólogo Irving L. Janis, denominó ‘groupthink’, esa capacidad camaleónica que tenemos de adoptar los puntos de vista de los compañeros y de los superiores sin cuestionarlos, simplemente porque son las creencias que todos ellos comparten. Este síndrome es endémico en Washington, señala Lofgren, y más aún en la medida en que la crítica no es un instrumento útil si se quiere progresar en la carrera profesional. El cuestionamiento está mal visto, y es peor todavía si resulta fundado.

Si algo va mal, apuestan por hacer el doble de lo mismo, como si el problema fuera que no han insistido lo suficiente

Además, las formas de acción del Deep State suelen alimentarse de una respuesta usual a los problemas a lo largo de los imperios que nos ha dado la historia, apunta Lofgren. Cuando fracasan, su reacción instintiva es hacer lo mismo pero aumentando los esfuerzos; si algo va mal, apuestan por hacer el doble de lo mismo, como si el problema fuera que no han insistido lo suficiente. En este sentido, Lofgren compara al Washington actual con Roma, Constantinopla o Londres, capitales que fueron de imperios que se resquebrajaron internamente antes de caer. Sus costumbres y su arrogancia las llevaron a la ruina.

La historia y sus imprevistos

En ese entorno, Lofgren comienza a percibir algunas contradicciones. El Deep State, afirma, sustentó al Tea Party, y ahora muchas de sus figuras se vuelven en contra de sus intereses, a causa de su oposición al déficit público y de algunas de sus ideas económicas; los estadounidenses están cada vez más cansados de la presencia de su país en un Oriente medio cada vez más embrollado; Silicon Valley percibe que la cooperación con la seguridad nacional también tiene sus costes, y que podrían ganar mucho más dinero si hicieran otras cosas (“y el dinero es su prioridad”); y que la parte del presupuesto que necesitan para financiar a los suyos quiere ser restringida por algunos políticos para repercutirlos en unos EEUU cada vez más débiles económicamente.

El resultado de todos estos acontecimientos es incierto, asegura Lofgren, también para el Deep State, ya que la historia suele utilizar formas imprevistas para derrocar a los poderosos.