Ollantay Itzamná[1]
Por varios años creí ciegamente que cada 25 de diciembre nacía Dios-con-nosotros (Emanuel) para salvar a la humanidad de su perdición.
De un tiempo a esta parte, las contrastantes realidades me inquietaron a sospechar de las verdades/creencias aprehendidas como doctrinas. Puse en “riesgo” mis seguridades existenciales, y comencé a ensayar preguntas sobre mis “verdades constitutivas”, y fue así que la duda me abrió los horizontes.
Por alguna razón trascendental nadie sabe cuándo nació el hombre más importante para el mundo occidental cristiano
No existe fundamento bíblico, ni doctrina teológica con fundamento histórico, que evidencie que ese tal Jesús de Nazaret haya nacido un 25 de diciembre.
Los Evangelios hablan de “pastores en el campo recibiendo al Redentor”. Y, entre los hebreos, los pastores migraban con sus rebaños al campo, buscando pasto, en la temporada de ausencia de lluvia (entre agosto y octubre). En el mes de diciembre, los pastores cuidaban sus ovejas alrededor de sus casas, porque ya la lluvia estaba (y no necesitaban pernoctar en el campo). Por tanto, Jesús de Nazaret no pudo haber nacido en diciembre.
Fue el Emperador Aureliano, el año 274 d.C., quien decretó en Roma el festival del 25 de diciembre para celebrar el natalis solis invicti (nacimiento del Sol Invencible), al finalizar las famosas fiestas de Saturnalia (en honor al Dios Saturno).
Casi en todas las civilizaciones, en los momentos picos de invierno (mayor alejamiento del calor solar), se hacían fiestas religiosas para “rogar” el pronto retorno del Sol a la tierra. Por ejemplo, en Roma se celebraba el 25 de diciembre la Navidad de Mitrá, Dios del fuego, una divinidad de origen iraní.
Pero, el ambicioso Emperador Constantino (luego de convertir el cristianismo en religión oficial del Imperio Romano), el año 529 d.C., estableció el 25 de diciembre como fiesta cívica en honor al nacimiento de Cristo con la intensión a cohesionar a sus súbditos ya incómodos alrededor de esta fiesta simbólica, y así preservar el Imperio. Esta es la razón del porqué iglesias y teólogos callan sobre el origen histórico de la Navidad.
Me resisto a venerar a un niño “Dios” blanco y macho en un mundo racista y machista
El 25 de diciembre, en todos los pesebres se colocan y adoran estatuillas de niñitos blancos, con ojos azules, nariz respingada, cabellos castaños y/o rizados. Ese mismo fenotipo tiene María y José. Puros europeos, convertidos en estatuas sagradas.
En vísperas a la Navidad, en las ciudades de Cusco o de La Paz, te ofrecen en compra-venta niños españoles, franceses, alemanes, cusqueños (blancos y cabellos rizados).
Estos niños, cuanto más blancos y revestidos de metales preciosos, son más venerados y apetecidos por empobrecidos y ricos (ignorantes sobre el fundamento de sus creencias). Es la materialización más grotesca de la prepotencia de la blanquitud sacralizada. De allí que el mal del racismo es tan invencible como el mal del machismo.
En estas condiciones, los pesebres navideños, en su gran mayoría reflejan-reproducen-sacralizan en racismo abominable que tanto daño ocasiona a la humanidad. Por eso me resisto a celebrar el nacimiento del Dios blanquito que instala en el inconsciente de colonizados/as la ilusa superioridad de la blanquitud.
Peores o iguales dudas me generan la adoración de un diosito macho-blanco en un mundo machista que se yergue sobre los pechos de las mujeres mancilladas.
Navidad es vanidad en un mundo carcomido por la desnutrición y empobrecido moralmente
Si en el siglo III, Aureliano estableció el 25 de diciembre como fiesta de Natalis Solis Invicti; en la segunda mitad del siglo XX, el señor Mercado (con la complicidad de las iglesias) instauró el 25 de diciembre como la celebración demencial de la consumopatia global, en nombre de Dios.
Mientras millones de niños/as carcomidos por la desnutrición sobreviven a otros miles de infantes muertos por hambre, durante esa misma Noche Buena, la “globalidad” de fieles creyentes en la Navidad y en el Mercado alardean de su capacidad de consumo/derroche a tope.
Casi nadie sabe el origen, ni la razón de ser, del árbol de Navidad, de las guirnaldas, del intercambio de los regalos, del Papá Noel que baja por las chimeneas. Casi nadie sabe dar razón del sentido del derroche de energía (luces por doquier) por estas fechas. Pero, todos celebran, compran, comen, beben, engordan. Luego, muchos corren a los gimnasios.
La Navidad no es sólo vanidad consumopática (ante la ilusión de millones de empobrecidos, también hermanos/as), sino también es una demencial fijación de gases contaminantes en la atmósfera.
Ciudades como DF (México), Cochabamba (Bolivia) o Tegucigalpa (Honduras) amanecen el 25 de diciembre oscurecidas por la quema irresponsable de juegos pirotécnicos en honor al nacimiento del Niño Dios. Y, todos/as no tienen más opción que fijar ese aire contaminado en sus pulmones.
Con esas acciones ecocidas se acelera aún más el ya devastado equilibrio de nuestra Madre Tierra. Todo en nombre de la Navidad, y en complicidad silenciosa de las iglesias y del mismísimo Niño Dios.
Los humanos somos los únicos seres delirantes del pluriverso que destruimos nuestra única casa en nombre de Dios. ¿Qué Dios o Diosa sano podría nacer en este contexto socioambiental?
Por estas y más razones me resisto a celebrar Navidad el 25 de diciembre. Cualquier día o noche es apto para re unirnos, re ligarnos, en familia-amistades y celebrar el reencuentro regenerador. No es necesario destruir aún más nuestra ya destruida única Casa Común en nombre de ningún ser sobrenatural.