Raúl Zibechi
El que termina fue el peor año para el progresismo latinoamericano, a tal punto que los gobiernos que habrá en 2016 no se parecerán a los que había en 2014. Pero el año que termina es, paradojas de la vida, un momento clave en la recomposición de los movimientos antisistémicos de la región.
La caída de los gobiernos progresistas es un episodio largamente anunciado. La campana repicó dos años atrás y emitió dos sonidos bien distintos. La abrupta caída de los precios de las commodities fue entendido como un fenómeno pasajero, pero con el tiempo desbarató presupuestos que habían sido elaborados con el barril de petróleo a más de cien dólares.
Un desastre económico largamente anunciado, porque en la década progresista los gobiernos profundizaron la dependencia de la soja, los hidrocarburos y los minerales. Brasil incluso, el único país industrial de la región sudamericana, vio marchitarse su industria mientras engordaban las exportaciones de mineral de hierro, carne y soja a cambio de productos elaborados chinos.
Agotamiento de un modelo
Las llamadas ‘conquistas’ de los progresismos empezaron a mostrar la hilacha de su agotamiento: bajaron la pobreza que había alcanzado niveles tremendos en el pico de la crisis, hacia 2000, pero fueron incapaces de modificar los índices de desigualdaden la región más desigual del mundo. Con la crisis, las políticas sociales están siendo fagocitadas por la inflación, el desempleo y el ajuste fiscal.
Como suele suceder, la crisis económica puso al descubierto las miserias que los años de prosperidad permitieron disimular:gestiones mediocres, corrupciones, falta de proyectos de largo plazo y exceso de declaraciones. ¿Cómo es posible que el socialismo del siglo XXI y las «revoluciones» en marcha hayan sido neutralizadas por un puñado de votos? Así y todo, nada volverá a ser igual en la región. Las experiencias que viven millones de personas pueden no coincidir con los discursos, pero siempre dejan sedimentos.
Para quienes creemos que la historia la hacen los pueblos y que los movimientos sociales juegan un papel central en los cambios, 2015 ha sido un año de alegrías. En Argentina se mostró la enorme potencia del movimiento de mujeres, en junio, cuando 350.000 salieron a la calle en Buenos Aires bajo el lema «Ni una menos», en rechazo a la violencia machista; así como las 65.000 que se concentraron en Mar del Plata, en el 30º Encuentro Nacional de Mujeres.
La lucha de los estudiantes secundarios en São Paulo, con la ocupación de 200 centros de estudio en rechazo a una reforma educativa neoliberal, es una muestra de que las jornadas de junio de 2013 siguen vivas en los corazones y en las avenidas brasileñas. La extensión de la lucha contra la minería al sur peruano, donde las comunidades campesinas vienen resistiendo el proyecto cuprífero Las Bambas, en Arequipa, muestra que el movimiento está lejos de agotarse en una región o ante un proyecto concreto. El reciente levantamiento indígena y popular en Ecuador contra la decisión de Rafael Correa de privar a los pueblos del manejo autónomo de la educación intercultural bilingüe es otra muestra de que los Estados no han podido disciplinar a los pueblos.
Ante el giro a la derecha de la región, el reposicionamiento de EE UU y el capital financiero, ahí están los movimientos, en pie de lucha para decir dos cosas que muchos parecen haber olvidado: con la vida no se juega, señores del capital; no usen nuestra lucha como escalera para trepar, señores progresistas.