La victoria de Macri en Argentina hace saltar las alamas sobre los problemas que afrontan los gobiernos progresistas de la región y la operación de restauración neoliberal que, operada desde el departamento de estado norteamericano, se extiende por los diferentes países de América Latina. En este sentido, se hace fundamental plantear un debate crítico sobre los alcances, errores y limitaciones de los gobiernos de izquierda en la región, pero también del rol de los sectores de izquierda y populares críticos a dichos gobiernos, así como de la estrategia restauradora de la derecha latinoamericana y su patrocinador, el gobierno de los Estados Unidos.
Han pasado ya casi 17 años desde que, con la asunción de Hugo Chávez como presidente de Venezuela, se inaugurara un ciclo de gobiernos progresistas en América Latina, a este le siguieron otros en Bolivia, Ecuador, Nicaragua, El Salvador, Brasil, Argentina y Uruguay, todos ellos de distintos orígenes y muy diversas tradiciones políticas, con programas y discursos, también diversos pero con puntos de encuentro comunes vinculados a la ruptura con el neoliberalismo, ambiciosos programas sociales y una política de integración regional que fortalezca los vínculos entre los pueblos, combatiendo la dependencia del poder norteamericano al sur del Rio Bravo.
Podemos afirmar que existen importantes logros de esta etapa histórica, reconocidos no solamente por los pueblos que han ratificado en muchas ocasiones a estos gobiernos populares, sino también por organismos internacionales poco favorables a sus políticas pero que no han tenido más remedio que admitir, como la incorporación a la vida política de los sectores más marginados de la sociedad, la enorme inversión en infraestructura o educación, la subida del salario real y fundamentalmente, resultados incontestables en una drástica reducción de la pobreza. Esto sumado al proceso de integración regional con instrumentos como el Alba y Unasur, y el fortalecimiento del rol redistributivo de los Estados en la economía, constituyen rasgos de un periodo muy importante para la emancipación del continente.
No obstante estos logros sin duda relevantes comienzan a chocar con límites y dificultades producto de la estructura económica de la región. El principal problema no superado en estos años es la enorme dependencia de las economías del continente de la exportación de materias primas fundamentalmente no renovables. Esta matriz económica profundamente extractivista, no es algo atribuible a estos gobiernos, sino producto de siglos de entrega de las élites oligárquicas a los intereses de las empresas multinacionales y gobiernos del llamado primer mundo, no obstante, es claro que los esfuerzos de los gobiernos progresistas han estado más dirigidos a redistribuir la renta producida con estas exportaciones, que en un cambio profundo de dichas estructuras económicas tendente a diversificarlas. Es un tema clave de reflexionar, depender como dependemos de la exportación de productos como el gas o el petróleo, cuyos precios no controlamos, impide romper realmente con la dependencia y nos hace vulnerables al sabotaje económico de las potencias económicas capitalistas.
Por otra parte, esta dependencia es foco de contradicción al interior del campo popular al contraponer la necesidad de incrementar como sea los volúmenes de producción de materias primas para sostener los programas sociales, lo que contradice principios de cuidado de la madre tierra y sostenibilidad ambiental fundamentales en los discursos de los gobiernos de izquierda.
Otro tema clave que debe llamarnos a reflexión, tiene que ver con dos síntomas importantes en nuestras sociedad y gobiernos, uno tiene que ver con la corrupción que no ha podido ser erradicada y que, siendo una de las principales causas por las que los sectores populares quebraron con los políticos tradicionales del neoliberalismo, el hecho de que siga existiendo y sea escandalosa, en algunos casos como el de Petrobras en Brasil o el Fondo Indígena en Bolivia, genera desilusión en sectores amplios de la población. Asimismo, cuesta entender que, tras tantos años, un discurso tan vacío como el de Macri, con la sola alusión al “cambio” sin explicar a que se refiere con él, pueda convencer a importantes sectores de la población, llama la atención sobre lo poco que se ha trabajado en una transformación en la conciencia popular. Porque estos dos síntomas, corrupción y falta de mayor conciencia, son parte de un fenómeno mayor y es que toda revolución, más allá del cambio en las condiciones de vida de la gente, debe implicar un profundo cambio cultural, es decir de los principios y valores, aquellos que hacen que la lealtad de un pueblo a un proceso se mantenga aún cuando la caída en los precios del petróleo dificulta los avances sociales, aquella que debería hacer que los servidores públicos entiendan que las responsabilidades de poder son para servir al pueblo, no para servirse de él. Si un avance en las condiciones de vida como el operado en América Latina no se acompaña de una transformación en la percepción de la realidad, en los valores y hábitos de consumo, los mismos que se han beneficiado de dicha mejora, se desvinculan del movimiento popular por desclasamiento y aculturización convirtiéndose en presa fácil para el marketing político que diseña Estados Unidos y transmite la derecha criolla.
Contra las contradicciones y falencias de los gobiernos progresistas se han ido pronunciando una serie de voces de movimientos sociales e intelectuales de izquierda a lo largo y ancho del continente. Dichas criticas hacen referencia a la falta de profundidad en los cambios planteados, la falta de claridad en un desdibujado horizonte anticapitalista de los procesos, el extractivismo y poco cuidado del medio ambiente o por ejemplo, en el caso de muchos intelectuales indígenas que plantean la folklorización y trivialización de la descolonización como aspiración mayor del movimiento indígena continental.
Son críticas que tienen sin duda base y sustento, el problema es que, al venir de sectores tan diversos e inconexos entre sí, además de con escasa ascendencia sobre los sectores populares, son incapaces de generar un polo de contrapoder desde posiciones más revolucionarias. Esto, sumado a una tendencia hipercrítica que equiparar injustamente a los gobiernos de izquierda con los neoliberales del pasado, supone un desgaste que, finalmente, y la elección de Argentina lo deja claro, acaba favoreciendo a los sectores más reaccionarios que, apoyados por Estados Unidos, intentan una restauración neoliberal.
Quiero decir que, así como en Argentina el desgaste del kirchnerismo no se ha resuelto en un gobierno del Frente de Izquierda y los Trabajadores, sino en el del hombre fuerte del imperialismo Mauricio Macri. De igual manera un descalabro del MAS en Bolivia, del PSUV en Venezuela o del Frente Amplio en Uruguay, no decantarían en fortalecer ni a los kataristas bolivianos, ni al PCV venezolano ni a la UP Uruguaya sino que, con probabilidad casi total, abrirían paso a gobiernos de derecha pura y dura. Esto implica la responsabilidad que tienen los sectores más críticos y consientes del bloque popular de no caer ni en un apoyo acrítico y genuflexo a los gobiernos, ni en un ataque tan frontal que acabe ayudando a desbaratar un proceso de acumulación histórica de luchas populares sin precedentes en el continente y, cuya derrota costaría años, sino décadas para reconstituirse. Por eso la unidad aún con diferencias en el bloque social popular es imprescindible.
Estamos en un punto crítico de los procesos en el que el inmovilismo y la mera resistencia no bastan, no podemos dejarle la iniciativa a la nueva derecha, que en realidad es la de siempre y que, y esa es otra de las cosas que deberían llamarnos a la autocrítica, mantiene casi intacto su poder económico. Es así que no podemos limitarnos a advertir el desastre que significaría una vuelta al pasado, lo que probablemente se necesita es profundizar en los procesos con una perspectiva abiertamente de ruptura anticapitalista y descolonizadora.
En este sentido será clave plantearse la necesidad de dos ejes fundamentales, una Revolución Productiva que, con base en la propiedad comunitaria diversifique la producción, fortalezca el consumo interno y fortalezca económicamente a los sectores populares debilitando a las oligarquías tradicionales. Habrá que encarar también una Revolución Ética y Cultural que comience a cuestionar y transformar en verdad el consumismo e individualismo de la sociedad, hacia una mentalidad verdaderamente comunitaria y del bien común, incluida desde luego una radical lucha contra la corrupción que, no deja de ser un síntoma del modelo de pensamiento dominante en la sociedad capitalista.
Solamente así, asumiendo el reto de transformar radicalmente la economía y la cultura podemos avanzar en la construcción de un proceso continental que tiene su raíz, y eso nunca hay que olvidarlo, en la sangre derramada por miles de hermanos y hermanas en barrios, pueblo y comunidades a lo largo y a lo ancho de nuestra América Latina.