Quisiera decir algunas pocas palabras en torno al debate suscitado acerca de la conducta que la izquierda debe seguir ante el balotaje del 22-N. Los sectores identificados con las distintas variantes del trotskismo y algunos independientes se han manifestado de forma rotunda a favor del voto en blanco. Otros, que militamos en el amplio y heterogéneo campo de la izquierda, pensamos que en esta coyuntura concreta -alejada del terreno más confortable e indoloro de los discursos y los papers académicos- el voto por Scioli es, desafortunadamente, el único instrumento con que contamos para impedir un resultado que sería catastrófico para nuestro país, para las perspectivas de la izquierda en la Argentina y para la continuidad de las luchas antiimperialistas en América Latina. Sería bueno que hubiese otro instrumento político para detener a Macri, pero no lo hay. El voto en blanco ciertamente no lo es.
Quienes postulan el “votoblanquismo” señalan que en el balotaje del 22-N se enfrentan dos candidatos de la burguesía que se mueven en la cancha de la derecha, como correctamente señala Eduardo Grüner en su respuesta a la intervención de Mabel Thwaites Rey que disparara este debate. Es cierto, pero eso no quita que aún así esa caracterización general sea de nula utilidad a la hora de hacer política. Porque, ¿no eran acaso políticos burgueses Raúl Alfonsín, Ítalo Luder y Herminio Iglesias? ¿Cómo ignorar las diferencias que existían entre ellos? Tomemos un ejemplo. En un caso, juicio y castigo a las Juntas Militares, con todas sus idas y venidas, y con las contradicciones propias de la política pequeño burguesa del partido Radical; en el otro, autoamnistía de los militares genocidas ratificada por ley del Congreso y desenfreno macarthista a cargo de Herminio y sus patotas, continuando con la siniestra obra de la Triple A. Obvio, ni Alfonsín ni Luder aspiraban a construir una sociedad socialista, o siquiera a iniciar una transición hacia el socialismo, como recordaba Salvador Allende. Pero, ¿no eran significativas esas diferencias para la izquierda, pese a que todos eran políticos burgueses? Me parece que sí. Ejemplos de este tipo abundan a lo largo de la historia, y sería un ejercicio ocioso traerlos ahora para ilustrar esta discusión. Perón también era un político burgués, al igual que José P. Tamborini, su contendor en la crucial elección presidencial de 1946. Ambos también se movían en el campo de la derecha, pero a pesar de ello había algunas diferencias, nada menores por cierto, que la historia posterior se encargó de demostrar de modo irrefutable.
En la coyuntura actual el indiscriminado repudio al binomio Macri-Scioli adolece de la misma falta de perspectiva histórica y de rigor analítico. Son, sin duda, dos políticos que juegan en la cancha del capitalismo. Uno, Macri, es un conservador duro y radical; el otro, Scioli, se inscribe en una tradición de conservadorismo popular de viejo arraigo en la Argentina. Macri llega a los umbrales de la Casa Rosada apoyado por una impresionante colección de fuerzas sociales y políticas del establishment capitalista local, sin ninguna organización popular que se haya manifestado en su apoyo. En otras palabras, como indica Gramsci, al identificar la naturaleza de una coalición política es preciso conocer, con la mayor precisión posible, la naturaleza de clase y la organicidad de sus apoyos. A Macri lo respaldan todas las cúpulas empresariales de la Argentina, comenzando por la AEA (Asociación Empresaria Argentina) y siguiendo con casi todas las demás; lo apoyan las capas medias ganadas por un odio visceral hacia todo lo que huela a kirchnerismo, la oligarquía mediática, la Embajada de Estados Unidos y es él quien completa, desde esta parte del continente, el tridente reaccionario cuyas otras dos puntas son nada menos que Álvaro Uribe y José María Aznar. No es casual que su candidatura cuenta con el respaldo de las principales plumas de la derecha latinoamericana: Mario Vargas Llosa, Carlos A. Montaner, Andrés Oppenheimer, Enrique Krauze y todo el mandarinato imperial. ¿Y Scioli? Su candidatura ha sido respaldada por los sectores empresariales menos concentrados, las pymes, sectores medios vagamente identificados con el “progresismo”, una multiplicidad de organizaciones y movimientos sociales –inconexos y heterogénos pero aún así arraigadas en el suelo popular- y estos apoyos hacen que suscite una cierta desconfianza de los poderes mediáticos y el bloque capitalista dominante porque es obvio que no podrá gobernar sin atender a los reclamos de su base social. Un dato que puede parecer una pequeña nota de color pero que no lo es: poco después de las PASO Scioli viaja a Cuba y se reúne durante cuatro horas y media con Raúl Castro; Macri, en cambio, llama por teléfono al Embajador de Estados Unidos, en línea con lo que Wikileaks demostrara que tantas veces hiciera en el pasado. Dirán los “votoblanquistas” que estas son meras anécdotas, pero se equivocan. Remiten a algo más de fondo. Sólo que hay que saber mirar.
De lo anterior se desprende que la consigna del voto en blanco es una forma de eludir las responsabilidades políticas de la izquierda en la hora actual. Cualquiera de los proponentes de esta opción sabe muy bien que con Macri lo que se viene es una política de ajuste y de violenta represión del movimiento popular (los incidentes del Borda o el violento desalojo del Parque Indoamericano son botones de muestra de ello), mientras que Scioli muy probablemente seguirá con la política kirchnerista de no reprimir la protesta social. Y no me parece que para cualquier militante de izquierda esta sea una diferencia insignificante. Por otra parte, podría entenderse la razonabilidad de la consigna “votoblanquista” si, como ocurría con los radicales de finales del siglo diecinueve, cuando se rebelaban contra el fraude y proponían la abstención revolucionaria no votaban pero se alzaban en armas y seguían una estrategia insurreccional, como ocurriera en 1890, 1893 y 1905. O como hicieran los peronistas durante los años en que su partido fue proscripto, que propiciaban el voto en blanco pero en el marco de una estrategia que contemplaba múltiples formas de acción directa, desde sabotajes hasta atentados de diverso tipo. Los “votoblanquistas” de hoy, en cambio, no proponen otra cosa que el burgués repliegue hacia su intimidad y dejar que el resto de la ciudadanía resuelva el dilema político que nos hereda doce años de kirchnerismo. La consigna del voto en blanco es estéril, porque no va acompañada por alguna acción de masas de repudio a la trampa de Macri-Scioli: no hay convocatoria a ocupar fábricas, a cortar rutas, invadir campos, organizar acampes, bloquear puertos o algo por el estilo. Esto es política burguesa en toda su expresión: no me gusta, no me convence, no elijo nada, me retiro y luego veré que hacer. Me retiro del juego institucional y tampoco tengo una estrategia insurreccional de masas: es decir, nada de nada.
¿Será posible construir una opción de izquierda a partir de esa actitud? ¡No, de ninguna manera! Entre otras cosas porque habría que discutir las razones por las cuales luego de más de treinta años de democracia burguesa las izquierdas no hemos todavía sido capaces de construir una sólida alternativa electoral. ¿Cómo es posible que aún hoy estemos penando para superar el 2 o el 3 % de la votación nacional? ¿Por qué el Frente Amplio pudo llegar a la presidencia en el Uruguay, igual que el PT en Brasil, el MAS en Bolivia, el FMLN en El Salvador, mientras que en la Argentina nos debatimos todavía en la lucha para superar un dígito? Aquí no hubo un Plan Jakarta, como el que en Indonesia exterminó en pocos meses a más de medio millón de comunistas; ni un baño de sangre -hablamos siempre desde la reinstauración de la democracia burguesa en 1983, no antes- o una feroz persecución a la izquierda como la que todavía hoy martiriza a Colombia. Es cierto que el peronismo, en todas sus variantes, incluido el kirchnerismo, siempre trató de impedir el crecimiento de la izquierda, o en el mejor de los casos, acotarlo dentro de límites muy precisos. Pero no hubo en la Argentina posterior a 1983 nada similar a lo de Indonesia o Colombia. Y sin embargo, producto de nuestro sectarismo, nuestro ingenuo hegemonismo, de estériles personalismos y falta de unidad no tenemos gravitación en las grandes coyunturas en las que se define el destino de la nación. Creo que ha llegado el momento de avanzar en esa dirección y refundar una izquierda seria y plural, inmunizada contra el facilismo consignista que constantemente anuncia la inminencia de una revolución que nunca llega, con vocación de poder y voluntad de ser protagonista y no víctima de nuestra historia. Claro que si llegara a ganar Macri todo esto sería muchísimo más difícil de llevar a la práctica.
Una última reflexión, que no puedo acallar: estoy asombrado al comprobar como lúcidos pensadores del marxismo “votoblanquista” elaboran sesudos argumentos sin jamás haber pronunciado la palabra “imperialismo”. Se habla de una elección crucial no sólo para la Argentina sino para toda América Latina y la palabrita no aparece. Tampoco se habla de Raúl, de Fidel, de Chávez, de Maduro, de Evo, de Correa, de Sánchez Cerén, de Daniel Ortega. No se habla de las ochenta bases militares que Estados Unidos tiene en la región o de la ofensiva restauradora lanzada por Washington para retrotraer la situación sociopolítica de América Latina al punto que se encontraba el 31 de Diciembre de 1958, en vísperas de la Revolución Cubana. ¿Qué clase de análisis de coyuntura es este que prescinde por completo de la dimensión internacional y que ignora olímpicamente al imperialismo? Todo parecería ser un ejercicio puramente académico, descomprometido de las urgencias reales del momento actual y por completo ajeno a lo que en el marxismo se entiende por análisis de la coyuntura. En cambio, la importancia continental de la elección de Macri no pasó desapercibida para un agudo observador de la política latinoamericana, y protagonista también de ella, como el ex presidente brasileño Fernando H. Cardoso, un ex marxista que se olvidó de muchas cosas menos de lo que significa el papel del imperialismo y la correlación internacional de fuerzas. En una esclarecedora entrevista que le concediera al diario La Nación (Buenos Aires) el domingo 1° de Noviembre, decía que una derrota del kirchnerismo en la Argentina facilitaría la resolución de la crisis en Brasil; es decir, pavimentaría el camino para la destitución de Dilma Rousseff. Agregaba, además, que “si una victoria de la oposición en la Argentina repercutiera además en las elecciones legislativas de Venezuela (el 6 de diciembre), sería una maravilla. Porque en Venezuela tampoco se puede seguir así» Precisamente, de lo que se trata es de evitar tan “maravilloso” resultado y para eso hay que impedir la victoria de Macri, apelando al único instrumento disponible para ello: el voto a Scioli. Sería mejor disponer de otro, pero es lo único que hay. Y votar en blanco contribuiría a lograr el “maravilloso” efecto anhelado por Cardoso.
La existencia de una izquierda indiferente ante la presencia del imperialismo en la vida de nuestros pueblos es uno de los rasgos más asombrosos y deprimentes de la escena nacional. Esa izquierda debería tomar nota de lo que dice el ex presidente brasileño para caer en la cuenta del significado que tendría el triunfo de Macri el 22-N, mismo que trasciende con creces los límites de la política nacional. La propuesta del “votoblanquismo” revela una perniciosa mezcla de dogmatismo y de provincialismo que explica, al menos en parte, la crónica irrelevancia de la izquierda. Esto no es nuevo: el trotskismo, en todas sus variantes, siempre manifestó un profundo rechazo hacia las “revoluciones realmente existentes”. Nunca aceptó a la Revolución Cubana y experiencias como las del chavismo, la boliviana o la ecuatoriana han sido permanente objeto de sus enojosas diatribas, sólo comparables a las que disparan los agentes de la derecha. Cultivan la malsana ficción de una revolución que sólo existe en su imaginación; una revolución tan clara y límpida, y ausente de toda contradicción, que más que un tumultuoso proceso histórico se parece a un teorema de la trigonometría. Por eso son implacables críticos de la Revolución Rusa, la China, la Vietnamita, la sandinista, aparte de las arriba mencionadas. Su concepción de la revolución no es dialéctica ni histórica sino mecánica: la revolución es un acto, un acontecimiento, cuando en realidad es un proceso. Es el desenvolvimiento de la lucha de clases, en un trayecto erizado de violencia y signado por momentos de auge y estancamiento, de avances y retrocesos. Celebran como una hazaña de la clase obrera la conquista de un centro de estudiantes y vomitan su odio contra las “revoluciones realmente existentes”, siempre procesos contradictorios, conflictivos y, según esta visión, invariablemente traicionados por sus líderes. Esta incomprensión, de la que jamás adoleció Trotsky, los convierte–y a pesar de sus protestas- en aliados del imperio, en su desesperado afán por acabar con gobiernos que Washington considera objetivamente antiimperialistas pero que nuestros “votoblanquistas” vituperan como una muestra de la traición a los ideales del socialismo. Y para el imperialismo y sus secuaces, para Álvaro Uribe –el gran socio de Macri- la victoria del PRO y Cambiemos significará un golpe durísimo, tal vez fatal, a los procesos emancipatorios en curso en la región. Debilitará a la UNASUR (que frustró dos golpes de Estado contra Evo y Correa) y la CELAC; hará del Mercosur un apéndice de los TLC y del Tratado TransPacífico; incorporará a la Argentina a la Alianza del Pacífico (nuevo nombre del ALCA); congelará (o tal vez romperá) relaciones con Venezuela, Cuba, Bolivia y Ecuador y, de acuerdo con Washington, apoyará a los grupos que pugnan por derribar a esos gobiernos; y tratará de que la Argentina, como hizo recientemente Colombia, reingrese a la OTAN. Esto no es una suposición, no es algo que Macri podría eventualmente llegar a hacer sino un resumen de las declaraciones en las que anunció cuáles serían las líneas directrices de su política exterior. Aún cuando Scioli quisiera seguir por ese mismo camino, las fuerzas políticas y sociales que lo apoyan plantearían enormes obstáculos a su accionar, y no sólo en el terreno internacional sino también en la política económica. ¿Cómo puede un sector de la izquierda argentina ser indiferente ante esta fenomenal regresión política que el triunfo de Macri produciría en el tablero de la política internacional? ¿Qué quedó del internacionalismo proletario y de la solidaridad con la luchas de los pueblos hermanos? ¿Cómo se puede predicar la abstención o el voto en blanco frente a una situación como la que hemos descripto? Francamente, no lo entiendo. Ojalá que estas líneas sirvan para llamar a la reflexión a los compañeros que proponen el voto en blanco y a caer en la cuenta de todo lo que está en juego el 22-N, que trasciende de lejos la política nacional. Por eso ratificamos la validez del título de esta nota: votar en blanco es votar en línea con las políticas del imperialismo; es votar por el imperialismo y nadie en la izquierda puede actuar de esa manera.