Héctor Baíz
Un país como Venezuela siempre ha estado históricamente «amenazado» de cambios sociales radicales desde la guerra de independencia, o sea, desde la guerra libertaria del ejército Bolivariano, pasando por la guerra campesina de Zamora hasta el intento anti imperialistas de Cipriano Castro, que se puede sumar a los intentos de cambios sociales; la insurrección de «la izquierda» de los años 60 70 y 80, hasta Chávez.
Lo increíble ha sido la facilidad con la cual el capitalismo (los intereses serios capitalistas del norte) se ha reacomodado frente a cada uno de estos intentos de cambios soberanos. Para eso la socialdemocracia ha jugado un papel fundamental. Y no solo porque ha servido de aliviadero de las tensiones sociales, de disolvente de las fuerzas revolucionarias. Además ha servido de cara visible para aliviar, en una especie de terapia de gritos, los malestares populares. Las técnicas del acaparamiento de los artículos de «primera necesidad» (esta última «guerra» fue de alta factura psicológica: desaparecieron los artículos más inútiles, sin embargo los que más demandaba buena parte de la sociedad) y de la escasez inducida son tan vieja como han sido los «controles de precio» como la fórmula típica reformista (obligada siempre a respetar el «pacto social») de controlar de manera «racional» la glotonería capitalista. Aquí lo hicieron con Caldera, con Carlos Andrés I, con Luis Herrera y Lusinchi. Después con Chávez, hasta que Chávez les confiscó unas cuantas empresas y se cagaron.
Porque a Chávez no lo podía ser acusado de responsable de una crisis que él mismo estaba alimentando, alentando políticamente, con el fin claro y público acometer un cambio radical de sistema. Y no podían hacerlo, porque Chávez nunca negó ni negaría esta realidad; porque asumiría su responsabilidad en la aplicación de medidas radicales, como la confiscación de propiedades capitalistas, las nacionalizaciones y los cambios en PDVSA (de las famosas Asociaciones Estratégicas, por empresas mixtas, donde PDVSA siempre tuvo (hasta hace poco) el control accionario y administrativo de todas ellas). El Estado se hizo soberano sobre sus decisiones. Disponía las políticas de producción y comercialización y no las compañías extranjeras asociadas. Luego del paro patronal, así fue, y la política petrolera de Chávez lo demostró hasta su muerte. Tuvieron que matarlo para poder seguir con el jueguito «democrático burgués» con la social democracia (Que se agotará, y vendrán tiempos de dictaduras duras y cruentas).
El truquito de los capitalistas chupasangre, de culpar al «gobierno socialdemócrata de turno» de la inflación, de la escasez, de la falta de empleos, de la inseguridad, de la corrupción etc., con Chávez no tuvo éxito. Chávez los mató hablando con la verdad, buscando el camino correcto para «radicalizar» la revolución, primero en el corazón del pueblo, o sea, no nada más económicamente; hacer esto no tenía ningún sentido si la población no lo entiende hasta sus últimas consecuencias políticas. Así Chávez se esforzó, explicado sus decisiones a su pueblo, educándolo, siempre que tuvo la oportunidad, en aquellas cosas llenas de tecnicismos tontos y encantadores, de palabras vacías y la mayoría de las veces innecesarias; invitado con la seriedad de un jefe a sus ministros más blandos a estudiar todo lo relativo a las respuestas socialistas ante las crisis capitalistas.
Un líder así había que matarlo. Para luego encontrar la manera de matar el corazón chavista todavía hoy vivo en su pueblo. El imperio (o sea, el capitalismo) ahora mismo, a pesar, después de la muerte de sus líder, de haber domeñado a sus «hijos» (ilegítimos); habiéndolos obligado a volver a su mesa juego, sentarlos en la «mesa de la democracia burguesa de la cuarta» y las leyes y normas de la burguesía, realmente no temen por ellos, sus aparentes herederos de su «legado». Teme por el pueblo chavista que se resiste, que ahora mismo sabe que es peor aliarse al enemigo que intentar pelear y resistir sin miedo la restauración del viejo estilo adeco. A ese «fantasma» es al que busca vencer la reacción con esta «fiesta democrática», desplegada al más chocante y vulgar estilo de la cuarta, con sus retoques estéticos estilo Norte América.
Pierda o gane el gobierno, siembre perderá la revolución. Una revolución es voluntad. Y lo peor de todo es que el capitalismo, es decir, Lorenzo Mendoza y las Empresas Polar, P&G y Eladio Lares, Cisneros, y demás dignos representantes de los intereses explotadores y colonizadores del planeta, responsabilizaran a la «revolución», al socialismo, al chavismo, de esta falsa crisis económica; la asociarán a Maduro y al comunismo, por lo menos hasta que les entreguen todo el control de la economía, es decir, de la renta petrolera y el petróleo. Lo demás no les interesa.
Si (en un supuesto negado) sobreviviera el equipo de Maduro y su gobierno a los embates capitalistas, a los encantos capitalistas, solo quedaría vagando como zombis unos carapachos vacíos. Permanecería en el Éter la imagen fantasmal, artificial de la comedia. Ya la tragedia terminó cuando muere Chávez en su soledad, llevando consigo sus angustias y un millón de interrogantes.
La tragedia siempre fue un componente educativo de las masas, de los pueblos permeables a ser educados en asuntos vitales de la vida humana, a entender lecciones morales fundamentales. La comedia, en cambio, siempre ha tenido la misión de producir risa fácil, de distraernos de nuestros asuntos fundamentales. La tragedia une a la humanidad con sus lecciones de fundamentos morales y existenciales. La comedia, al contrario, la distrae y alienta sus bajos instintos. Disgrega a la sociedad en prejuicios, «moralismos»; por eso, igual la llaman «Farsa«. No caben dudas que podría serle útil al capitalismo imperial conservar la «comedia«, una «farsa» de la revolución, o de una revolución, con histriones de una comedia ya representada; con actores tan «resistentes», con cualidades «naturales» para engañar y hacer reír. Así el dolor esté matando a algunos en el silencio del cobarde (o del «incomprendido»).
Y es tan probable que así sea. Sobre todo cuando la derrota por el imperio de este acto de rebeldía masiva debe ser total y definitiva. Se trata de vencer al último intento de resistencia moral que nace en su propio patio. Visto como el más «oportuno y serio» de cambiar al capitalismo por el socialismo; esta reacción moral encarnada por un pueblo «permeable» a ser educado y moralizado; el último ensayo esperanzador con repercusión planetaria, debe ser una derrota definitiva y profunda. Debe estar signada por la humillación, por la ridiculización, por la risa y el rechazo definitivo a todo intento verdadero de revolución, de conciencia de social.
Hay que ridiculizar la inteligencia. La conciencia de pelear por la humanidad que es la de reivindicar la vida. Hay que sustituir la lucha por la vida por el fatalismo y la muerte. Se trata de avergonzar y ridiculizar, en vez de cuidar y dignificar, al hambriento, al ignorante, al enfermo, al preso, a la mujer trabajadora, al contra hecho, al negro y al indio, a los nómadas beduinos y a la misma naturaleza, alentando la mezquindad y el egoísmo insano. Ridiculizar débiles a todos los que apuesten por la humanidad en el socialismo científico, posible y humanamente racional –Borrar al chavismo que rescató del olvido el sueño de Bolívar y lo hizo socialista, de Marx, de Lenin, de Rosa Luxemburgo, de Argelia y Fabricio, del Che y Fidel y de él mimo, y de todos los demás que viven en la memoria de los «pueblos heroicos», dispuestos a ser educados.
Eso se despertó con Chávez, un docente innato, un militar y político, un auténtico capitán de hombres y mujeres, un auténtico líder, una voluntad trágica que entregó su vida sin el miedo del cobarde: ¡Qué difícil será borrar su memoria; lavar su memoria regada como una tormenta de fuego en todo el planeta!
Difícil, pero lo van hacer. Para eso cuenta la reacción imperial con la colaboración de su paciente que «se deja tratar» de las manipulaciones sabias de su doctor de confiancia, con la anuencia de algunos «hijas e hijos» bastardos y ambiciosos, de Chávez, y la colaboración suelta de un ejército de burócratas adulantes y oportunistas, aspirantes y menesterosos.
En resumen, para eso sirve la social democracia: para disolver las tenciones políticas y sociales de las revoluciones socialistas; para cargar con las culpas de los métodos de manipulación y control que suelen usar su amos; y para sostener su sociedad dentro de la imposición de la tiranía burguesa llamada «Democracia», la «mesa de juego» donde se suelen resolver «políticamente» sus propios conflictos intereses mercantiles y ambiciones personales de poder: apostando cada quién por su «equipo». ¡Eso son los partidos políticos (pluriclasistas) de la socialdemocracia, para los oligarcas! Equipos. Como el La vino tinto, el Real Madrid; como Magallanes, como Los Tigres de Aragua. Equipos que pelean dentro de un juego que ellos mismos inventaron y pusieron sus reglas. Una forma de sostener a toda una sociedad siempre distrayéndola, explotándola; desesperanzada, adormilada, engañada, alienada; neurótica, distraída, gozando de su «derecho a la felicidad», como dijo por ahí un burócrata importante del Ministerio «para el poder popular» de la Cultura.