En el actual debate sobre el llamado fin de ciclo progresista, que se desarrolla desde diversas posturas de la izquierda latinoamericana, es necesario hacer algunas reflexiones puntuales para colocar el tema en su justo significado y precisa dimensión. En primera instancia, valorar que el término progresista limita los alcances de procesos de transformación revolucionaria y emancipadora, porque finalmente su sentido ideológico es ambiguo e impreciso, pues hasta la denominación es atribuida a derechas progresistas.
Un mínimo recuento histórico demuestra que las resistencias al sistema capitalista no son resultado exclusivo de las acontecidas en las últimas dos décadas, si partimos del levantamiento zapatista de 1994 en México, por un lado, y la llegada de Hugo Chávez a la presidencia de Venezuela en 1998, por el otro, sino parte de un largo periodo de luchas de los pueblos latinoamericanos para alcanzar plena independencia, autodeterminación y justicia social.
Además de la revolución cubana, un parteaguas desde hace más de medio siglo y una ruptura contra-hegemónica, es importante distinguir los proyectos de izquierda en la región. En un primer grupo, situamos a Venezuela, Bolivia y, en cierta medida, Ecuador, que se caracterizan por la profundidad de las transformaciones sociales, económicas y políticas, y por haber realizado congresos constituyentes que refundaron el Estado, estableciendo puentes hacia un tipo de socialismo, el que pese a sus contradicciones y no pocos obstáculos encontrados, significa un cambio sustancial comparados con los países que se consideran progresistas: Argentina, Brasil, Uruguay y El Salvador, entre otros. En éstos, se ha fortalecido el papel del Estado en la economía y se ha impulsado un protagonismo activo en el proceso de integración regional.
Con todo y sus diferencias, estos proyectos han debilitado la hegemonía estadounidense desarticulando cadenas económicas de la globalización neoliberal históricamente bajo su control, sobre todo a partir de la redistribución de la renta estatal, nacionalizaciones, la rearticulación de las dinámicas del comercio regional y creación de nuevas empresas del Estado, como en Venezuela, o recuperación de las privatizadas, como en Argentina. Destaca el impacto de los instrumentos de integración económica y coordinación política como lo son ALBA, MERCOSUR, UNASUR, CELAC, PetroSur, PetroCaribe, Banco del Sur, Consejo Sudamericano de Defensa y Telesur. También influye en esta nueva correlación de fuerzas el impulso de las relaciones sur-sur y la reivindicación de la multipolaridad, que ha dado paso a una inversión sin precedentes de países como China, Rusia e Irán, o la participación de Brasil en el BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica).
Tanto en países de cambios profundos, como en los de nivel moderado, las viejas oligarquías han perdido, en mayor o menor grado, el control de los aparatos de Estado, los privilegios y el acceso a recursos que históricamente garantizaban tasas de ganancia y acumulación a través del control del poder político, el monopolio de la violencia del Estado y las prácticas de una corrupción estructural. Estos cambios, sin duda, han generado una respuesta altamente agresiva que atenta contra la voluntad popular. En Venezuela, la oligarquía utiliza todas las estrategias posibles para desestabilizar a la revolución bolivariana. Lo mismo un golpe de Estado, que una guerra económica, boicots electorales, o las llamadas “guarimbas”, y, últimamente, las acciones concertadas de paramilitares colombianos con el crimen organizado, que han provocado la muerte de decenas de personas y la profundización de la incidencia delictiva, como métodos clandestinos de desestabilización del gobierno. También, en países con proyectos de cambio moderado, los grupos oligárquicos se han movilizado de diferentes formas para proteger sus intereses y las parcelas de poder que tradicionamente detentaban.
Contrario a calificar estas transformaciones políticas como revoluciones pasivas, destacamos su carácter proactivo que coadyuva a la edificación de otro tipo de democracia basada en formas de poder popular, concebida como la principal garantía de continuidad de las transformaciones en marcha, lo que explica en gran medida las ofensivas cada vez más desesperadas y violentas por parte de los grupos oligárquicos y el imperialismo.
¿Qué naturaleza pasiva puede tener un proceso como el venezolano, en el que la organización popular es su principal fortaleza a través de las estructuras comunales formalmente constituidas y funcionando? Para fines de marzo de 2015, 1,026 comunas y 44,415 Consejos Comunales se habían establecido como formas de organización del poder popular, uno de los pilares fundamentales del chavismo pero, sobre todo, como estructura política de participación directa y protagónica de los ciudadanos que intervienen en su entorno político, económico, social y cultural. Desde el Ministerio del Poder Popular para las Comunas y los Movimientos Sociales, se canalizan recursos, apoyos y programas, que nutren la labor comunal, en manos de la gente que debate y decide sobre el destino de esos recursos, que, por cierto, provienen de la renta petrolera utilizada bajo la lógica de la redistribución de las riquezas nacionales. (http://www.mpcomunas.gob.ve/el-ministerio/)
En este sentido, la discusión va más allá de la crítica hacia las formas de organización y los mecanismos creados, o la magnificación de errores cometidos por estos gobiernos de izquierda. Es importante comprender que está en juego el futuro y la consolidación de los procesos de democratización, la propia estabilidad regional y el fortalecimiento de su integración.
Las fuerzas progresistas y revolucionarias latinoamericanas y caribeñas deberán profundizar la construcción del poder popular en todos sus ámbitos locales, regionales y nacionales, estimulando la participación creciente de los diversos sectores sociales en el ejercicio directo de la política y, sobre todo, enfrentar a partir de ese protagonismo popular la grave contradicción provocada por las políticas neoliberales entre la madre tierra y el extractivismo transnacional, como la garantía más significativa para la continuidad de las estrategias que priorizan el desarrollo social y el intercambio solidario entre pueblos y gobiernos, impidiendo que puedan ser revertidas en cualquier coyuntura electoral. Estos proyectos emancipatorios tendrán que seguir promoviendo el debate en torno a la perspectiva del desarrollo económico que se impulsa, marcando los parámetros históricos de la región. Ello implica, en primera instancia, valorar el lugar de América Latina en la división internacional del trabajo como exportadora de materias primas y mano de obra, y romper estas viejas pero renovadas dependencias estructurales del capitalismo. Las dinámicas extractivistas (o el llamado neo-extractivismo progresista) no fortalecen un camino propio y soberano, ni la posibilidad de consolidar la integración que permita alcanzar la autosuficiencia económica y el fin de las asimetrías entre los países de la región. Es evidente que en el mediano plazo no resulta una tarea sencilla, ni se puede en lo inmediato decretar el fin de este modelo de producción. Por lo mismo adquiere mayor relevancia la reflexión sobre las alternativas viables con la participación activa de los pueblos y sectores sociales. Aún y con la recuperación del Estado como actor central de la economía, la dependencia sigue siendo una realidad mientras no se diversifiquen las áreas productivas y persista el carácter mono-exportador de muchas economías de la región.
También hay que señalar que el modelo neo-extractivista, con sus contradicciones, es el que ha permitido en Venezuela, Bolivia y Ecuador una redistribución social de las ganancias como nunca se había dado, y que ha reducido la pobreza a sus mínimos históricos, además lograr la erradicación del analfabetismo, una histórica incorporación de niños y jóvenes en todos los niveles de la educación (Cuba, Bolivia y Venezuela están entre los 10 países que más invierten en educación a nivel mundial), la construcción masiva de vivienda de interés social (600 mil en Venezuela en los últimos dos años), el acceso universal a la salud, los elevados subsidios a los productos básicos, entre otras políticas redistributivas. Estas son las cuestiones que no pueden quedar fuera de la discusión.
¿Fin del ciclo progresista en América Latina? De ninguna forma, aunque es verdad que atraviesa por una coyuntura política y económica marcada por una renovada ofensiva del imperio y las oligarquías, la caída de los precios de algunas materias primas y, claro, los ataques mediáticos de la derecha ilustrada. El pensamiento crítico en América Latina y el Caribe tendrá que seguir abriéndose a nuevas concepciones del socialismo y a formas diversas de construcción de poder popular, tomando en cuenta la profunda crisis de las luchas institucionales, partidarias y sectoriales, dentro o fuera del Estado; esto para no volver a posturas dogmáticas, esquemas rígidos que se pretendan aplicar por igual a realidades nacionales distintas.
Habrá que mantener el debate dentro de la izquierda, con un enfoque propositivo y constructivo, de suficiente nivel y de respeto a posiciones críticas que permitan consolidar la ofensiva en la batalla de las ideas frente a una estrategia de recomposición hegemónica del imperialismo y sus asociados locales. América Latina y el Caribe viven un momento histórico único, caracterizado por logros sociales, políticos y económicos nunca antes vistos. Dediquemos nuestros mejores esfuerzos en mejorar, potenciar o reconfigurar lo que existe, sin perder de vista que son los pueblos los que hacen posible que los ciclos de transformaciones anti-capitalistas y de luchas anti-imperialistas prevalezcan y avancen, más allá de augurios sin suficiente fundamento en el análisis de las realidades latinoamericanas.