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Una serie de acuerdos se avecinan en estos tiempos, entre los que destacan: Transatlántico para el Comercio y la Inversión (conocido como TTIP), negociado en secreto entre Estados Unidos y la Unión Europea; Trans-Pacífico de Asociación Económica (en inglés, TPP), que tratan Australia, Brunei, Chile, Estados Unidos, Japón, Malasia, Nueva Zelanda, Perú, Singapur, Vietnam, Canadá y México, y el de comercio de servicios (TISA), que redactan 51 países y del que se conocen generalidades tales como que promueve la liberalización internacional de banca y transporte, además de la apertura de servicios de salud y telecomunicaciones.
La discusión de las reglas de este acuerdo se enfocan –en la actualidad– al comercio de servicios que prestan ahora los gobiernos, según la red Internacional de Servicios Públicos (PSI), con sede en París. Esta organización procura el seguimiento de los puntos de coincidencia de normas aprobadas que en secreto adoptan las delegaciones.
Los representantes de los gobiernos que discuten esas regulaciones presentan el acuerdo como impulsor de economías y anuncian que en el tercer cuatrimestre del 2015 tendrán un borrador para firma, acorde con las pretensiones y propósitos que se han fijado –de entre los redactores– los estados que cobijan a las empresas que detentan dos terceras partes del comercio mundial del ramo.
Para la consecución de sus fines, los redactores realizan una renovación normativa que preserva derechos del capital y empresas transnacionales, generando un desnivel jurídico que deja en indefensión a las mayorías al minimizar el papel de los estados, lo que se hace evidente al atropellar toda forma en funciones de democracia participativa, representativa y sus instrumentos, como el plebiscito o, en otros casos, la revocación de mandatos. Ese nuevo perfil que se pretende dar a la filosofía y práctica del Estado apunta a beneficiar a los grupos económicos al sumarles potestades en el terreno mundial hasta convertirlos en semi-inmunes.
Todos los acuerdos y tratados sobre los que se debate –y la redacción conocida de las normas del TISA así lo establecen– contemplan cuestiones esenciales de la vida cotidiana y nuestra existencia: empleo, transporte, comunicación, historias clínicas, servicios legales, subvenciones, educación, salud, residuos, agua, distribución de energía, comercio digital y, además, conllevan la casi total desregulación de los mercados financieros.
Las reglas del acuerdo también consideran reformas que acotan y coartan derechos de los trabajadores al tiempo que disminuyen las obligaciones de quienes ofrecen seguridad y privacidad en el manejo de los datos que trasmiten a través de circuitos informáticos.
En lo referido a servicios financieros, la profesora Jane Kelsey, de la Facultad de Derecho de la Universidad de Auckland, indica que de los gobiernos que suscriban los acuerdos del TISA, «se espera que, para fijar y ampliar sus actuales niveles de desregulación financiera, pierdan el derecho a exigir datos para la Hacienda local, experimenten presiones de cara a la autorización de productos de seguros potencialmente tóxicos y se arriesguen a ser denunciados si adoptan medidas para prevenir o responder a otras crisis».
Las reglas del TISA contienen ciertas cláusulas que los firmantes se obligan a mantenerlas en secreto por cinco años después de signado el acuerdo, lo que da paso a algo que entra en la categoría, en principio, de gobierno supranacional.
No parece demasiado difícil descubrir las finalidades de un tratado de este tipo: de lo que se trata es de controlar y cercenar la libertad legislativa de estados, e instituciones públicas en general, ante cualquier tipo de regulación que entorpezca los emprendimientos trasnacionales de servicios. A vía de ejemplo las reglas que se redactan obligan a los gobiernos a informar a sus pares acerca de los proyectos que quieran poner en práctica –equivalente a informar a los inversores, presentes o futuros–. Desde otro ángulo: los estados exhibirán a otros estados miembros los planes de su normatividad interior y esperarán que se cotejen para establecer si son acordes con lo aprobado por el TISA. Los comentarios surgieron de inmediato: «Un traje a la medida para las corporaciones y las grandes economías». «Un nuevo mecanismo para moldear mercados y sus consumidores».
Otras regulaciones que se proponen tienen relación con la extensión de convenciones contenidas en el Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios (AGCS), de 1994, y por la Organización Mundial del Comercio (OMC) para ampliar el sistema multilateral para el sector de servicios. Uno más, y no menos trascendente, es que a la Coalición de Industrias de Servicios de Estados Unidos (CSI) se le preservan sus privilegios en las negociaciones comerciales a través del grupo www.teamtisa.org/index.php/about-team-tisa/coalition-members, donde se encuentran las corporaciones Microsoft, JP Morgan Chase, CHUBB, Deloitte, UPS, Google, Verizon, Walmart, Walt Disney e IBM, entre otras.
La formalización del TISA, por otra parte, tiene el apoyo de la Asociación de Mercados Financieros e Industria de Valores de EE.UU., la Cámara de Comercio de Estados Unidos, la Asociación Estadounidense de Seguros, Visa y Bloomberg Financial Information Services.
A pesar de las medidas publicitarias similares en varias geografías, que procuran introducir en la conciencia del público la falacia que servicio público equivale a fracaso y que únicamente las empresas privadas son gestores eficientes, no escapa a la comprensión que poner la economía y las finanzas en manos privadas impide que la sociedad se dé indispensables servicios públicos y que existan proyectos tendientes al equilibrio entre clases sociales. Las trasnacionales que imponen tratados, acuerdos y convenciones a los estados jamás están pensando en algo diferente a la tasa de su ganancia –en un camino que no pasa por ninguna redistribución equitativa de beneficios– aunque para ello deba privarse de derechos a una parte de la gente.
En términos de duda se puede preguntar si han habido empresas que demandaran a estados. La afirmación inmediata es sustentada en el reclamo incoado por la estadounidense Phillip Morris contra Uruguay, de 2000 millones de dólares debido a los anuncios en las cajetillas de tabaco; Vattenfall contra Alemania por 3700 millones de dólares, por apagar sus centrales nucleares, o Lone Pina a Canadá por 250 millones de dólares canadienses ante la moratoria de «fracking» del gobierno de Quebec.
A ese cuestionamiento puede seguir otro: ¿hay sentencias de condena contra los estados? Ecuador fue sentenciado a pagar 2300 millones de dólares a Occidental Petroleum por la construcción de un pozo en el Amazonas, y Libia pagó 900 millones de dólares de «beneficios perdidos» de un proyecto turístico en el que se habían invertido 5 millones de dólares.
Sirvan los anteriores casos de alerta acerca de lo que puede sobrevenir con la aplicación del reglamento en cuestión.
Por último, como referencia de uno de los círculos de lo que comúnmente llamamos periferia (del mundo capitalista) evocaremos la carta del eurodiputado y secretario general de Podemos, Pablo Iglesias, a la Comisión Europea sobre la negociación del TISA: «¿Qué piensa la CE sobre los documentos publicados? ¿Cree la CE que este tratado atenta directamente contra los derechos fundamentales de los ciudadanos europeos y, sobre todo, atenta contra la soberanía nacional de los Estados miembro?»