EL QUINTO PATIO

CAROLINA VÁSQUEZ ARAYA

La política es cosa de adultos. Esto lo hemos escuchado, lo hemos repetido en cuanto la edad nos lo permitió y se fue instalando en la mente como un axioma, una verdad inmutable a la cual no podremos sustraernos jamás. El ejercicio político, la toma de decisiones que a todos afectan y ese poder cuyas dimensiones nos escapan por misteriosas e inmesurables, son cual una red invisible que nos atrapa y nos somete.


Quizá por eso una gran parte de la juventud no se siente invitada a participar, ingresar a un partido le parece algo de la prehistoria y ve el destino de su país como un asunto de karma o algo así como la inevitabilidad del destino. Un pequeño segmento, sin embargo, lucha por obtener un espacio en este mundo que ya tiene compradas —o vendidas— las mejores parcelas.

Las estadísticas varían de acuerdo a la fuente de información. Unos dicen que la población menor de 25 años sobrepasa el 60 por ciento. Otros le dan más del 70, pero da lo mismo porque son más de la mitad, y eso es mayoría aquí y en cualquier lugar del mundo. Entonces, se supone que los gobiernos deberían enfocar sus políticas en hacer de esa mayoría un contingente de personas sanas, educadas, responsables y con las herramientas físicas, intelectuales y psicológicas para tomar la estafeta en el momento preciso.

Nada de eso. La niñez y la juventud guatemaltecas sufren algo que se podría llamar “abuso permanente y prolongado perpetrado por el Estado y sus correspondientes aliados políticos”. Lo que sucede en el país es responsabilidad de todos y esa frase, aunque ya transformada en cliché, es la realidad llana. Esos jóvenes delincuentes que llenan las cárceles, algunos de ellos capaces de cometer los más perversos actos de crueldad contra personas inocentes, son también víctimas de las políticas de quienes se dicen demócratas, esas que son cosa de adultos.

Hoy la ciudadanía se debate en una tremenda incertidumbre sobre el destino del país. Las elecciones están a menos de un mes y muy pocos están seguros del porvenir, porque ni siquiera saben si van a votar. Los candidatos se distinguen por la mediocridad de sus propuestas, la banalidad de sus discursos huecos y sin contenido, dirigidos a la masa tradicional de votantes seguros. Pero ¿qué sucede con esa más de la mitad, impotente, abandonada y despreciada por los contendientes debido a su poca incidencia en las votaciones?

Volvamos al cliché: “los niños son el futuro de Guatemala”. Pero ese futuro muestra los devastadores signos de la denutrición crónica que les ha clausurado —probablemente para siempre— la capacidad de pensar. Ese futuro que nunca pudo ir a la escuela porque cuando lo intentó le quitaron la alimentación para financiar campañas. Ese futuro quizá hubiera logrado progresar en los institutos vocacionales que algún presidente torpe y ambicioso eliminó por intereses de élite.

Entonces, es preciso revisar si la política es cosa de adultos o si para salvar al país no sería mejor abrir esas compuertas a la participación de niñas, niños y jóvenes cuya visión de una mejor nación probablemente será mucho más lúcida e inteligente que aquella de los políticos venales, codiciosos y corruptos de hoy.

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