Carlos Esteban-gaceta.es
El 93% de la producción de soja de Estados Unidos procede de semillas genéticamente alteradas. Monsanto, gigante empresarial de este negocio, cobra la patente durante generaciones a quien usa una sola vez su semilla. ¿Esclavitud agrícola? ¿Cruel monopolio? Juzguen ustedes mismos.
Uno esperaría que una manifestación planetaria en 38 países y 428 ciudades de todo el planeta, como la que tomó las calles el pasado 24 de mayo contra la multinacional alimentaria americana Monsanto, coparía portadas y abriría telediario en todas partes. Sin embargo no solo no fue así sino que había que tener un especial interés en el asunto para encontrar información fiable en los medios convencionales. Esa curiosa ausencia es ya un punto para los detractores de la multinacional.
Monsanto ya ha batido a las petroleras en el concurso de multinacional más odiada del mundo, quizá con la única competencia de Goldman Sachs, y quienes denuncian sus prácticas la acusan desde envenenamiento colectivo y hambrunas provocadas a monopolio abusivo, pasando por daños ecológicos masivos y puesta en peligro de las especies naturales con su creación de especies alteradas genéticamente. La Hungría de Viktor Orbán ha sido uno de los pocos países que ha osado desafiar a la multinacional, expulsándola del país como un peligro para su autonomía alimentaria y llegando a arrasar 1.000 hectáreas de trigo modificado por Monsanto.
Siendo desesperadamente de letras, no me atrevo a entrar en un campo tan polémico y minado como el del impacto de los ‘alimentos Frankenstein’, en el que, en general, la ciencia ‘oficial’ se inclina por su carácter benéfico mientras grupos ecologistas y conspiracionistas varios los atacan cual plaga apocalíptica. Entre estos estaría la futura alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, que en su programa proscribe los GMOs (organismos alterados genéticamente). Pero no hace falta creer en los riesgos para la salud de los GMOs ni imaginar un futuro de plantas mutantes para entender qué hace de Monsanto un peligro potencial para la seguridad alimentaria y que ya la ha convertido en la multinacional más odiada y temida del planeta.
Todo depende de la semilla
Todo lo que comemos depende de alguna semilla, bien directamente, bien indirectamente. Si mañana quiero montar una explotación agrícola, tendré que comprar esas semillas, pero a partir de la primera cosecha podré reservar de ella algunas semillas propias para sembrar la próxima. Pues bien, lo que hace Monsanto es alterar genéticamente la semilla para potenciar las cualidades más deseables -resistencia a las plagas, por ejemplo-, algo que el hombre lleva haciendo miles de años y -aquí viene el truco- patentarlas, de modo que quien quiera que use la planta alterada, aunque sea en forma de semillas de la cosecha propia, debe pagar a Monsanto derechos de propiedad intelectual. La ‘nueva’ planta -cuya alteración genética suele ser infinitesimal- seguirá proporcionando pagos de copyright a la empresa durante incontables generaciones.
Si la idea les parece demencial, aún hay más. Digamos que nuestro agricultor, empeñado en no estar pagando a Monsanto toda la vida por las futuras semillas propias, decide no usar en primer lugar los productos de la multinacional. No le va a ser fácil y, en el futuro, quizá imposible. El 53% del mercado mundial de semillas está controlado por solo tres firmas, Monsanto, DuPont y Syngenta. Por lo demás, las cosechas genéticamente alteradas -y, por tanto, el control de los dueños de las patentes- se han extendido hasta hacerse totalmente dominantes. En Estados Unidos, el 93% de las cosechas de soja y el 86% de las de maíz proceden de esas semillas.
Para acabar de complicarlo, en el caso de las cosechas que dependen de la polinización cruzada, es inevitable que cada vez más semillas ‘originales’ queden ‘contaminadas’ por los genes alterados por Monsanto, con lo que Monsanto podría exigir el pago de derechos de propiedad intelectual a un granjero que nunca haya comprado sus semillas. De locos.
Los poderes públicos en Estados Unidos están absolutamente alineados con los intereses de la multinacional. La agencia encargada de regular los mercados farmacéutico y alimentario, de un modo similar a los que ocurre con el Departamento del Tesoro y Goldman Sachs, la Food and Drug Administration (FDA), está trufada de antiguos directivos de Monsanto, lo que garantiza un tratamiento benévolo de sus nuevos productos.
¿Puede patentarse la vida humana?
Por otra parte, el Tribunal Supremo se pronunció en 2013 a su favor en la cuestión más espinosa que afecta a la multinacional: ¿puede patentarse la vida humana? La demanda original enfrentaba a Monsanto con un granjero de Indiana, Vernon Hugh Bowman, al que acusaba de infracción de patente. Monsanto no es precisamente una extraña en los tribunales, con 142 demandas a sus espaldas por infracción de patente contra 410 granjeros y 56 pequeñas empresas, solo en Estados Unidos. Al dar la razón a la multinacional, el juez John G. Roberts Jr. se preguntaba: «¿por qué iba nadie a gastar dinero en mejorar una semilla si en cuanto vendiera a alguien la primera ese alguien podría cultivarla y tener todas las que quisiera del mismo tipo»
No deja de ser una pregunta curiosa, teniendo en cuenta que millones de agricultores anónimos a lo largo de milenios han hecho precisamente eso -gastar tiempo y energía y trabajo, sangre y sudor, en mejorar las especies vegetales- sin protección alguna de su propiedad intelectual. Ninguna de las especies comestibles que conocemos son ‘naturales’, en el sentido de darse en la naturaleza sin intervención humana tal como son hoy. La sandía silvestre original no era mucho más grande que una canica, y las mazorcas de maíz del tamaño de un balín.
Debbie Barker, experta del grupo Save Our Seeds, que declaró en apoyo del granjero, resumió de esta manera el caso contra la postura de Monsanto: «Las corporaciones no han creado las semillas y son muchos los que cuestionan el actual sistema de patentes que permite a las empresas privadas arrogarse la titularidad sobre un recurso vital para la supervivencia que históricamente ha pertenecido al dominio público«. Por lo demás, se trata en casi todos los casos de pequeñísimas alteraciones que, sin embargo, dan derechos de copyright sobre todo el organismo.
Las implicaciones de la decisión del tribunal al conceder un derecho de patente sobre organismos vivos son terroríficas. Si un granjero no es dueño de las semillas que él mismo ha cosechado, ¿qué hay de sus animales? ¿O qué pasaría si Monsanto descubre una variación genética que limita el riesgo de una persona a padecer una enfermedad? ¿Pasa a ser el dueño de esa persona? ¿Debe esa persona -y sus descendientes en incontables generaciones si heredan la nueva configuración genética- pagar de por vida a la multinacional derechos de autor sobre su propio cuerpo?
Monsanto es una empresa cotizada y, por tanto, con una obligación legal de maximizar el beneficio para sus accionistas. Si en algún momento -y el día no parece demasiado lejano- llega a controlar por completo el mercado alimentario y pudiera triplicar o cuadriplicar el precio impunemente, se vería ‘obligada’ a hacerlo.
Con independencia de lo que diga la ley americana y las presiones que ejerza su gobierno, el mundo tiene un derecho prioritario a disponer de su propia alimentación. Puede haber un monopolio abusivo sobre tal o cual recurso, y los clientes potenciales pueden siempre optar por no usarlo; no así con los alimentos. Parar ahora a Monsanto y dar la vuelta a la decisión del Tribunal Supremo americano podría ser lo único que garantice a los pueblos en el futuro inmediato una autonomía alimentaria.