Fernando Estrada

 

Josep Stiglitz ha subrayado recientemente que los acuerdos comerciales entre países no son más que acuerdos gestionados por los intereses corporativos radicados en EE. UU. y Europa.


Nuestro tiempo es testigo del poder emergente del gobierno corporativo. Un poder comercial y financiero, cuya riqueza en algunos países supera los ingresos fiscales. Al lado del poder corporativo, el leviatán moderno, el poderoso Estado hobbesiano, encargado de legitimar el pacto social e impartir autoridad, proteger libertades y garantizar justicia, es apenas una caricatura. La naturaleza regulatoria en los compromisos negociados, las condiciones de obligatoriedad en el cumplimiento de contratos, cláusulas sobre derechos de propiedad intelectual y patentes, no dependen tanto del leviatán moderno, como sí del poder que tienen actualmente grandes empresas y compañías. Estos cambios se observan mejor si vemos las consecuencias de los Tratados de Libre Comercio.

Josep Stiglitz ha subrayado recientemente que los acuerdos comerciales entre países no son más que acuerdos gestionados por los intereses corporativos radicados en EE. UU. y Europa. También que los Tratados de Libre Comercio en realidad corresponden a relaciones comerciales desiguales entre quienes determinan las reglas de juego sobre las patentes y legalizan sus derechos.

Cuando las empresas en países como Colombia exploran los mercados en EE. UU., deben realizar un extenso trayecto de trámites para adoptar obedientes leyes de propiedad intelectual, marcos legales, judiciales y regulatorios del país destino, sin que a cambio los EE. UU. adquiera responsabilidades equivalentes o se comprometa con pagos derivados de perjuicios causados. Las reglas de intercambio son entonces unilaterales.

El caso más aberrante se relaciona con las disposiciones que tienen estos acuerdos comerciales sobre la protección a los inversionistas. Las garantías que concedan los estados a las inversiones hacen parte de compromisos para evitar eventualidades de fraude o incautación de bienes. No obstante, la experiencia demuestra que son contadas tales situaciones. El punto de marras es que los inversionistas han sido obligados a comprar una póliza de seguro ante a un organismo multilateral de garantías que depende del mismo Banco Mundial. Una suerte de SOAT extendido a los TLC que imponen como condición comercial los EE. UU.

Lo que se busca con estas disposiciones es evitar demandas ex post por daños causados contra la salud, el medio ambiente, la seguridad, e impedir que existan regulaciones financieras para defender derechos establecidos para las regiones, las comunidades o los países afectados. Estas empresas demandan ante estos tribunales de arbitramento a los propios estados exigiendo compensaciones por cualquier reducción de ganancias esperadas. Las empresas multinacionales demandan a los gobiernos con base en leyes regulatorias que se hacen en sus propios países.

Ilustremos casos en América Latina. El Perú enfrenta una demanda de arbitraje internacional impuesta por Renco Group / Doe Run por 800 millones de dólares. La empresa de Ira Rennert, responsable de la intoxicación de la población, entre 1997 y el 2009 en La Oroya, se amparó en el capítulo de inversiones del Tratado de Libre Comercio que se firmó con EE. UU. para demandar al Estado peruano. Philip Morris ha demandado a Uruguay por exigir etiquetas de advertencia en los cigarrillos. La exigencia pedía incluir imágenes gráficas que muestren las consecuencias del consumo. Y la campaña en Uruguay ha dado resultados. Pero la Philip Morris exige ahora indemnizaciones por pérdidas en sus ganancias. Y en Ecuador, la petrolera Chevron recientemente ganó 700 millones de dólares en una demanda contra el Estado ecuatoriano, equivalente al 1.3% de su PIB.

La reducción al absurdo bajo, consiste en que las empresas contaminantes o las compañías extractivas no tendrían que enfrentar demandas judiciales por los costos que ellas mismas imponen a las comunidades o los ecosistemas, sino que estas mismas empresas pueden demandar a los gobiernos cuando pretendan evitar que se causen los daños como los mencionados. ¿Cuáles son las consecuencias? Que los gobiernos quedan de este modo impedidos para imponer regulaciones estrictas que protejan a las poblaciones. Los costos derivados de la quema de caña en regiones con extensos cultivos o procesos industriales de las cementeras con impacto en enfermedades respiratorias; en suma, los costos sociales derivados de la explotación natural en países pobres recaen sobre la gente.

Estas compañías multinacionales en países emergentes logran consolidar una poderosa influencia que llega hasta los órganos legislativos y, a nivel regional, trabajan de la mano de alcaldes y gobernantes que ceden fácilmente a sus mecanismos de influencia. Las redes de sus negocios en servicios públicos operan por intermedio de empresas nacionales que presentan sus nombres a las licitaciones, como en el caso de Aguas de Barcelona, acreedora de ventajas en los negocios para administrar el suministro del agua en ciudades como Palmira, en el Valle del Cauca. Los gobernantes locales actúan en secreto frente a las comunidades, mientras se cierran los términos de las contrataciones públicas.

Ante fenómenos semejantes, los gobiernos solo pueden defenderse mediante un poder judicial imparcial y deliberativo; en el caso de Colombia, la sucesión de fallos de la Corte Constitucional protegiendo los derechos en los ecosistemas, como la reciente sentencia C–123 de 2014, que delimita geográficamente los alcances de la explotación minera en el Páramo de Santurbán. Una veeduría permanente de las comunidades afectadas y el acompañamiento de los organismos de control y la sociedad civil contribuyen a limitar los efectos desfavorables en proyectos semejantes.

Sin embargo, en el caso de los acuerdos comerciales, se está exigiendo que las partes se sometan al arbitraje antes mencionado. Un arbitraje que se coloca por encima de los intereses de los países y las comunidades, no transparente y demasiado costoso. Aún más, este es un arbitraje conformado por normas amañadas a los intereses particulares, de modo que los abogados que defendieron en un momento a los países pobres pueden ser cooptados para defender a las mismas compañías multinacionales.

Y dado que los alegatos se desarrollan, principalmente en los EE. UU., los costos para pagar abogados se pueden volver inalcanzables para los países emergentes, que cuentan generalmente con abogados mal remunerados y sin las competencias de rigor para sustentar la defensa. El ciclo se puede hacer perverso si reconocemos que las grandes multinacionales en países avanzados son capaces de crear sedes en los países miembros a través de los cuales invierten de nuevo capitales en sus países de origen para plantear demandas judiciales. Esto les ofrece un nuevo camino para bloquear las regulaciones.

Ronald Coase y el mismo Joseph Stiglitz nos han recordado que son las instituciones las que determinan los modelos económicos más apropiados para los países y los pueblos. Son las leyes y los mecanismos regulatorios de los Estados encargados de mediar el poder de negociación que tienen las personas naturales o las compañías. Finalmente, la desviación de tales condiciones afecta directamente las desigualdades económicas y sociales.

El dilema de los gobiernos en países emergentes es si deben permitir —por los TLC— que las grandes compañías puedan manipular disposiciones secretas que les otorgue un poder capaz de dirigir el destino de la gente.